Balmaceda, el suicida que se niega a morir
por Rafael L Gumucio Rivas (Chile)
17 años atrás 8 min lectura
La herencia política de Balmaceda
Emilio Durkheim desarrolla el concepto del suicidio altruista: aquella persona que se quita la vida por altos ideales colectivos; a esta categoría pertenecen José Manuel Balmaceda y Salvador Allende. El 18 de septiembre de 1891, al amanecer, cuando terminaba su mandato, Balmaceda decidió poner fin a su existencia. En la calle, los dueños de hacienda, los banqueros, la mayoría de los curas, los radicales, masones y agnósticos, las mujeres y de la mayoría de los dirigentes de los partidos políticos celebraban el triunfo de Concón y Placilla. El caso de Balmaceda es paradigmático: ha sido visto de distintas maneras por sus contemporáneos y por los políticos del siglo XX. Odiado y, a la vez amado en vida, era “el bailarín, el champudo y un ser insinuante y traidor”. Para Julio Zegers, su ex amigo, Balamaceda era una veleta al viento, que podía hacer el bien o provocar tormentas; para el poeta nicaragüense, Rubén Darío, era algo así como El Rey Lear chileno; para el conservador Carlos Walker, era un ser enigmático, romántico e inestable. Pocos presidentes lograron unir a radicales y conservadores en un mismo odio a quien acusaban de dictador.
Nada más falso que la visión de un Chile sin conflictos, durante el siglo XIX: tuvimos dictaduras, varias guerras civiles, luchas religiosas y violentas intervenciones electorales. La guerra civil de 1891 fue el episodio más cruento de estas luchas entre distintas fracciones de la oligarquía; se contaron más de diez mil muertos, un número indeterminado de prisioneros y exiliados; el saqueo de Santiago sólo puede ser comparado con el brutal 11 de septiembre de 1973. Esta catástrofe terminó en una falsa libertad electoral, en que el cohecho reemplazó a la intervención del presidente de la república en la formación del parlamento. El llamado parlamentarismo no fue más que un régimen de asamblea, plutocrático y partidocrático. Como siempre ocurre con los héroes idealistas, el partido que pretendía seguir sus ideales, el liberal democrático, se transformó en una agencia de empleos y un conglomerado de especuladores; por desgracia, algo similar ocurre con los actuales socialistas de Allende.
Apenas terminada la guerra civil comenzó la imagen mítica de Balmaceda: los obreros, que no lo habían acompañado en la guerra, lo convirtieron en una “animita” y lo veneraban junto a la Virgen del Carmen; sus enemigos, uno a uno terminó encontrándole la razón: Enrique MacIver, aquel líder radical que censuró el ministerio de Sanfuentes, habló, en 1900, de la crisis moral de la república, producto del caramelo envenenado del salitre; Luis Emilio Recabarren, que de niño había sido opositor a Balmaceda, terminó admirándolo y reconociéndolo como un consecuente defensor de las riquezas nacionales; Arturo Alessandri, de distribuidor de panfletos contra Balmaceda, terminó copiando las ideas centrales de la Constitución, redactada por le ministro Julio Bañados Espinoza – una rígida separación de poderes, la eliminación de las leyes periódicas, los ministros como secretarios de Estado y el parlamento reducido a sus facultades fiscalizadoras, es decir, las acusaciones constitucionales -; Carlos Ibáñez del Campo, el conductor del Chile nuevo antioligárquico, recibió del hijo de Balmaceda, Enrique, la banda presidencial, destinada a quien siguiera los ideales del presidente mártir; Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende, cada uno a su manera, pretendieron continuar la obra patriótica de Balmaceda.
El Balmaceda de los historiadores
Leopold Von Ranke sostenía que el historiador debe atenerse a los hechos y dar cuenta de ellos lo más fidedignamente posible, libre de toda subjetividad. Personalmente creo que esta ascesis es prácticamente imposible: siempre influye el presente para juzgar el pasado y es muy difícil que la pasión no influya en el cronista. Para los panegiristas del período parlamentario, como Julio Heise y Manuel Rivas Vicuña, Balmaceda fue un dictador y la legitimidad residía en los grupos parlamentarios. Para los historiadores conservadores nacionalistas, con ribetes autoritarios, entre ellos Alberto Edwards y Francisco Antonio Encina, Balmaceda es el último gobernante del Estado en forma portaliano y le sucede la bacanal parlamentaria de la república veneciana que, para estos historiadores es un conflicto de hegemonía entre la autoridad autoritaria del presidente y el congreso, que utiliza el poderoso freno y contrapeso de la denegación de aprobar las leyes periódicas.
Balmaceda y Thomas North
Basándose en las cartas del profesor Alejandro Venegas dirigidas a Pedro Montt, en 1909, el historiador Hernán Ramírez Necochea desarrolló, en la década del 50, la tesis de la influencia del dinero corruptor de North en los líderes políticos de la oposición a Balmaceda. Sobre la base de una rica fundamentación documental, Ramírez prueba que Julio Zegers, Carlos y Joaquín Walker, Enrique y David MacIver, además de abogados de North, recibieron enormes sumas de dinero para repartir entre congresistas y periodistas. Para nuestro historiador, Balmaceda fue un presidente nacionalista y creativo, que principalmente por el apogeo de las obras públicas, sentó las bases para el Chile moderno; sus opositores eran banqueros y latifundistas, primordialmente, que se aprovecharon de la depreciación de la moneda chilena – que había perdido su equivalencia con el oro – para enriquecerse por medio de la inflación y créditos en papeles sin mayor valor respecto a la Libra.
El historiador británico Harold Blakemore, en su libro Gobierno chileno y salitre inglés 1886-1896: Balamaceda y North, intenta refutar la tesis de Ramírez sosteniendo que el monopolio del salitre, que detentaba North, era disputado por varias empresas inglesas, entre ellas la famosa Casa Gibs, cuyo abogado era Eulogio Altamirano, líder de la oposición; para Blakemore, el centro de la política de Balmaceda lo constituía las obras públicas y, para poder llevarlas a cabo, era imprescindible el impuesto del salitre, razón por la cual atacaba el monopolio inglés, en las provincias salitreras.
North es el prototipo del especulador británico de fines del siglo XIX: tenía una inmensa capacidad mediática – si se quiere comparar con un personaje actual, se podría identificar con Sebastián Piñera – además, poseía la cualidad de comprar barato y vender caro, primer mandamiento de la biblia financiera. Es completamente falso, como lo decían sus biógrafos pagados por él, que tenía origen humilde; vino a hacerse “la América” como ingeniero de una empresa británica y, en el transcurso de sus aventuras, conoció a otro británico, Robert Harvey que, a la sazón era el encargado, por el gobierno chileno, de las oficinas salitreras, con quien entabló amistad e hizo negocios. Por consejo de Harvey, North compró bonos del gobierno peruano que, en esos tiempos, estaban devaluados en un 80%, es decir, eran sólo papel. North, que pretendía ser un profeta de los negocios, sostiene que previó antes de tiempo el triunfo de Chile en la guerra del nitrato; además, aseguró que el gobierno chileno iba a reconocer los bonos que, seguramente, triplicarían su valor de compra. Demás está decir que estos dones de previsión financiera, por parte de North, eran amplificados por sus biógrafos; no faltó el periodista que dijo que el famoso coronel británico era capaz de convertir un carro de frutas en una gran empresa.
El gobierno de Domingo Santamaría decidió reconocer los bonos, en manos de los particulares, vendidos por el Perú. Se sabe que Harvey compró bonos a 5.000 Libras y los vendió a 50.000. Lo que le interesaba a Santamaría era el impuesto Fob a cada quintal de salitre que saliera por puerto chileno; este tributo equivalía a un 30% por quintal – y no el actual magro 3% en el caso del cobre -.
Como se sabe, todas las comodities suben y bajan de precio. Los empresarios salitreros británicos formaban combinaciones de empresas salitreras para reducir la producción cuando el precio del salitre estaba bajo en la bolsa de Londres. Esta práctica monopólica perjudicaba, por cierto, los intereses del gobierno chileno, pues recibía menos impuestos, de ahí antipatía naciente, por parte de ciertos sectores, al imperialismo inglés. North, que era muy hábil, sabía manejar muy bien la sicología de los inversionistas, en estos períodos de volatilidad en los precios del salitre. Cuando murió, como consecuencia de un infarto al miocardio, se descubrió que North tenía muy pocas acciones de las oficinas salitreras, pues les había reinvertido en empresas, en Bélgica, y en las carboníferas, al sur de Chile; North se había adelantado a la famosa globalización de los mercados.
Hasta hoy, se discute sobre el resultado de la riqueza del salitre en el Chile moderno. Los historiadores antiparlamentaristas sostienen que constituyó un despilfarro oligárquico y plutocrático, sin embargo, Alfredo Jocelyn-Holt, seguramente basado en últimas investigaciones, afirma que esta bonanza del salitre sirvió para construir el Chile moderno – como debiera hacerlo el cobre-. Nuevamente, los grandes temas de la era Balmaceda reviven en la política chilena. ¿Cómo buscar un sistema de equilibrio de poderes que no sea el presidencialismo monárquico y autoritario, ni tampoco el régimen de asamblea plutocrático y partidocrático? ¿Cómo utilizar la riqueza que proviene del precio del cobre para generar un nuevo contrato social?
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