El paradigma civilizatorio globalizado, asentado sobre la guerra contra Gaia y contra la naturaleza, está llevando a todo el sistema de vida a un gran impasse. Hay señales inequívocas de que la Tierra no aguanta más esta sistemática explotación de sus recursos y la ofensa continuada a la dignidad de sus hijos e hijas, los seres humanos, excluidos y condenados por millones a morir de hambre. Pero tenemos que ser conscientes de que esta guerra no la vamos a ganar nosotros sino Gaia. Como observaba Eric Hobsbawm en la última página de su conocido libro La era de los extremos o Historia del siglo XX (1994): «El futuro no puede ser la continuación del pasado; nuestro mundo corre el riesgo de explosión e implosión; tiene que cambiar; la alternativa a un cambio de la sociedad es la oscuridad».
¿Cómo evitar esta oscuridad que puede significar la derrota de nuestro tipo de civilización y eventualmente el Armagedón de la especie humana? Es imperioso que recordemos otras civilizaciones que pueden inspirarnos sabiduría ecológica. Hay muchas. Escojo la civilización maya, por el simple hecho de que en el mes de marzo de este año tuve la oportunidad de visitar durante 20 días las regiones de América Central habitadas todavía hoy por los supervivientes de aquel extraordinario ensayo civilizatorio, y de dialogar largamente con sus sabios, sacerdotes y chamanes. De aquella riqueza inmensa quiero resaltar sólo dos puntos centrales que son grandes ausencias en nuestro modo de habitar el mundo: la cosmovisión armónica con todos los seres y su fascinante antropología centrada en el corazón.
La sabiduría maya viene de la más remota ancestralidad y se ha conservado trasmitiéndola de padres a hijos. Como no pasaron por la circuncisión de la cultura moderna, guardan con fidelidad las antiguas tradiciones y las enseñanzas, consignadas también en escritos como el Popol-Vuh y los Libros de Chilam Balam. La intuición básica de su cosmovisión se aproxima mucho a la de la moderna cosmología y física cuántica. El universo está construido y mantenido por energías cósmicas, por el Creador y Formador de todo. Lo que existe en la naturaleza nació del encuentro de amor entre el Corazón del Cielo y el Corazón de la Tierra. La Madre Tierra es un ser vivo que vibra, siente, intuye, trabaja, engendra y alimenta a todos sus hijos e hijas. La dualidad de base entre formación y desintegración (nosotros diríamos entre caos y cosmos) confiere dinamismo a todo el proceso universal. El bienestar humano consiste en estar permanentemente sincronizado con este proceso y cultivar un profundo respeto delante de cada ser. Entonces él se siente parte consustancial de la Madre Tierra y disfruta de toda su belleza y protección. La propia muerte no es enemiga: es un envolverse más radicalmente con el Universo.
Los seres humanos son vistos como «los hijos e hijas esclarecidos, los averiguadores y buscadores de la existencia». Para llegar a su plenitud el ser humano pasa por tres etapas, verdadero proceso de individuación. Puede ser «persona de barro»: puede hablar, pero no tiene consistencia, pues frente a las aguas se disuelve. Se desarrolla más y puede pasar a ser «persona de madera»: tiene entendimiento, pero no alma que siente, porque es rígido e insensible. Por fin, alcanza la fase de «persona de maíz»: «conoce lo que está cerca y lo que está lejos», pero su característica es tener corazón. Por eso «siente perfectamente, percibe el Universo, la Fuente de la vida» y late al ritmo del Corazón del Cielo y del Corazón de la Tierra.
La esencia del ser humano está en el corazón, en aquello que venimos diciendo desde hace años, en la razón primordial y en la inteligencia sensible. Dándoles centralidad, lo cual se manifiesta en el cuidado y el respeto, es como podemos salvarnos.
2008-05-30
* Fuente: Servicios Koinonia
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