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Esclavos del teléfono celular

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Que la especie humana es inteligente y realiza cosas maravillosas que no puede lograr ninguna de las 50 mil millones que han existido desde el origen de la vida en este planeta, está fuera de discusión. Pero eso no quita que, en muchos aspectos, permanezca muy cerca de sus antepasados de la escala zoológica. Al igual que sus parientes no tan lejanos los insectos voladores, la fascinación por la imagen deslumbrante que sigue habiendo en los humanos es evidente. Las “luces de colores” atrapan, al igual que el bombillo eléctrico lo hace con cualquier insecto volador. Para prueba evidente: los teléfonos celulares.

¿Qué tiene esta nueva tecnología de las comunicaciones que cautivó de una manera tan masiva a tanta población? ¿Por qué no para de crecer su auge?

Pocas cosas ha habido desde el surgimiento del capitalismo generadas por la industria moderna que se impusieran con tanta fuerza como los teléfonos celulares. Quizá el automóvil tuvo durante la primera mitad del siglo XX similar impacto; otros bienes industriales, si bien muy valorados por la población y ampliamente consumidos (los electrodomésticos, la televisión, la computadora personal) no alcanzan el sitial preferencial de esta telefonía.

Incluso los primeros teléfonos aparecidos un siglo atrás de la mano de Graham Bell, aunque cambiaron el curso de la historia de las comunicaciones, nunca llegaron a gozar del prestigio de los teléfonos móviles. Nadie se enorgullece ni pavonea tanto con productos del ingenio humano como sucede con estos aparatos. ¿Alguien presume de su licuadora o del modelo de ascensor que hay en su edificio? ¿Quién se ufana por los semáforos que dispone la ciudad donde habita, o por el tipo de ortodoncia que le colocaron a su hijo? Ninguno de estos productos de la creatividad humana deja de ser importante, pero nadie se envanecerá hablando de ellos. Sólo con el teléfono celular aflora tanta estulticia superficial en la modalidad de engreimiento fanfarrón. ¿Por qué?

Desde su aparición masiva en el mercado en el año 1984 a la fecha, en apenas dos décadas no dejaron nunca de ser una sensación. Año a año cambian sus modelos, sus características técnicas, las posibilidades que ofrecen, manteniéndose siempre el mismo nivel de fascinación por parte del público usuario. Desde los primeros aparatos que pesaban cerca de un kilo a los actuales, más compactos y con mayores prestaciones de servicio, ultralivianos y con diseños crecientemente atractivos, ha habido cambios notorios. El desarrollo de baterías más pequeñas y de mayor duración, pantallas más nítidas y de colores, la incorporación de programas más amigables, van haciendo del teléfono celular un elemento cada vez más apreciado en la vida contemporánea. Hoy día, ya como cosa que no sorprende, estos aparatos incorporan funciones que no hace mucho parecían de película de ciencia ficción, como despertador, juegos, reproducción de música MP3, correo electrónico, navegación en Internet, mensajes de texto, agenda electrónica PDA, fotografía digital, televisión digital, herramienta para realización de pagos, localizador e identificador de personas. Las posibilidades parecieran infinitas.

Lo importante a remarcar es que, desde su surgimiento como mercadería masiva, tocaron las fibras más íntimas de la población. Años atrás, en el momento de su aparición, eran comparativamente mucho más caros que en la actualidad; hoy día se masificaron de una manera monumental. Y si bien hay para todos los precios, nunca, en ninguna de su variadísima gama, dejaron de tener un atractivo singular.

De la década de los 80 son famosos los ejemplos de gente que se paseaba con un celular plástico, de juguete, remedando uno auténtico, simplemente para aparentar que disponía este nuevo fetiche, este nuevo dios-símbolo del consumismo de los peores años del neoliberalismo descarnado. En este momento, ya entrado el siglo XXI, sin que sean baratos pero habiéndose popularizado mucho más, hay ya más de 1.000 millones de teléfonos celulares en todo el mundo, es decir más celulares que teléfonos fijos. Su uso crece día a día: para graficarlo rápidamente, en Japón, por ejemplo, es más la población que accede a internet por celular que mediante computadores personales tradicionales. Y en los países del Tercer Mundo hay gente que deja de pagar servicios básicos pero no renuncia a un teléfono móvil.

No hay dudas que estos productos llegaron para quedarse. Algo elocuente es que, distintamente a otros ingenios industriales generados por el capitalismo, si bien se ofrece en distintos precios, es un bien que llega a toda la población sin distinción: ricos y pobres, jóvenes y adultos, varones y mujeres, población urbana y rural. Pocas cosas hay tan masivas como estos aparatos. Sin temor a exagerar podría decir que es el ícono del consumismo de los últimos años del pasado siglo y de los primeros del presente.

Si bien hace unos pocos años lo novedoso de estos aparatos inalámbricos era poder comunicarse con la libertad que no podía conferir una línea fija, en el año 2001 su tecnología dio un giro profundo comenzándose a fabricar los primeros celulares a color. Se abandonaron los modelos monocromáticos remplazándoselos por los que poseían una pantalla LCD a colores (al principio de 256 colores llegando luego a los 262.000 y 16.000.000), lo cual impactó fuertemente en los usuarios, haciendo que -mercadeo mediante- muchas personas no dudaran en adquirir uno sin importar el precio.

El hecho de que los nuevos celulares fueran a color abría un mundo de posibilidades para adaptarles nuevas funciones, como por ejemplo una cámara. Este momento es muy reconocido en la historia de este aparato, ya que junto a la aparición de los celulares a color vino el de los mensajes de texto. Era posible enviar los mismos usando el teléfono celular, en el cual, con el teclado numérico, se podía escribirlos ahorrándose mucho dinero. Pero además -y esto no es poca cosa- la fascinación de lo visual comenzó a jugar un papel decisivo cada vez más difundido.

No es ninguna novedad que la imagen tiene un poderosísimo atractivo fascinante en todo el reino animal; una larga tradición de psicología de la percepción y de rigurosas investigaciones en etología lo confirma: así como los insectos caen en la luz que los subyuga, así los humanos también sucumbimos a los destellos luminosos. Las “espejitos de colores” con los que los conquistadores europeos fascinaron a los pueblos amerindios lo confirma; de hecho la misma expresión “espejitos de colores” pasó a ser sinónimo de engaño, de venta de irrealidades, de artimañas. ¿Y qué es la fascinación sino un dejarse llevar por una fantasía, por algo de algún modo ficticio? La imagen va de la mano de un cierto nivel de ilusión/artimaña: es la seducción personificada. La moderna cultura de las pantallas vendedoras de sueños (cine, televisión, internet, videojuegos) lo muestra de modo contundente. En esa perspectiva se encaja el crecimiento exponencial de los teléfonos celulares de última generación donde pareciera que lo más importante no es tanto la comunicación oral sino lo que muestra la pantalla.

Estudios recientes indican que en muchos países alrededor de la mitad de los aparatos vendidos estos últimos dos años no van acompañados de la activación de una línea nueva sino que se compran simplemente por el gusto de acceder a esa fascinante novedad de los nuevos equipos -más vistosos, más y mejor presentados como nuevos “espejitos de colores”-.

Hoy día, luego de numerosos estudios serios, es sabido que la tecnología celular, dada la enorme cantidad de campos electromagnéticos que genera, es dañina para la salud humana: es cancerígena, pues estimula el desarrollo de tumores cerebrales, además de aumentar la presión sanguínea, provocar estrés y pérdida de memoria. Como asimismo, hablando de otro tipo de “cáncer”, son las empresas de telefonía móvil unas de las más desleales en su trato con los clientes. En general puede decirse que todas y en todas partes del mundo sobrevenden servicios sin tener asegurado el tráfico combinado satélite-tierra, con lo que no es infrecuente la imposibilidad de comunicación por saturación de usuarios, siendo el caso que todas las llamadas hechas o mensajes de texto enviados, aunque no lleguen a destino, se cobran. Y pese a estos dos enormes problemas probados y comunes -atentado a la salud y al bolsillo- nadie hoy día osaría criticar el “avance” de esta nueva deidad.

La solución a todo obviamente no consiste en no usar más el teléfono celular. Esa no es solución; es, en todo caso, reacción visceral, principismo de dudoso impacto real. Bienvenida esta tecnología, que sin dudas abre nuevas perspectivas en el campo de las comunicaciones. Pero no podemos dejar de abrir una lectura crítica sobre todo este complejo fenómeno: ¿por qué caemos tan fácilmente en el campo de atracción de los “espejitos de colores”?

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