Un recuerdo de Sevilla a propósito de la educación
por Manuel Acuña Asenjo (Chile)
15 años atrás 16 min lectura
Un derecho en entredicho
Al rendirse por escrito los exámenes, dentro de los colegios y universidades, es costumbre que el profesor sancione con la reprobación del mismo al alumno a quien sorprende copiando las respuestas desde un texto de estudios, de consulta, o de apuntes preparados con antelación. Esta situación nace del derecho inalienable que se concede al maestro para decidir acerca de la conducta (censurable o no) de sus alumnos. Lo haga bien o mal. Sea justo o injusto. El profesor es la ‘autorictas’ indiscutida; investido de tal calidad ejerce, en consecuencia, la ‘potestas’, que le permite decidir sobre el futuro inmediato del alumno.
Sin embargo, semejante raciocinio, basado en la concepción vertical de la sociedad, alienta y promueve la arbitrariedad; por consiguiente, la falta de equidad. La injusticia. Los casos de alumnos acusados falsamente de ‘copiar’ no son pocos sobre la faz del planeta. España, bajo una cultura autoritaria heredada del franquismo, ha sido escenario de semejantes hechos.
Hace algún tiempo, la situación hizo crisis y alcanzó tan alto nivel de gravedad que uno de sus centros de saber quiso dar una solución al problema y ensayar una posible fórmula al respecto. Como lo expresa la canción, en ‘Sevilla tuvo que ser, con su lunita plateada’…
Así fue. En el curso de la primera quincena del pasado mes de enero, decidió el Consejo de Gobierno de la Universidad de Sevilla, modificar el art. 20 de su Reglamento y conceder a los estudiantes el derecho a reclamar en caso de ser acusado de estar ‘copiando’ en el curso de los exámenes. Procuraba el ilustre cuerpo colegiado de esa casa de estudios evitar, de esa manera, una reprobación motivada por hechos aparentemente comprobados, simples sospechas o circunstancias no del todo claras. De acuerdo con la normativa, en lugar de aceptar la decisión del maestro de reprobar el examen rendido en esas circunstancias, se concedió al mismo la facultad de elevar el caso a un tribunal paritario compuesto por tres profesores y tres alumnos para que se pronunciasen al respecto. Bastó, sin embargo, esa pequeña reforma para que críticas de toda índole se dejaran oír.
Los medios de comunicación son formadores de ideología, construyen cultura; al propagar determinadas noticias y silenciar otras, al colocarlas en primera página y con determinado formato, al decidir sobre los titulares y el tamaño de sus letras, enseñan acerca de lo que debe o no considerar importante el conjunto social. Más aún cuando la noticia no es entregada en forma objetiva, sino comentada. En tal caso, se crea una opinión pública desfavorable. El contenido verdadero de la noticia es suplido por un comentario con carga ideológica, generalmente en apoyo del sistema vigente. Las fuerzas conservadoras de la sociedad prevalecen por sobre las del cambio. Así sucedió con la decisión de la Universidad de Sevilla. Porque algunos medios de comunicación informaron que, a partir de ese momento, se concedía a los alumnos el derecho a ‘copiar’ y a consultar los textos escolares en el transcurso del examen. Las conclusiones que se derivaban de tal razonamiento (equívoco, por cierto) eran drásticas: la Universidad ponía fin al sistema del control del saber, pues terminaba con los exámenes. Fomentaba la flojera y el engaño. Promovía la producción de profesionales mal preparados. Creaba desconfianza hacia las aulas universitarias. Dañaba y deterioraba la buena imagen de las Universidades ante la comunidad nacional e internacional, en fin.
En una declaración que traducía la más pura esencia del espíritu franquista, vigente aún en numerosos estamentos de la sociedad española, finalmente, uno de los más connotados miembros de la Junta de Innovación de Andalucía se pronunció diciendo que la medida constituía un ‘disparate’ necesario de corregir. Bastaron esas simples palabras para que el 25 del mismo mes, decidiese el Consejo de Gobierno de la Universidad eliminar tal disposición.
Las medidas anteriormente expuestas no pueden ser analizadas en forma somera sin antes referirnos a un hecho crucial: el problema educacional no es algo nuevo, pues se enmarca en la crisis generalizada que denunciara Iván Ilich, en 1973, con la edición de su libro “After deschooling, what?” (traducido al castellano bajo el nombre de “Un mundo sin escuelas”), y que, dos años más tarde (1975), condenara Michel Foucault en su obra “Surveiller et punir” (publicado por la Editorial Siglo XXI como “Vigilar y castigar”). Un problema que, en lugar de desaparecer, se ha acentuado bajo la nueva forma de acumular.
El proceso de asimilación cultural
Es de sobra conocido el hecho que el niño reproduce, en las primeras fases de su evolución, las formas ideológicas de su familia: aprende allí no sólo el idioma que va a emplear para relacionarse con los demás, el lenguaje corporal y el verbal, sino asume como verdad irrefutable la vertical estructura de la sociedad, representada por la autoridad paterna. A la familia sucede la escuela, estructura formadora de ideología por excelencia; la escuela reproduce en la persona del maestro la autoridad del padre (‘autorictas’ y ‘potestas’) y crea en el alumno la necesidad de respetar la jerarquía. El mundo del trabajo, finalmente, piramidalmente organizado, con sus jefes y capataces, con sus estamentos superiores e inferiores, completa esa formación, sustituyendo al maestro por el gobernante quien, a su vez, representa el poder de un Dios sobre la tierra. La escuela no sólo fomenta el autoritarismo: lo explica, fundamenta y hasta convierte al ser humano en el sujeto dócil que se requiere para el cumplimiento de su correspondiente función social. La periódica realización de exámenes o pruebas de sapiencia, sin perjuicio de exigir al alumno una preparación o competencia para desempeñar determinada profesión u oficio, no tiene otra finalidad que la de estar dando perpetuo testimonio de su docilidad ante al sistema y de su incapacidad para hacer frente a ese dominio avasallador.
No existe, no ha existido ni podrá existir ser humano alguno que domine por entero una especialidad. La investigación está constantemente abriendo campos nuevos y abandonando otros ya explorados. No por algo un buen profesional permanentemente está consultando a investigadores, libros o análisis, y confrontando experiencias ajenas. Para pronunciarse sobre las materias de su competencia requiere conocer principios generales, una determinada metodología de investigación, pensar, relacionar y descubrir los nuevos avances dentro del área de su competencia. No requiere, por consiguiente, estar rindiendo ante autoridad alguna pruebas de sapiencia memorizada a través de certámenes o exámenes periódicos.
Desconfianza hacia el estudiantado
Los diferentes modos de producción que se han organizado en las diversas naciones de la tierra son modos de dominación. Y la dominación siempre se ejerce sobre el débil; jamás sobre el poderoso. Pero el poderoso desconfía del débil, pues sabe que, en cuanto suelte un poco la presión que ejerce sobre aquel, se sublevará; por eso, controla la veleidad sindical, poblacional, estudiantil. La autoridad no confía en los estamentos sometidos a su control. No debe llamar la atención, por ende, que desconfíe del estudiante, cualquiera sea la calidad en que éste tenga (primario, secundario o universitario). Por eso no tolera que se involucre en decisiones sobre materias que no deben ser de su competencia, sino de quienes ejercen el poder material y espiritual de la sociedad. Porque solamente han de ser éstos los únicos encargados de disponer cómo se ha de impartir la educación, qué materias ha de enseñarse y quiénes y cuándo han de hacerlo. Es la manera de producir elementos dóciles y fácilmente asimilables a las nuevas condiciones sociales. El estudiantado nada tiene que hacer al respecto. Es un elemento pasivo que, en tanto permanezca en dicha calidad, está destinado tan sólo a recibir. Jamás a sugerir ni a proponer. Cuando termine sus estudios, cuando esté en posesión de la patente que le permita actuar en sociedad, cuando adquiera la calidad de ‘intelectual patentado’, se hará acreedor al respeto; antes, no lo logrará. El examen, rendido año a año, va a dar cuenta cierta de su correcta adaptación.
La desconfianza hacia el estudiantado se extiende, además, a los padres y apoderados por su estrecha vinculación con el alumno. En los países donde la enseñanza es pagada, sólo deben desempeñar el rol de ‘financistas’ de los estudios de sus vástagos. Como éstos, tienen escasa o nula participación en cuanto a decidir acerca del destino que la sociedad les depara; en consecuencia no deciden lo que han de aprender, cómo han de hacerlo, ni cuáles son las tendencias que se advierten en el mundo actual y pueden servir de guía para una mejor educación. Los lazos que unen a padres e hijos, la ‘unidad originaria’ entre madre e hijo de la que hablaba Erich Fromm, aparece rota frente a la escuela. Los hijos son entregados material y espiritualmente al estado. El alumno es un ser huérfano en medio del concierto social, materia prima, moldeable, maleable, arcilla para ser modelada y dar nacimiento al ‘ciudadano modelo’, incapaz de imaginar un mundo diferente a aquel dentro del cual ha sido inmerso. La desconfianza de la autoridad hacia el estudiantado se basa, precisamente, en el principio básico de la organización en virtud del cual ‘esse persistere in esse est’ (‘quien persiste en lo que es, continúa siéndolo’); si así no lo hiciera, el sistema estaría preparando su propia inmolación. Y los sistemas no tienen vocación de suicidio. Por el contrario: impelen a que lo hagan aquellos componentes que no les son útiles. El resto debe marchar en la dirección elegida.
La absoluta indefensión del estudiantado
La autoridad no solamente desconfía de los estudiantes en su carácter de estamento dominado sino, a sabiendas que no se pueden defender, les agrede constantemente en sus derechos modificando los planes de estudio, elevando los aranceles que deben pagar, aumentando las exigencias para el otorgamiento de certificados de estudio o para hacerles acreedores a mezquinos beneficios como lo son ciertos pases escolares destinados a la locomoción colectiva, a la consulta de libros en las bibliotecas, en fin. El estudiante no tiene posibilidad alguna de evadir su condición de estamento dominado: tiene sobre sí la autoridad paterna, escolar y estatal. Sometido a una estructura organizada para imponerle su voluntad y transformarlo, de esa manera, en ciudadano modelo, el alumno se encuentra en la más absoluta indefensión. Y es que se trata de un sujeto dependiente, no está incorporado al mundo del trabajo que concede mayores espacios de libertad. La dependencia económica del estudiante puede ser tanto del estado (a través del sistema de becas y/o préstamos) como de sus padres; en los casos que la educación es pagada, la dependencia es aún mayor. Y, por consiguiente, también su grado de indefensión.
La parcialidad de las críticas
La visión crítica que existe en el sentido de la necesidad de la reforma educacional es abiertamente parcial pues va dirigida en contra del alumno o del profesor; raras veces se hace respecto del estamento superior. Puesto que, en contadas circunstancias, el estudiante se incorpora al estudio de las materias para las cuales es apto, cuando no rinde lo que de él se espera se le acostumbra a calificar de ‘irresponsable’, ‘incapaz’ o de sujeto que ‘pierde su tiempo’. Las tendencias artísticas de un joven pocas veces son consideradas pues ‘el arte no da para vivir’; tan sólo en las naciones desarrolladas existen posibilidades de desarrollarlas. Y sin embargo, es un hecho de sobra conocido que cada individuo tiene aptitudes naturales que lo hacen diferenciarse de los demás. Hay personas que no son buenas para las matemáticas, para los idiomas, para el aprendizaje memorizado o para la práctica del dibujo o el canto; a ellos no se les puede exigir lo mismo que se les exige a quienes sí tienen tales aptitudes. No obstante, pocas veces existen voces que llaman la atención acerca de ello. Cuando no se tienen determinadas aptitudes y se obliga al alumno a practicarlas como si las tuviese, los fracasos se hacen presentes. Entonces, el estudiante es un ‘flojo’ o el profesor es un inepto pues no logra enseñarle lo que debe aprender. Falta, tan sólo la reiteración de aquella sentencia en virtud de la cual ‘la letra con sangre entra’ para dar por iniciado un estudio en el que van a coexistir una víctima y un verdugo como forma de política educacional. Porque los estudiantes deben aprender lo que la sociedad les exige que aprendan, y de la manera que exige se haga. Por eso, si en algún momento alguien quisiese sugerir alguna medida en provecho del estudiantado, como lo ha hecho la Universidad de Sevilla, los medios de comunicación se encargarán de desprestigiarla. Porque las críticas se orientan tan sólo en contra del segmento social dominado: los estudiantes son ineptos, lo quieren todo, abusan de sus padres, del dinero que les da el estado, en fin. Salen malos profesionales porque son alumnos porros, porque sus profesores no han cumplido con requisitos de docencia o porque se trata de maestros mal preparados. Pero ¿quién elige a los profesores? ¿Quién hace los planes de estudios? ¿Quién establece las condiciones para obtener los títulos? ¿Los propios profesores? ¿Los alumnos? ¿Sus padres o apoderados?
Personalmente, jamás he visto una crítica dirigida en contra los jefes de estado y de los hombres de negocios que, por razones de haber contribuido a abrir ciertos centros de estudios superiores o a elevarlos de categoría, son agraciados por éstos con el título de ‘Doctor Honoris Causa’, y habilitados para dictar cátedra sobre cualquier materia, sin haber pasado jamás por las aulas universitarias. Así, se da el contrasentido que una celebridad puede ser ‘profesional’ sin serlo, y ser considerado como tal; pero si lo pretende hacer una persona corriente, tal osadía reviste el carácter de delito.
¿Existe alguna denuncia ante la opinión pública en contra de las Universidades que, presionadas por la situación económica, han debido pedir dinero a ciertas organizaciones que les han exigido como contraprestación la creación de Facultades de Ciencias Ocultas o la incorporación a los ‘masters’ o ‘doctorados’ de ciertas disciplinas no solamente no reconocidas como tales sino abiertamente anticientíficas? ¿O de los convenios que se celebran con otros países para realizar ‘masters’ que jamás se llevan a cabo como tales y, sin embargo, dan la posibilidad de hacer acreedor a un certificado a quien los toma y rinden buenos dividendos?
El abandono de experiencias notables
No deja de ser interesante la experiencia de otras naciones en las que el examen, las pruebas periódicas y las tareas asignadas al alumno para ser revisadas al día siguiente (‘tareas para la casa’) son considerados, en los primeros años de escuela, actos inútiles. No se justifican en niños que no han cumplido aún los 10 años, que deben volver a casa no para seguir con la tortura de la escuela, sino para jugar y compartir con sus padres. En los cursos superiores, el aprendizaje de una buena metodología, el trabajo de investigación y la formulación y exposición de tesis bien fundamentadas, aunque no compartidas por el magisterio, deberían conducir a la formación de personas más independientes y creativas.
Quien escribe estas líneas fue alumno de una de las Universidades más libres de América, la Universidad de Concepción. Dicho plantel no era una excepción. Lo que allí sucedía, también comenzaba a suceder en otros lugares del país. Eran tiempos en que los estudiantes no pagaban sus estudios, participaban en la elección de sus rectores y vicerrectores, en la selección de sus maestros, en la confección de los planes de estudio, en la vida social del país. Grandes manifestaciones, como la de París en 1968, abrieron las puertas a las grandes reformas estudiantiles.
Por eso, es lamentable lo sucedido en Sevilla. Es lamentable porque, por una parte, demuestra la enorme fuerza que posee la ideología imperante, obstáculo a menudo insalvable para cualquier intento de innovar en beneficio de la formación de un ser humano más integral; lamentable, por lo demás, pues se da en España, nación que se caracterizó en los siglos anteriores por su extrema condescendencia en materia de reconocer los derechos estudiantiles, de lo que dan cuenta sus propios escritores en obras tales como ‘El estudiante de Salamanca’. En la España de la Edad Media, los alumnos tenían el derecho de elegir a sus profesores. Francisco de Vitoria, el ilustre fundador del Derecho Internacional, como tantas veces lo hemos repetido en nuestros artículos, fue elegido en el carácter de profesor, año a año, por sus alumnos, hasta el momento de su muerte, acaecida en 1546. Enfermo ya, e incapacitado para moverse por sus propios medios, era llevado en parihuelas por los estudiantes a las aulas de la Universidad de Salamanca para que pudiese impartir sus clases, en un ejemplo digno de ser imitado. Eso, sin embargo, no ha ocurrido. Los buenos ejemplos jamás se imitan. Por el contrario, el avance prodigioso de las fuerzas del mercado, la extrema verticalidad de una sociedad cada vez más jerarquizada y autoritaria ha sustituido las formas cordiales del cogobierno estudiantil.
Un posible comienzo para una reforma educacional
En todo proceso social actúan sujetos, individuos que, por eso, son denominados ‘actores’; no ocurre de manera diferente en el proceso educativo donde es posible distinguir actores que son principales y secundarios. Tienen ese primer carácter el profesor o maestro y el alumno o aprendiz porque son imprescindibles: no hay proceso educativo sin profesor y alumno. No hay educación sin profesor y alumno. El segundo grupo está constituido por los padres o apoderados y el estado, que sí son prescindibles y, paradojalmente, determinan el rumbo de la educación. Porque cuando el proceso educativo afecta a toda una sociedad, los actores principales son sobrepasados por los actores secundarios: los padres o apoderados ceden su representatividad al estado quien, actuando en nombre de la comunidad, decide por sí y ante sí el carácter de la educación nacional, es decir, si ésta va a ser pública o privada, si será pagada o gratuita, si será impartida por maestros autorizados o por otro tipo de personas, las materias que han de ser incluidas, el tiempo que durará el proceso de aprendizaje, el tipo de especialidades que se ofrecerá y el tipo de establecimientos que impartirá la enseñanza. La previa exclusión de los actores sociales, la exclusividad que recaba para sí el estado en cuanto a decidir sobre el rumbo de la educación, explica por qué la generalidad de las reformas educacionales resulta tan extraña a la comunidad que se siente ajena a esos trajines.
Por lo mismo, toda reforma educacional, para ser tal, debe comenzar por considerar a los verdaderos actores del proceso educativo que son alumnos, profesores, apoderados y estado; una reforma al sistema educacional debe, necesariamente, incorporar a tales elementos al estudio de los nuevos principios que han de regir. Ninguno de ellos ha de ser considerado elemento pasivo; ninguno de ellos es ‘objeto’ inerte, un elemento ‘cosificado’, sino se trata de sujetos pensantes y actuantes, seres humanos que tienen mucho que decir. Abogamos, por consiguiente, por una sociedad cuyas escuelas, universidades y centros de estudios superiores se encuentren organizadas, dirigidas y controladas por conjuntos sociales representativos de la comunidad, integrados por padres y apoderados, alumnos y profesores en forma paritaria, y representantes de la autoridad o gobierno nacional o local. Abogamos por escuelas donde la enseñanza impartida obedezca a una necesidad social que represente el interés de la colectividad y no el de grupos minoritarios convocados para hacer sólo negocios del arte y de la ciencia o para sostener la vigencia de una sociedad cuyos valores son, precisamente, los derivados del mercado y del dinero.
Santiago, febrero de 2010
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