Nuestro idioma es mejor porque se entiende
por Jorge Majfud (EE.UU)
16 años atrás 7 min lectura
En Francia continúa y se profundiza la discusión y el rechazo al uso de la nicáb en las mujeres musulmanas. Quienes proponen legislar para prohibir el uso de este atuendo exótico y de poco valor estético para nosotros, van desde los tradicionales políticos de la extrema derecha europea hasta la nueva izquierda, como es el caso del alcalde comunista de Lyon. Los argumentos no son tan diversos. Casi siempre insisten sobre los derechos de las mujeres y, sobre todo, la “defensa de nuestros valores” occidentales. El mismo presidente francés, Nicolás Sarkozy, dijo que “la burka no es bienvenida al territorio de la Republica Francesa”. Consecuente, el estado francés le negó la ciudadanía a una mujer marrueca por usar velo. Faiza Silmi es una inmigrante casada con un ciudadano francés y madre de dos niños franceses.
Para el ombligo del mundo, las mujeres medio vestidas de Occidente son más libres que las mujeres demasiado vestidas de Medio Oriente y más libres que las mujeres demasiado desnudas de África. No se aplica el axioma matemático de transitividad. Si la mujer es blanca y toma sol desnuda en el Sena es una mujer liberada. Si es negra y hace lo mismo en un arrollo sin nombre, es una mujer oprimida. Es el anacrónico axioma de que “nuestra lengua es mejor porque se entiende”. Lo que en materia de vestidos equivale a decir que las robóticas modelos que desfilan en las pasarelas son el súmmum de la liberación y el buen gusto.
Probablemente los países africanos, como suele ocurrir, sigan el ejemplo de la Europa vanguardista y comiencen a legislar más estrictamente sobre las costumbres ajenas en sus países. Así, las francesas y las americanas que ejerzan su derecho humano de residir en cualquier parte del mundo deberán despojarse de sus sutiens y de cualquier atuendo que impida ver sus senos, tal como es la costumbre y son los valores de muchas tribus africanas con las que he convivido.
Todas las sociedades tienen leyes que regulan el pudor según sus propias costumbres. El problema radica en el grado de imposición. Más si en nombre de la libertad de una sociedad abierta se impone la uniformidad negando una verdadera diferencia, quitando a unos el derecho que gozan otros.
Si vamos a prohibir el velo en una mujer, que además es parte de su propia cultura, ¿por qué no prohibir los kimonos japoneses, los sombreros tejanos, los labios pintados, los piercing, los tatuajes con cruces y calaveras de todo tipo? ¿Por qué no prohibir los atuendos que usan las monjas católicas y que bien pueden ser considerados un símbolo de la opresión femenina? Ninguna monja puede salir de su estado de obediencia para convertirse en sacerdote, obispo o Papa, lo cual para la ley de un estado secular es una abierta discriminación sexual. La iglesia Católica, como cualquier otra secta o religión, tiene derecho a organizar su institución como mejor le parezca, pero como nuestras sociedades no son teocracias, ninguna religión puede imponer sus reglas al resto de la sociedad ni tener privilegios sobre alguna otra. Razón por la cual no podemos prohibir a ninguna monja el uso de sus hábitos, aunque nos recuerden al chador persa.
Al señor Sarkozy no se le ocurre pensar que imponer a una mujer quitarse el velo en público puede equivaler a la misma violencia moral que sufriría su propia esposa siendo obligada a quitarse los sutiens para recibir al presidente de Mozambique.
En algunas regiones de algunos países islámicos —no en la mayoría, donde las mujeres extranjeras se pasean con sus pantalones cortos más seguras que por un barrio de Filadelfia o de San Pablo— la nicáb es obligatoria como para nosotros usar pantalones. Como individuo puedo decir que me parece una de las peores vestimentas y como humanista puedo rechazarla cuando se trata de una imposición contra la voluntad explícita de quien lo usa. Pero no puedo legislar contra un derecho ajeno en nombre de mis propias costumbres. ¿En qué suprime mis derechos y mi libertad que mi vecina se haya casado con otra mujer o que salga a la calle ataviada de pies a cabezas o que se tiña el pelo de verde? Si en nombre de la moral, de los valores de la libertad y del derecho voy a promover leyes que obliguen a mi vecina a vestirse como mi esposa o le voy a negar derechos civiles que gozo yo, el enfermo soy yo, no ella.
Esta intolerancia es común en nuestras sociedades que han promovido los Derechos Humanos pero también han inventado los más crueles instrumentos de tortura contra brujas, científicos o disidentes; que han producido campos de exterminio y que no han tenido limites en su obsesión proselitista y colonialista, siempre en nombre de la buena moral y de la salvación de la civilización.
Pero las paradojas son una constante natural en la historia. La antigua tradición islámica de relativa tolerancia hacia el trabajo intelectual, la diversidad cultural y religiosa, con el paso de los siglos se convirtió, en muchos países, en una cultura cerrada, machista y relativamente intolerante. Los Estados Unidos, que nacen como una revolución laica, iluminista y progresista, con el paso del tiempo se convirtieron en un imperio conservador y enfermo de una ideología mesiánica. Francia, la cuna del iluminismo, de las revoluciones políticas y sociales, en los últimos tiempos comienza a mostrar todos los rasgos de sociedades cerradas e intolerantes.
El miedo al otro hace que nos parezcamos al otro que nos teme. Las sociedades españolas o castellanas lucharon durante siglos contra los otros españoles, moros y judíos. En el último milenio y antes de las olas migratorias del siglo XX, no había en Europa una sociedad mas islamizada ni con un sentimiento más antiislámico que en España.
En casi todos los casos, estos cambios han resultado de la interacción de un supuesto enemigo político, ideológico o religioso. Un enemigo muchas veces conveniente. En nuestro tiempo es la inmigración de los pueblos negros, una especie de modesta devolución cultural a los abrasivos imperios blancos del pasado.
Pero resulta que ahora una parte importante de esta sociedad, como en Estados Unidos y en otros países llamados desarrollados, nos dicen y nos practican que “nuestros valores” radican en suprimir los principios de igualdad, libertad, diversidad y tolerancia para mantener una apariencia occidental en la forma de vestir de las mujeres. Con esto, solo nos estamos demostrando que cada vez nos parecemos más a las sociedades cerradas que criticamos en algunos países islámicos. Justo cuando se ponen a prueba nuestros valores sobre la real tolerancia a la diversidad, se concluye que esos valores son una amenaza para nuestros valores.
El dilema, si hay uno, no es Oriente contra Occidente sino el humanismo progresista contra el sectarismo conservador, la sociedad abierta contra la sociedad cerrada.
Los valores de Occidente como los de Oriente son admirables y despreciables. Es parte de una mentalidad medieval trazar una línea divisoria —“o están con nosotros o están contra nosotros”— y olvidar que cada civilización, cada cultura es el resultado de cientos y miles de años de mutua colaboración. Consideremos cualquier disciplina, como las matemáticas, la filosofía, la medicina o la religión, para comprender que cada uno de nosotros somos el resultado de esa infinita diversidad que no inventaron los posmodernos.
Nada bueno puede nacer de la esquizofrenia de una sociedad cerrada. La principal amenaza a “nuestros valores” somos nosotros mismos. Si criticamos algunas costumbres, algunas sociedades porque son cerradas, no tiene ningún sentido defender la apertura con una cerradura, defender nuestros valores con sus valores, pretender conservar “nuestra forma de ser” copiando lo peor de ellos.
Ahora, si vamos a prohibir malas costumbres, ¿por qué mejor no comenzamos prohibiendo las guerras y las invasiones que solo en el último siglo han sido una especialidad de “nuestros gobiernos” en defensa de “nuestros valores” y que han dejado países destruidos, pueblos y culturas destrozadas y millones y millones y millones de oprimidos y masacrados?
– El autor es académico uruguayo en una universidad de EE.UU.
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