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La izquierda latinoamericana hoy: entre la emancipación y el reformismo

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La académica mexicana, Beatriz Stolowicz, habla en este artículo de las confusiones, renuncias e insuficiencias ideológicas de la izquierda latinoamericana, pero también de su valor ético, racionalista, y de la opción anticapitalista, antimperialista por la emancipación de los pueblos que conforman su identidad.

El presente texto ha sido trascrito de la grabación hecha por PiensaChile durante la intervención de la académica en el Coloquio “Gobiernos locales y participación de la comunidad”. Organizado por la Fundación Chile. Comuna de Pudahuel, Santiago de Chile, 22 de abril de 2006.

Los subtítulos han sido puestos por Piensa Chile para facilitar la lectura.
La Redacción


Cada vez que reflexionamos sobre la izquierda en América Latina nunca falta el reclamo sobre quién puede tener la verdad absoluta para decir lo que es o debe ser la izquierda. En efecto, la izquierda y el socialismo no son religiones laicas, contra lo que dicen los conservadores; no son doctrinas inmanentes. La discusión está abierta. Pero tiene como límites identitarios que la izquierda es una opción ética, con sólido fundamento racional. Que más allá de la heterogeneidad que hay en ella, es una opción por la emancipación humana, por la reapropiación por parte de cada ser humano de todas sus capacidades, cualidades y potencialidades, de su liberación de toda forma de subordinación o dependencia. Y que ello implica necesariamente la igualdad social, sin la cual no son posibles la plena libertad ni el derecho pleno a la diferencia, individual y colectiva. Esto puede parecer obvio, pero es necesario recordarlo hoy, cuando cualquiera que siente alguna incomodidad con los horrores sociales del presente, como la pobreza, es calificado como progresista.

En Europa se redujo la pobreza, pero no la desigualdad
La lucha contra la pobreza es parte de la concepción igualitaria de la izquierda porque es la expresión más brutal de la desigualdad. Pero no toda crítica a la pobreza es pensada así. Desde finales del siglo XVIII, los ideólogos del capitalismo han justificado sus  teorías y proyectos en nombre de la solución más idónea a la pobreza. Las políticas contra la pobreza no tienen marca registrada de izquierda; hasta el neoliberalismo, que multiplica cada día el número de pobres, tiene las suyas. Conocemos sus intenciones y resultados, pero son discurso, y confunde.

Desde finales del siglo XIX, particularmente en Europa, se habló de izquierdas, en plural, admitiendo laxamente que también podían alcanzarse los objetivos emancipatorios dentro del capitalismo. Hoy no quedan dudas de que eso era falaz. En el capitalismo central, beneficiario de los excedentes de la periferia dependiente, se redujo la pobreza pero no la desigualdad producida por la acumulación capitalista y su creciente concentración y centralización, lo que dio suficiente poder al capital para decidir sobre vidas y naturaleza, tanto como para revertir incluso la eliminación de la pobreza. 

La “izquierda moderna”, “civilizada” y “decente”
No es una declaración dogmática, ajena al análisis de la realidad, decir que la izquierda es anticapitalista o no lo es, y que, en América Latina, sólo puede serlo si es antiimperialista.

Existen múltiples expresiones de izquierda, tantas como es de heterogénea la realidad social e histórica de nuestra región, no obstante sus enormes similitudes. Pero ninguna diferencia puede eludir, en cuanto identidad de izquierda, estas claridades en torno a los objetivos emancipatorios. Hay diferencias en el modo de pensar su realización, y son producto de la riqueza intelectual y de las realidades en que se actúa. Pero esta diversidad, que hay que aprender a ver y respetar, reconoce definiciones principales comunes, no tiene por qué hacer difusas las fronteras identitarias.

En rigor, estar hablando hoy, en América Latina, de “izquierdas” no es signo de riqueza intelectual sino de haberse rendido ante las insuficiencias analíticas, pues las múltiples denominaciones clasificatorias se basan sobre todo en rasgos exteriores de las distintas expresiones de izquierda y sus prácticas, lo que aporta bastante poco.

Se habla, por ejemplo, de “la nueva izquierda”. Es una calificación usada por la derecha, interesada en gestar una “izquierda moderna”, que es “decente” y “civilizada”, porque ha superado su “utopismo” y su “primitivismo”, es decir, que ha renunciado a luchar contra el capitalismo y contra el imperialismo (su “utopismo”) y que ha repudiado al marxismo (su “primitivismo”).  Esa es la connotación que tiene hoy en América Latina la frase “nueva izquierda”, frente a la que no hay que ser ingenuos.

Hay quienes, con otra intención, se refieren a “la nueva izquierda” como aquella que no reconoce pertenencias clasistas, sino identidades étnicas o de género, o por su actividad principal, como lucha ambientalista o de derechos humanos, entre otras. Este deslinde denota un empobrecimiento analítico, que viene de considerar a la clase sólo por su lugar en la producción industrial (forma histórica pero no núcleo teórico de la categoría), desconociendo dos aspectos fundamentales de la contradicción clasista. De una parte, que la reestructuración neoliberal del capitalismo ha transformado todas las relaciones sociales y de poder en su provecho, y ha multiplicado las formas de explotación y de expropiación de riqueza, tanto en la sobreexplotación del trabajo formal e informal, en la utilización del desempleo para abatir salarios y liquidar derechos de los trabajadores, como en la expropiación de ingresos de los no propietarios transferidos al capital por el Estado: no sólo privatizando la riqueza social, sino también vía impuestos directos e indirectos, tarifas públicas y precios de mercancías, y a través del pago de la deuda. El universo de los no-propietarios expropiados por el capital se ha ampliado y diversificado.

Reduccionismos liberales v/s lucha de clases
Es verdad que ha habido una vulgarización del marxismo por aquellos que pensaron el problema de las clases de manera estrecha, ajena al marxismo mismo. Pero una cosa es cuestionar los errores conceptuales y otra es negar la contradicción clasista en el capitalismo.  Pero, además, la contradicción clasista no se da sólo por la explotación,  expropiación directa o indirecta, sino también por la dominación. El capitalismo, en su modalidad histórica actual, ha multiplicado las formas de opresión y de exclusión; y, por ellos, es lógico que los rechazos, resistencias y rebeldías se multipliquen en una diversidad de expresiones sociales notable.

El capitalismo en su fase actual, primordialmente especulativo y rentista, se reproduce cada vez más utilizando los métodos de la acumulación originaria, es decir, por robo y saqueo, con formas neocoloniales de control directo sobre territorios, energéticos, materias primas, agua, biodiversidad. La defensa del territorio y de sus recursos naturales es hoy una de las luchas anticapitalistas más radicales por su impacto para la reproducción del gran capital.

La lucha por la autonomía indígena es tan lucha anticapitalista como la de los obreros, como bien señala la Sexta Declaración de la Selva Lacandona del EZLN.  Así que las diferencias clasistas hay que pensarlas de otro modo, pero siguen vigentes en la caracterización de lo popular.

Por otro lado, se hace una distinción entre “izquierda política” e “
izquierda social”, por su vinculación al Estado o no, respectivamente. Plantear que sólo lo que está directamente referido al Estado es político, es adoptar los reduccionismos liberales. Y parten de ésto tanto quienes afirman que la política es sólo la que se da en el marco institucional, como quienes niegan la política en general, pensando en ella de esa misma manera. Así, aunque no se diga, y se proclame lo contrario, lo social queda residualmente convertido en la no-política. Así, es imposible ver la naturaleza política de algunos fenómenos sociales que inciden sobre el poder de los dominantes, aunque no se procesen directamente en el Estado.

Por ejemplo, los conflictos directos entre capital y trabajo, los conflictos con los medios de comunicación o con la cúpula de la Iglesia, e incluso la disputa teórica. El Estado expresa la relación de fuerzas, de poder, entre las clases y grupos sociales, fuerzas que no se gestan en el Estado, pero que éste cristaliza y refuerza institucionalmente. Si se quiere cambiar al Estado hay que modificar las relaciones de fuerzas sociales; y si se desea que este cambio perdure, debe expresarse institucionalmente. Estado y sociedad no son ámbitos aislados, disociables. Los liberales proclaman su autonomía precisamente para preservar el dominio del capital.

Otra forma que adopta la distinción entre una izquierda política y otra social es entre “izquierda partidaria” y “no partidaria”. Pero las fronteras entre ambas tampoco son absolutas. Tomaré como ejemplo al EZLN. No es un partido, si por éste se entiende solamente un actor en las instituciones del Estado, lo que, como ya he dicho, es reduccionista; pero el EZLN tiene todos los atributos de un partido: tiene una dirección central, es disciplinado a partir de su destacada democracia interna, tiene programa, y está cumpliendo la función de un partido de izquierda, que es representar políticamente los intereses populares, convocarlos, promover su organización independiente y favorecer su articulación; aunque no participe en elecciones.

Como se ve, no puede identificarse a la izquierda a partir de sus rasgos exteriores o por sus prácticas solamente. Son sus objetivos los que la definen como tal; y los objetivos  deben ser considerados de cara a la realidad a transformar, a las responsabilidades que se tienen en ese sentido, no por las preferencias de cada quien. La izquierda latinoamericana se ahorraría muchas discusiones estériles y dañinos sectarismos si dejara de hacer análisis autorreferidos, o, dicho coloquialmente, si dejara de mirarse el ombligo, y pusiera su mira, con mucho más rigor, en la realidad a transformar para avanzar tras los objetivos emancipatorios. Necesita para ello superar el vacío teórico que padece y ampliar su conocimiento histórico sobre el capitalismo. Podría así distinguir entre lo que son cambios morfológicos de procesos, de más larga duración, y lo que son fenómenos realmente nuevos. Podría conocer mejor a la clase dominante, conocer su pensamiento, las formas de encubrimiento doctrinario con que oculta sus objetivos, y así saber distinguir entre su discurso y su proyecto. Y de esta manera, la izquierda podría actuar efectivamente frente a las estrategias de los dominantes para conservar al capitalismo, para preservarlo de las contradicciones cada vez más intensas que el capitalismo mismo genera. Porque cada éxito en la conservación del capitalismo es un mayor peligro para vidas y países. Es por eso que el anticapitalismo, como definición identitaria de la izquierda, no es una profesión de fe, sino una decisión racional para salvar a la humanidad y al planeta mismo. La clave, para llevarlo a cabo, está en construir fuerza política popular, dispuesta a empujar por los cambios y a defender las conquistas. Y con esa fuerza transformar al Estado, poderosa palanca de cambio. El ejemplo de Venezuela es insoslayable.
Segunda parte de este artículo: Continuación

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La izquierda en el poder
¿Qué papel pueden jugar los gobiernos que conquista la izquierda para estos objetivos? Es más fácil pensarlo en los gobiernos nacionales pero no tanto en los locales. Y en verdad, las discusiones que sobre los gobiernos municipales de izquierda se dan desde hace ya 15 años pocas veces se abordan en relación a estos grandes desafíos políticos, sino de manera muy acotada a los problemas de gestión y a las posibilidades de participación social en esos ámbitos, pero sin vincular estos asuntos al proyecto político de la izquierda como un todo.
En buena medida esto ha sido inducido desde la academia y las instituciones financieras internacionales, que promueven y financian las discusiones sobre los gobiernos locales situándolas en el terreno de las políticas públicas y como un asunto técnico-administrativo, no como un asunto político. Y, por lo mismo, se habla de gobiernos locales en general, como si fuera indistinto que sean de izquierda o no. E incluso se hace caso omiso de las diferencias que hay entre gobiernos locales en cuanto a facultades, lo que está determinado por las legislaciones, lo cual, sin dejar de tener un aspecto técnico, es eminentemente político.

De la misma manera se habla de participación, como si no hubiera diferencias entre las concepciones de izquierda y otras. Se dice que el ámbito municipal, por ser más pequeño,  es el que favorece más la participación, porque facilita el “cara a cara” entre gobernante y gobernado. Y que por lo mismo el municipio es el espacio más idóneo para la democracia. Desde luego, la participación de los gobernados puede democratizar esa parcela del Estado. Pero el asunto es menos obvio de lo que parece. Por ejemplo, no es lo mismo convocar a los gobernados para avalar o rechazar una propuesta del gobierno, que ya es algo frente al poder absoluto de la burocracia, que si la participación modifica sustancialmente la relación gobernantes-gobernados, gestando una ciudadanía gobernante, como protagonista y no sólo contraparte del gobierno, que decide qué se hace, cómo y con qué recursos, que vigila y controla. En este sentido, no es lo mismo desconcentrar que descentralizar, porque en el primer caso sólo se transfiere la ejecución de las obras, mientras que en el segundo se entregan también los recursos. La reforma neoliberal del Estado ha desconcentrado, no descentralizado. Negocio redondo: deshacerse de las responsabilidades pero mantener el control sobre los medios.

La participación no se decreta, se construye muy trabajosamente
A la izquierda le tomó tiempo ver la complejidad del tema de la participación ciudadana, y comprobar que no bastan buenas intenciones para hacerla realidad. Por un lado hay que crear las instancias de participación, lo que implica cambios institucionales que requieren mayorías políticas, asunto que refiere al sistema político y que trasciende lo local. Y no basta con que haya instancias y mecanismos para que la gente participe: la participación no se decreta, se construye muy trabajosamente. Tienen que haber fuertes estímulos en cuanto a que es posible producir cambios para que los que están todo el día corriendo tras la subsistencia puedan dedicarle tiempo.

En un comienzo, la posibilidad de acceder a servicios básicos es un fuerte estímulo a la participación y a la implementación de métodos democráticos. Pero conforme se avanza en la resolución de las carencias más urgentes aparecen con mayor nitidez otras necesidades insatisfechas, ineludibles para hacer humana la vida de las mayorías. Los neoconservadores han socializado con bastante éxito ideológico la noción de “sobredemandas”, atribuyéndolas, como un rasgo patológico, al consumismo. Con mucha preocupación debo decir que he vuelto a escuchar ese argumento de
boca de gobernantes de izquierda. Como si el pobrerío estuviera en el consumismo.

La participación como un fin en sí mismo, sino como un medio de cambio social
El problema de fondo, para la izquierda, es qué hace frente a la limitación de recursos: si se conforma a gestionar lo existente, con todo el mérito de hacerlo con participación democrática, o se la juega para romper las trabas. Y éste es un problema político, no administrativo. Para empezar, hacer reformas fiscales progresivas requiere de enorme fuerza política. Por otra parte, los logros que en materia social puedan tener los gobiernos locales no compensan, en términos de necesidades populares, los efectos negativos del orden económico-social imperante; esto no se enfrenta sólo en el ámbito local, sino que compromete la acción de la izquierda en la organización y lucha del movimiento popular.

El ámbito local puede contribuir, en esa dirección, como espacio de organización para las franjas populares que han perdido su vinculación sectorial y cuya vida está fundamentalmente en el barrio, y también puede ayudar a generar conciencia, si logra mostrar la relación que hay entre los problemas locales y un orden económico-social y político que hay que cambiar.

Lamentablemente esto no siempre ocurre. En cambio, gobiernos de izquierda muy apreciados por su decencia, por su vocación de destinar los recursos disponibles para los más necesitados, y que cosechan adhesión electoral, pueden convertirse involuntariamente en mecanismos de control social y político. Porque condicionan a la población a limitar sus demandas a lo que hay, aunque se distribuya de manera justa y transparente.

Los métodos participativos, valiosos por sí mismos, pueden ser una forma de canalizar las demandas dentro de ciertos límites, proporcionando orden y estabilidad. Y esto puede ser útil para las clases dominantes. No debe sorprender que con esa intención el Banco Mundial, en el año 2000, elogió al Presupuesto Participativo de Porto Alegre como un ejemplo a seguir. Es que, finalmente, esta experiencia tan valiosa y creativa tocó techo en su capacidad transformadora. Lo democrático puede rutinizarse, perder energía, no por sus métodos, sino por sus objetivos. Y éstos, si son limitados, hacen  languidecer el entusiasmo por la participación. Y, como sabemos, el PT perdió las elecciones tanto en Porto Alegre como en el Estado de Rio Grande do Sul. Asunto que va más allá de la gestión local y que tiene que ver con la acción del partido, con su proyecto, con sus orientaciones estratégicas y decisiones políticas.

De modo que la izquierda no puede discutir sus acciones de gobierno local al margen de su proyecto político, en toda su complejidad. No puede pensar la participación como un fin en sí mismo, sino como un medio de cambio social. Y el cambio no en cualquier dirección. No es ocioso, pues, partir de los análisis más complejos y engorrosos sobre qué es ser de izquierda hoy, en América Latina, y por qué, para así llegar a enfrentar adecuadamente los problemas del gobierno local y la participación de la comunidad. Todo un reto.

Beatriz Stolowicz es Académica del Departamento de Política y Cultura, área Problemas de América Latina Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Xochimilco, México).
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