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El pan y eso que llamamos vida

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Cuando los proveedores de carne -núcleo puro y duro del ser alimentario nacional- decidieron que había que restringir la oferta y hacer subir los precios (porque sí, porque ya está bueno, porque si no, me dedico a la soja), manadas de consumidores se lanzaron a las góndolas del pollo, descubriendo al instante que el pollo, el maldito pollo, también se les escapaba. Una voz de presidenta susurró “chancho” y allá fueron todos, apretujados, a cazar marranos a las góndolas. Pero los chanchos volaban alto. “Nos queda la merluza -dijo un nacionalista moderado-, esa merluza negra o rosada de nuestro irredento mar austral”. “¡Claro que la tendrás -le respondió un gerente-, pero muy caro la pagarás”.

Conducidos por la mano invisible del mercado hasta la feria de frutos, asistimos a una extraña danza de los tomates, las papas, los morrones y las naranjas, hasta que cansados de luchar nos decidimos a volver al pan, humilde dios de los ancestros proletarios. Creíamos, ingenuos, que la harina, el agua y la sal, en esta pampa que las tiene de sobra, iban a permanecer quietas y sumisas. Pero no. A las puertas de la panadería, como a las del infierno dantesco, alguien nos dejó un raro graffiti: Abandonen toda esperanza, los que entren aquí.

El ajuste en el precio de los alimentos va acompañado por el deterioro en su calidad (que es otra forma, perversa, del ajuste). Paquetes, latas y envases que parecen iguales, pero que tienen cada vez menos fideos, menos atún, menos yogurt o menos galletitas. Botellas de un vino dudoso que prometen 3/4 y dan 700. Aceites que dicen “maiz” pero son “mezcla”, o que dicen “mezcla” y son de soja. Renovadas formas de defraudar al consumidor, ante la vista gorda del Estado y ante los ojos miopes de ciertas asociaciones que dicen defenderlo. 

Otro tanto pasa -de manera criminal- con la falsificación de medicamentos, tanto recetados como de venta libre. Entre los fármacos de marca y patente internacional, además, hay muchos que están prohibidos en los países de origen, aunque nuestros organismos de salud demoren siglos en darse por enterados.

Incontables son las penas del ciudadano consumidor (léase la clase media) en este rincón del planeta. Pero si esta raza de compradores natos de mercancías, de símbolos y políticas está sufriendo, imaginemos lo que pasa en las comunidades y grupos más vulnerables. Imaginemos lo que pasa con los sub-ciudadanos a los que la alquimia del INDEC ubica todos los meses un poco por arriba o un poco por abajo de la línea de indigencia.

Hay mucho consumo de dolor allí. Mucho consumo de tristeza. Una inveterada  adicción por el pan, que no alcanza nunca a ser satisfecha. Y una demanda de justicia, además, que no halla juzgados, ni reales ni metafóricos, donde presentarse.

Escúchame entre el ruido
En marketing se conoce como aspiracional el carácter simbólico, identificatorio, que puede tener cualquier producto que sale a la venta, de acuerdo con la clase o sector social de sus potenciales compradores. Así, el adquirir una prenda original o de marca (aunque sea en un puesto de La Salada), crea en el sub-ciudadano consumidor una efímera ilusión de igualdad.

“Buena parte de la racionalidad de las relaciones sociales -escribe García Canclini, citando a Bourdieu- se construye, más que en la lucha por los medios de producción y la satisfacción de necesidades materiales, en la lucha por apropiarse de los medios de distinción simbólica”.

Sin embargo, nos parece que a buena parte de los sociólogos y analistas del fenómeno de la globalización se les ha vuelto inaudible aquel sonido que Marx llamó, con honda sensibilidad, el suspiro de la criatura oprimida.

No es posible entender (pero, sobre todo, no es posible cambiar) un orden social injusto si no somos capaces de escuchar, entre el ruido de los medios y el estrepitoso discurso del poder, ese suspiro. 

La democracia del kiosco
Páginas enteras se podrían escribir sobre el reciclado y la resignificación de las palabras, al ritmo de las guerras y de las tribus, de las modas y las expansiones mercantiles. El celular, hace unas pocas décadas, era el camión con celdas que servía para llevar detenidos. Los locutorios eran los lugares donde los presos (y antes, los monjes) podían hablar.

Con el kiosco pasó algo curioso, ya que se desplazó desde la veranda y los jardines imperiales hasta los barrios más humildes en la periferia de las ciudades, convirtiéndose en la unidad básica, elemental, del consumo igualitario y democrático.

Ya ni los médicos atienden a cualquier hora. Pero el kiosco sí. En algunos barrios puede verse un cajón a modo de taburete, bajo la ventanita de expendio. Es para los niños, que no alcanzan con sus brazos a entregar la monedita, esa imprescindible monedita que hará funcionar la cadena de distribución.

Quienes menos tienen (lo sabe el Estado, que para esto es ciego, sordo y mudo) pagan más caro por todo, por la lumbre y la pitanza, por el techo y la frazada. No obstante, en el kiosco es posible, para una mamá de pocos recursos, comprar sueltos los pañales descartables que necesita su bebé (aunque deba invertir en ello toda su Asignación Universal). En el kiosco es posible, para un niño al que le hace ruido la panza, comprarse un alfajor o bien dos simpáticos (y microscópicos) potes de yogurt, o hacerse de cualquier baratija que le permita soñar y llegar al día siguiente.

Hay intercambio simbólico, claro. Hay equiparación ilusoria. Hay un uso premeditado y cruel de todo esto, lo sabemos. Y sin embargo, allí se ve también la estrategia de supervivencia, la imbatible esperanza de aquellos que no quieren renunciar a ser y a estar con los otros, y a formar parte de una comunidad.

¿Son sub-ciudadanos?  Ya no lo vemos así. La suya es otra forma, muy digna y legítima, de la ciudadanía. Otra forma de luchar por el pan y por eso que, genéricamente, llamamos vida.

* Fuente: Agencia Pelota de Trapo

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