Articulos recientes

Al navegar en nuestro sitio, aceptas el uso de cookies para fines estadísticos.

Noticias

Análisis

El Presidente Allende, ese héroe incomprendido

Compartir:
“The hero carries human dignity for all those of us who cannot”. 
                                                                           
John Lash.(*) 

Introducción:

Constituye una curiosa ironía de la muerte de Allende, que su sacrificio
final no haya sido adecuadamente comprendido por muchos de aquellos a
quienes dirigiera sus últimos mensajes radiales, esto es, los hombres y
mujeres de su propio pueblo. Porque, en realidad, todavía hoy, a ciento
dos años de su nacimiento y a casi treinta y siete de su muerte, un
número considerable de chilenos y chilenas de izquierda se niegan
aceptar la posibilidad de que Allende se hubiera quitado la vida en La
Moneda, luego de más de cuatro horas de encarnizado y desigual combate
contra las fuerzas golpistas de aire y tierra. 

Porque, inexplicablemente, aquellos chilenos siguen creyendo que el
suicidio, de alguna manera, le restaría mérito, o valor moral, a su vida
y a su legado. Los descubrimientos hechos por el doctor Luis Ravanal en
su examen metapericial del informe de la autopsia del Presidente,
publicado en septiembre del 2008, aunque provisionales y aún no
confirmados, han contribuido, por cierto, a crear una suerte de
reflorecimiento de esta persistente actitud. 

Pero más allá de lo que se pueda llegar a establecer científicamente
acerca de la forma como efectivamente murió Allende, lo que nos interesa
examinar brevemente en este ensayo no es si Allende se suicidó o no,
eso lo hemos hecho ya en un libro (1) y en más de una docena de
artículos, sino tratar de comprender el origen de la generalizada
actitud de muchos de nuestros compatriotas frente al posible suicidio
del Presidente.  

El escritor Ariel Dorfman, describe, en uno de sus escritos
autobiográficos, de modo especialmente perceptivo, aquella actitud  de
tantos chilenos hacia la muerte del Presidente a la que nos
referimos:   

“Durante muchos años negué obstinadamente la posibilidad de que Salvador
Allende se hubiese suicidado. … más tarde, durante mi exilio, la
certeza de que trataban de escabullir su responsabilidad por el
homicidio de Allende no pudo ser examinada: era la pieza clave,
primordial, de la historia sobre el bien y el mal que repetíamos una y
otra vez en nuestra campaña mundial de solidaridad con Chile. Puesto que
la muerte de Allende venía a ser la primera muerte de la dictadura, la
muerte preeminente con que el terror se había inaugurado, necesitábamos
que fuera una muerte arquetípica, una muerte de la que todas las otras
muertes fluirían como ríos; hacía falta que viviéramos un canto épico,
trágico tan solo en su simplicidad: el buen rey asesinado por los
generales que le habían jurado lealtad. Y en esa epopeya, nosotros nos
representábamos como los hijos metafóricos de Allende, que saldríamos de
las sombras para vengarlo, con la determinación de resurreccionar(sic) a
nuestro líder ultimado. Es una historia que todavía encuentro donde
vaya, como un eco que me devuelven tantos seres humanos que no están
dispuestos  –como no lo estuve yo durante mis años de exilio- a
enfrentar la ambigüedad enmarañada de un héroe que se mata a sí mismo;
prefieren entregarme la versión que mi propia boca  reiteró
constantemente, aun cuando ya comenzaba a sospechar que podía ser falsa.
Es más fácil matar a los seres humanos que a los mitos que los
sobreviven.

Pero no fue tan solo la eficacia política que nutrió  durante tantos
años la leyenda de un Allende que peleó  hasta el final, las armas en la
mano, alevosamente ultimado. En mi caso, por lo menos, la presunción
automática de que lo habían asesinado permitía darle un sentido, quizás
una perspectiva, a su muerte; me ayudó a sanar el dolor de nuestra
pérdida, entender mi propia supervivencia.

El moría para que nosotros pudiéramos vivir(2) 

 

Como lo comprende y expresa tan bien Ariel Dorfman, el rechazo del
suicidio por parte de muchos de los viejos partidarios de Allende no es,
en la mayoría de los casos, algo que esté basado en consideraciones
lógicas, o en un juicio ponderado acerca de hechos ocurridos en el Salón
Independencia aquella tarde trágica, sino que es el producto de una
suerte de actitud irracional, originada en una necesidad puramente
subjetiva y profundamente sentida, de aquellos que así piensan, que no
les permite aceptar la muerte del Presidente en sus verdaderos términos,
en razón de que el suicidio pareciera no calzar con la representación
que ellos se han hecho de lo que debió haber sido la conducta heroica de
un líder en aquellas circunstancias. 

En los años que llevo leyendo, investigando y escribiendo acerca de la
muerte de Allende, me he encontrado varias veces con una afirmación
inspirada en una actitud similar, que me interesa examinar y refutar en
este contexto, y es aquella según la cual carecería de toda importancia
que el Presidente hubiera sido asesinado en La Moneda, o que se hubiera
dado muerte allí por su propia mano. Afirmación  que, por cierto,
intenta  desalojar “a priori” la cuestión, y la incertidumbre, de la
muerte del Presidente  

Generalmente los que así piensan no advierten que hay por lo menos dos
sentidos diferentes en que esto puede ser entendido: 1. Que sería en sí
mismo irrelevante cómo hubiera muerto Allende; y 2. Que sería
irrelevante saber cómo éste pudo haber muerto. Esta supuesta
irrelevancia puede ser conceptuada de distintas maneras, porque podría
ser políticamente, moralmente, o históricamente sin importancia la forma
cómo Allende haya abandonado este mundo.    

Interpreto la afirmación bajo examen como postulando que sería
políticamente, (o quizás también moralmente), irrelevante, la forma en
que el Presidente murió aquella fatídica tarde del 11 de septiembre de
1973; puesto que muy pocos pondrán en duda que, desde un punto de vista
puramente histórico, este es un detalle sumamente importante de los
acontecimientos de aquel día. Tanto como lo sería, por ejemplo, la forma
en que encontró la muerte Arturo Prat, sobre la cubierta del Huáscar,
el día 21 de mayo  de 1879; aunque en este caso los historiadores creen
saber con completa certeza  la manera precisa en que el Capitán de la
Esmeralda ofrendó su vida en Iquique (3).         

Pero, ¿por qué, según se afirma, no sería políticamente importante, es
decir, daría lo mismo, que Allende hubiera muerto por efecto de balas
enemigas, o que hubiera fallecido a consecuencia de un disparo suicida?
Sin duda todo el mundo percibe que hay una obvia diferencia entre morir
por mano ajena y morir por mano propia, pero también a casi todo el
mundo se le escapa aquí un detalle muy importante, que en las
circunstancias en que se encontraba el Presidente, se deriva de aquella
diferencia. Y es que en el primer caso el Presidente habría sido
simplemente asesinado, mientras que en el segundo habría muerto a
consecuencia de una decisión ético-política propia. Para ponerlo de un
modo más claro aún: si Allende hubiera caído en La Moneda por efecto de
las balas golpistas, la decisión de su muerte la habrían tomado sus
enemigos; mientras que si murió por efecto de un disparo suicida la
decisión de su fin no le fue impuesta por otros, sino que la tomó el
propio Presidente, enfrentado a una situación límite, en un acto de
libertad suprema, que corresponde la forma más alta de conducta moral a
la que puede aspirar un ser humano. 

Por cierto, subyacente a aquel juicio se encuentra una estimación moral
implícita, y errónea, según la cual en tales circunstancias la muerte
por mano ajena sería considerada como éticamente superior a la muerte
por mano propia. Pero al poner la muerte de Allende por propia decisión
moralmente por debajo de la muerte por asesinato, quienes así piensan,
no consiguen entender el carácter ético de su último sacrificio. De allí
que muchos de sus partidarios continúen todavía porfiadamente aferrados
al mito del magnicidio, y se niegan a aceptar, con idéntica porfía, e
independientemente de toda posible evidencia, que el Presidente se
hubiera suicidado.

Es muy común que los partidarios del magnicidio entiendan,
incorrectamente, también, el suicidio de Allende y su muerte en combate,
como si se tratara de dos hechos desconectados, o simplemente
contrapuestos. Lo que ciertamente constituye una falsa dicotomía; porque
el Presidente adoptó la decisión de quitarse la vida luego de más de
cuatro horas de encarnizado y desigual combate contra las fuerzas
golpistas, en los momentos en que se le había agotado la munición y no
le quedaba otra salida digna. Esto significa que su autodestrucción
final no puede, ni debe, ser considerada como lo opuesto, sino como la
continuación de su actitud y decisión de luchar hasta el fin.    

De allí  que muchos de los partidarios, así como muchos de los
detractores, de Allende, sigan creyendo, casi 37 años después del Golpe,
que una muerte “verdaderamente heroica” habría exigido que el
Presidente hubiera muerto “en combate”, es decir, que hubiera sido
asesinado por los golpistas. Es indudable que en el origen de esta falsa
opinión debe haber influido, por un lado, la visión cristiana del
suicidio como un acto moralmente negativo, un verdadero pecado contra
Dios, y por otro, que en la mente de quienes suscriben aquella difundida
representación pareciera haber tenido lugar una suerte de inconsciente
identificación entre el martirologio de Cristo y el sacrificio de
Allende, a quien incluso se lo vería como habiendo tenido en Pinochet su
propio Judas. Este sentimiento lo recoge, por ejemplo, Juan Gonzalo
Rocha, cuando en un artículo publicado recientemente califica  la muerte
de Allende como un “sacrificio crístico”(4). 

Ya lo hemos argumentado antes, un héroe, o un mártir, es aquel que lucha
hasta la muerte en defensa de sus ideales o principios morales, sin que
sea esencial si en esta lucha haya terminado siendo asesinado por sus
enemigos, o se haya visto moralmente obligado a quitarse la vida, en un
acto de supremo sacrificio y consecuencia. Alternativa esta que, por
cierto, es rechazada de plano por la visión cristiana dominante.     

Ahora, en cuanto al segundo posible sentido de la afirmación que
criticamos, es decir, que sería irrelevante saber cómo murió Allende en
La Moneda, no cabe duda que se trata de una opinión enteramente falsa,
porque es sólo a partir del conocimiento de la verdad de lo que ocurrió
aquella tarde en el Salón Independencia, que podemos llegar a comprender
el verdadero significado, moral, político e histórico, de aquel
sacrificio, y atinar con el verdadero legado del Presidente. Ha sido,
precisamente, la incomprensión de las motivaciones morales profundas de
Allende lo que ha hecho que muchos chilenos de izquierda continúen hasta
hoy buscando el modo de ajustar en sus mentes su acción final con aquel
falso concepto de la conducta heroica y el martirologio cristiano,
privándose así de toda posibilidad de comprender la grandeza y moralidad
de su conducta aquella trágica tarde del 11 de septiembre de 1973. 

La razón de esta inadecuada estimación del verdadero valor moral de la
conducta final del presidente se encontraría, en última instancia, en la
falta de percepción del carácter libre que puede tener la conducta
humana frente a una situación sin salida. Como lo señala Víctor
Frankl:      

“… incluso la víctima de una situación sin esperanza, enfrentando un
destino que no puede cambiar, puede alzarse sobre sí mismo, puede crecer
más allá de sí mismo y al hacerlo [conseguir ] cambiarse a sí mismo.
Puede transformar una tragedia personal en un triunfo” (5).

Eso es, precisamente, lo que hace Allende el día 11 de septiembre. Según
escribimos antes:

“Lo que Allende no podía cambiar… era la voluntad 
golpista de derrocar su gobierno; lo que sí estaba en su poder era
rendirse, o combatir hasta el final a sus enemigos. Allende eligió el
combate y cuando comprendió que ya era inútil toda resistencia, se quitó
la vida, privando a aquellos del placer sádico de humillarlo y vejarlo,
Hay pocos actos de mayor dignidad y valor” (6)   

La tragedia de Allende es mundialmente conocida, por lo menos en sus
grandes rasgos, mientras que el verdadero carácter de su triunfo evade a
muchos. Con su heroica resistencia y muerte en La Moneda el Presidente
transformó su derrota militar en una gran victoria moral sobre sus
enemigos golpistas, convirtiéndose en el acto en una figura mítica que
parecía alzarse desde su tumba secreta para denunciar ante el mundo los
crímenes de la dictadura. La decisión digna y viril del Presidente de no
rendirse ni de entregarse vivo a sus enemigos, demostró en un mismo
acto la bancarrota moral de aquellos que se alzaron en contra de su
gobierno. Como escribiera Tomás Moulian:

“Aquel acto salpica a Pinochet para siempre con la sangre de Allende”(7)
La altura ética de la conducta de Allende puso de manifiesto la bajeza
de los motivos y de la acción de los golpistas, a los que deslegitimó
para siempre, política y moralmente, ante la historia. 

Tal como lo he argumentado en muchas oportunidades, me cuento entre los
que afirman que Allende se suicidó, aunque no creo que ello haya
ocurrido como lo sostiene la “versión oficial” de su muerte. Mis propias
investigaciones me han llevado a postular la hipótesis de que el
presidente se quitó la vida en el Salón Independencia, pero no con aquel
famoso fusil AK que le obsequiara Fidel Castro, sino probablemente con
un arma corta que habría sido sustraída por alguno (o “sustraída a
alguno”) de los soldados golpistas al mando del general Palacios; como
quedó algo confusamente registrado en el informe de la pericia hecha en
la oficina presidencial por personal de la Policía Técnica de
Investigaciones, posteriormente al ingreso allí de las tropas
golpistas.         

Sin embargo, esta opinión mía, formada a partir de un prolijo examen e
interpretación de la totalidad de las evidencias forenses y testimonios
orales y escritos existentes sobre el caso, no puede, por cierto,
implicar, de ninguna manera, una actitud de cierre y rechazo ante los
nuevos elementos de juicio aportados por el médico forense doctor Luis
Ravanal Z. Sus sorprendentes revelaciones acerca de la existencia de un
segundo proyectil que habría sido disparado horizontalmente, y a media
distancia, en el entrecejo del Presidente, nos confrontan con un serio
predicamento; porque si se demostrara que éstas observaciones no son
palabras vacías, registradas en el papel  por observadores absolutamente
deficientes y, además, sin ningún respeto por la verdad científica,
sino que corresponderían al reporte de hechos reales, entonces ni la
versión oficial de la muerte del Presidente, ni la mía propia, ni
ninguna otra conocida, serían capaces resistir la fuerza  persuasiva de
aquellas revelaciones, simplemente porque ellas no conseguirían explicar
adecuadamente lo ocurrido aquella tarde trágica en el Salón
Independencia. Como lo ha señalado el propio doctor Ravanal, en
principio, esta confirmación sería posible, mediante la realización de
un segundo examen forense de los restos, pero, por desgracia, los
custodios de la “versión oficial” se han opuesto terminantemente a ello,
sin duda por que perciben, y le temen como al Diablo, al efecto
corrosivo que tales nuevos elementos de juicio pudieran ejercer sobre
aquella tan precaria como insuficientemente fundada explicación de los
hechos.         

Hoy, cuando se cumplen 102 años del nacimiento del presidente Allende,
-no en el puerto de Valparaíso, como todo el mundo ha creído hasta
ahora, sino en la ciudad Santiago, según lo demuestran los documentos
que hemos sacado recientemente a la luz con Juan Gonzalo Rocha- (8) (Enlace al artículo citado: Los verdaderos nombres de Allende), cabe preguntarse: ¿cuántos años más tendrán que pasar para que,
finalmente, se establezca de modo definitivo e inapelable la verdad
acerca de su muerte?  
 
Notas:

(*) “El héroe porta la dignidad humana por todos aquellos de nosotros
que no podemos [hacerlo]”. John Lash, THE HERO, Manhood and Power,
London: Thames and Hudson, 1955, pág. 47.

1. Hermes H.Benítez, LAS MUERTES DE SALVADOR ALLENDE. Santiago, RIL
Editores, 2006.  

2. Ariel Dorfman, RUMBO AL SUR, DESEANDO EL NORTE. Un romance en dos
lenguas, Buenos Aires, Editorial Planeta, 1988, págs. 75-76.

3. Como escribió Griffero hace ya varios años: “La ‘batalla de la
Moneda’ se transformó en un nuevo Combate Naval de Iquique y Allende en
un nuevo Prat, y recién ahora, eso que es el recuerdo del héroe, se
empieza a manifestar”. “La memoria de un mito es indestructible”.
Entrevista al dramaturgo Ramón Griffero, por Daniel Osorio. Revista
Patrimonio Cultural, DIBAM, No. 29, Año VIII, primavera 2003., pp.
26-27.

4. Juan Gonzalo Rocha, “Salvador Allende, un masón consecuente”, en
SALVADOR ALLENDE. Fragmentos para una historia, Santiago, Fundación
Salvador Allende, 2008, pág. 187. 

5. Víctor E. Frankl, MAN’S SEARCH FOR MEANING. An Introduction to
Logotherapy, New York, Simon & Schuster, 1984, pág. 147. En
castellano: EL HOMBRE EN BUSCA DE SENTIDO.Una introducción a la
Logoterapia, Barcelona, Editorial Herder, 2009.

6. Hermes H. Benítez, Op. Cit, pág. 187.

7. Tomás Moulian, “Compañero presidente Salvador Allende”, Le Monde
Diplomatique, Santiago, Septiembre de 2003.

8. Hermes H. Benítez y Juan Gonzalo Rocha, “Los verdaderos nombres de
Allende”, periódico electrónico piensaChile.com, 12 de mayo de 2010:  Los verdaderos
nombres de Allende

Compartir:

Artículos Relacionados

Deja una respuesta

WordPress Theme built by Shufflehound. piensaChile © Copyright 2021. All rights reserved.