Parte del balance que pueda hacerse de la reunión de presidentes sudamericanos en Bariloche depende de la ponderación de las variables en juego. Particularmente de dos de ellas, mutuamente contradictorias: el potencial valor de la continuidad institucional de esta convergencia embrionaria, por un lado, y las amenazas y peligros para el conjunto sudamericano y su capacidad de neutralizarlos, por otro.
El prometedor bautismo de la Unión de Naciones suramericanas (UNASUR) ante la amenaza golpista y secesionista en Bolivia fue la resultante de un cambio muy significativo de correlación de fuerzas en la región, producto de movilizaciones y luchas que comenzaron a transformar el mapa ideológico y a permitir el despegue paulatino, con diversos énfasis y matices en cada país, de la hegemonía neoliberal, siempre a través de procesos electorales. Sin estas transformaciones, la UNASUR hubiera resultado imposible.
Desde una perspectiva histórica, es decir, morigerando nuestras justificables prisas cotidianas, en algo más de treinta años asistimos a un vuelco significativo. De la unidad genocida sudamericana vertebrada por el Plan Cóndor en el extremo sur, consentido y alentado por el resto, se dio paso a su derrota y condena, no sin ciertos resquebrajamientos intestinos motivados por aventuras bélicas y amenazas de enfrentamientos. Restituidos el orden constitucional y ciertas libertades básicas en toda la región, se consolidaron con ellas las más voraces y precarizantes políticas del despotismo del capital y la penetración transnacional globalizadora dejando un tendal de víctimas sociales. Algo así como un nuevo genocidio anónimo y silencioso. También se consagró la impunidad de los criminales y la consecuente restricción a la plena vigencia constitucional, particularmente en lo que respecta al elemental principio burgués de igualdad ante la ley. Esta última etapa, inversamente, está signada por los intentos de desarticulación de estas dos grandes palancas del padecimiento social: la económico-social y la (anti)democrática y (anti)constitucional.
Sin embargo, una vez reconocido que la existencia de la UNASUR es producto de los cambios en curso, surge inevitablemente la necesidad de institucionalizarlos, como con cualquier conquista social a fin de preservarlos. He tenido oportunidad de referirme en este espacio a las preocupantes perspectivas de recomposición de las derechas en varios países del hemisferio y más recientemente Constanza Moreira lo retomó en contratapa con particular detalle. Esto lo hace más imperioso aún, ya que la suerte de una estrategia regional no puede estar atada a las convergencias coyunturales. Su continuidad o desaparición depende mucho más de su institucionalización que de la suerte electoral que las diversas variantes progresistas puedan correr en cada país. En otros términos, esta posible continuidad podrá resultar valorable y defendible, siempre que constituya al menos una barrera de contención, clara y formalmente instituida, contra la restauración de cualquiera de las formas históricas que adquirió la barbarie neoliberal, el crimen y la impunidad sobre el final del siglo XX. No pretendo soslayar el hecho de que las emergencias más progresistas están dando paso a nuevos y más claros lenguajes diplomáticos, no tan eufemísticos, no tan alambicados y con menores fintas. Pero este paso simbólico es reflejo de la particular situación de cada país y se verá afectado en diversa medida según las variaciones futuras de cada uno. Mucho más que buenos discursos, deberían esperarse acciones político-diplomáticas concretas para contrarrestar o al menos resistir los posibles riesgos.
Ahora bien, no cabe duda que la instalación de más bases militares no es una cuestión menor, ni mucho menos ajena a la larga secuencia histórica de agresiones. Tampoco está desvinculada del pasado mediato e inmediato al que aludimos desde el terrorismo de estado hasta esta parte, sino que es algo así como su expresión material y simbólica rediviva. Menos aún lo es el golpe de estado en Honduras cuyo análisis y condena fueron inexplicablemente omitidos en la reunión aunque se trate de un país externo al bloque, también militarmente “ocupado” por los norteamericanos. Estados Unidos fue la potencia más hostil y criminal para con América del Sur y Latinoamérica en general desde la descolonización hasta nuestro días. Sus bases no pueden ser sino una gravísima amenaza, que complementa la reaparición de la IV flota. Y no parece entonces que la UNASUR haya alcanzado el nivel de estructuración como para contenerla y rechazarla.
Según el muy reciente “global en route strategy”, que fue mencionado en la reunión de Bariloche como “libro blanco” publicado por el Air Mobility Command (AMC), América del Sur está siendo incluida en la llamada estrategia de ruta global con dos objetivos: el primero será alcanzar el compromiso regional y el segundo asistir con la movilidad en el camino hacia África. Esto quiere decir puntualmente estar en condiciones operativas de tener un rápido movimiento de personal, de transporte en gran escala de materiales y fuerzas militares hacia o desde un teatro de operaciones o hacia áreas de interés por rutas aéreas, marítimas y terrestres.
Precisamente resulta indispensable avanzar en un proceso de institucionalización preciso y delimitante de algunas de las políticas nacionales, porque más allá de la estrategia norteamericana, siempre podrá encontrarse en el interior de un bloque regional un caballo de Troya como Uribe o un vigía nocturno que dé la señal de desembarco, como Alan García. El hecho consumado de las bases desnuda una debilidad importante en la UNASUR que obliga a trabajar por su superación institucional en el futuro si se propusiera sobrevivir. Probablemente quién mejor expuso esta limitación y la distancia entre el discurso y la acción fue el Presidente Evo Morales, quien formuló: "si nadie quiere una base militar por qué no podemos firmar acá un documento que (indique que) los presidentes de Sudamérica no aceptan ninguna base militar extranjera".
Poco importan aquí las justificaciones con las que enfrentarán a sus sociedades por su ambivalencia los dos defensores de la instalación de las bases. Uribe y Alan García se integran al bloque -que hasta comienza a organizar un consejo de defensa regional- y por otro desarrollan una política dependiente y sometida a los Estados Unidos.
Tan distante por igual de las caracterizaciones tragicómicas como la de capitulación, cuanto de la necesidad de unidad a cualquier precio, el más débil argumento expuesto en la cumbre resultó el de la libertad. Sin duda cada miembro debe gozar de absoluta libertad de expresión, de organización política autónoma, de asociación respecto de toda otra cuestión (política, económica, social, cultural, comunicacional, inclusive militar) que no concierna al bloque directamente o no lo ponga en peligro. Tampoco debería estar obligado a defender públicamente las resoluciones y/o declaraciones públicas que apruebe si estuviera en disidencia. Pero permitir la instalación del principal enemigo de la región en el propio interior, poniendo en riesgo no sólo la seguridad de Colombia sino de toda América del Sur, está más cerca de una declaración de guerra que del ejercicio de la libertad y la autonomía. Si la UNASUR no puede instituir prohibiciones precisas a la penetración militar externa, difícilmente logre cumplir algún rol significativo para la contención de los padecimientos de sus sociedades.
Siendo muy reacio a la firma de solicitadas o documentos colectivos, sumé mi firma a la iniciativa de mi amigo Heinz Dieterich en una carta abierta a los presidentes en días previos a la reunión de Bariloche. Entre otros puntos dedicados a Honduras la carta solicitaba a los mandatarios medidas ejecutivas puntuales de las que extracto tres que estimo siguen siendo indispensables.
1) Advertir al Presidente Uribe y a su gobierno, sobre la unilateral suspensión colectiva de las relaciones diplomáticas y económicas por parte de todos los países miembros de UNASUR (…) al contrariar el espíritu del Tratado Constitutivo de UNASUR, los principios del Consejo de Defensa Suramericano, y por constituirse en una ofensa a la soberanía latinoamericana y en una amenaza a toda la región.
2) Suspender la participación del gobierno de Colombia en el Consejo de Defensa Suramericano mientras persista la permanencia de unidades militares privadas u oficiales de EEUU en su territorio.
3) Solicitar una reunión urgente al Presidente Barack Obama, para tratar directamente el tema de la presencia militar de su gobierno y de corporaciones militares privadas de los EEUU en Colombia, y analizar mecanismos conjuntos para lograr una solución pacífica y negociada del conflicto armado en Colombia.
La gravedad de estos hechos no admiten aquiescencia. La apelación por tanto a la libertad y la autonomía no es sino un recurso ideológico que encubre un neutralismo antilibertario, no exento de rasgos suicidas, como los que supone la libertad de guerra.
– El autor es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@mail.fsoc.uba.ar
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