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La utopía pascaliana: no salga de su casa

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Pascal, el famoso Blas Pascal, jansenista francés, fue el rey de las frases célebres: “el hombre no es ni ángel ni bestia” ¿Me pregunto: qué diablos será? A lo mejor, una ameba pensante; “es mejor apostar a Dios”, porque si después de la muerte comprobamos que no existe, no hay problema, pues el polvo no piensa ni siente, pero “si Dios existe, nos iremos al paraíso”. Es como apostar al colorado y al negro a la vez, en la ruleta y de seguro ganaremos. Si los hombres no hubieran salido de su casa, es seguro que no habrían existido las tiranías stalinistas, fascistas y militares, en el mundo. Sin el dominio de las calles, estos horrores humanos son impensables.

Si nadie saliera a las calles, se acabarían las micros, los metros, los cinco automóviles que tiene las familias ABC1 y, para nuestras urgentes salidas, usaríamos la bicicleta; imagínense por un instante a Santiago de la Nueva Extremadura sin partículas contaminantes: no tendríamos niños ni ancianos en los hospitales, con esos monstruosos respiradores artificiales; nos despertaríamos, todas las mañanas, mirando la cordillera como una torta de merengue;  incluso escucharíamos el trino de algún pajarito que, por cierto, no es el arcángel Lavín. Hasta el más vulgar y desagradable de los santiaguinos conversaría con los animales, como lo hacía el dulce San Francisco de Asís. Las señoras estarían felices, o no tanto, cuando los estresados machos, ahora libres de los gritos y malos tratos de los jefes, les regalaran un orgasmo, al menos una vez por semana, salvo que haya un campeonato mundial de fútbol. Los niños no irían al colegio y no se tentarían con tomar  estos establecimientos; como padre y madre serían dulces y serenos, no habría violencia intrafamiliar y los aprendizajes serían de calidad.

Otro beneficio, que conlleva un perjuicio para los comerciantes, sería la ausencia de necesidad de comprar impresentables ternos rayados y corbatas italianas y demás ropa china de marca, que lucen nuestros padres conscriptos. Bastaría tener un par de pijamas, que nos acompañen hasta el ataúd; por cierto que no habría bocinazos, ni alarmas, que tienen destruidos nuestros nervios. Le pregunté a un economista cuántos gastos se evitaría con esta pascaliana forma de vida, y me contestó que, incluso, se podría subsistir con “un sueldo vital” y provocaría la anhelada igualdad, al igual como ocurre en los conventos de cartujos: ora et labora.

Me adelanto a la objeción de que volveríamos a la medieval utopía de Tomás Moro, pero como “no cuentan con mi astucia”, recurro al mito del profesor Lagos: reemplacemos el 4×4 por un computador en cada familia y así podremos comunicarnos electrónicamente, por ejemplo, buscando parejas chateadas, que no se tiran pedos, ni huelan a ajo. Vamos a seguir realizando transacciones con nuevas empresas ecológicas, algo así como los bonos de carbono; el trabajo se haría en la casa. Es inimaginable la cantidad de novelas y “cuentos del tío” que producirían nuestros tontilandeses. Es cierto que se arruinarían los micreros y taxistas, pero reciclarlos no es nada difícil, ya lo probamos con los mineros de Lota, que siguen aún cesantes.

Esta probado que la bicicleta tiene muchos efectos benéficos, por experiencia propia, cuando yo nací estábamos en plena guerra mundial y mis padres me paseaban en bicicleta, con la bandera británica; pensemos que ya no habría más niños, ni niñas con obesidad mórbida, pues se acabarían los boliches en los Liceos; nuestros enanos santiaguinos tendrían un cuerpo atlético, sin necesidad de visitar a los neonazis gimnastas; nuestras mujeres lucirían redondos traseros y los machos carecerían de peluconas barrigas. Pura gente bonita. Por cierto que la depresión y otras enfermedades mentales, producto del estrés, desaparecerían y los psiquiatras y esteticistas no tendrían pega.

Desde el punto de vista macroeconómico, el petróleo dejaría de ser un bien escaso y su precio bajaría de 70 dólares a treinta dólares el barril; no habría inflación y las tasas de interés bajarían, de 5.25% a 0%. Es cierto que se acabaría el negocio de la Ford, General Motors,  Toyota y otras automotrices, al igual que la Exon y las demás petroleras. Lo más seguro es que innovarían y venderían vehículos con ‘combustible pedo’, producto muy barato, expelido por el animal humano. Se terminarían los problemas con Irán, Corea y la actual invasión a Iraq; la energía eléctrica sería eólica, sobática o provendría de la fuerza de las olas y de las cataratas. Las águilas geniales de Endesa hace tiempo que se anticiparon a esta utopía pascaliana, ante la protesta e incomprensión de los ecologistas.

La sociedad estaría constituida por una serie de clubes pascalianos, cuyo tótem sería la bicicleta, lo cual obligaría a la construcción de ciclo-vías y a un estricto control de los delincuentes a quienes les estaría prohibida la venta de bicicletas, en base a un control computacional de su hoja de antecedentes, una especie de “dicom” antidelictual; si se nos escapa alguno, lo enviamos a la isla paradisíaca, de Lavin. No habría necesidad de Parlamento, pues dudo mucho que los obesos padres conscriptos puedan pedalear 120 kilómetros diarios que después de esta maratónica bicicletada aprueben leyes para fregar al pobre ciudadano. Viviríamos como en la Comuna de París, con cargos renovables, regentados por obreros y que su soberanía se limitaría a la pequeña comunidad: tocaríamos el cielo con las manos.

Con razón algunos jóvenes reclamaron: qué aburrido sería no tener nunca carrete y escuchar las tonteras de “nuestros viejos”, todos los días. Esta juventud se equivoca, pues nada es más entretenido que las fiestas familiares; consideren que mi hijo Rafael y mi sobrino Marco rodaron una película en que probaban que todo hombre tiene relaciones íntimas con nueve y media mujeres, en su vida sexual y que, durante milenios, los seres humanos se casaron entre primos; sólo baste recordar que Diego Portales lloró, toda su vida, la muerte de su esposa consanguínea; sin estas relaciones familiares no hubiera existido la monarquía durante milenios, ni menos la oligarquía chilena. Es posible que los hijos de estas familias sean un poco atrasados mentales, pero así es la vida.

La persona más feliz con esta propuesta es el ministro de Hacienda, Andrés Velasco, pues podría guardar, debajo del colchón, el inmenso producto del superávit fiscal. No hay mejor rentabilidad que guardar el dinero  en las páginas de los libros predilectos. Es cierto que se acabarían los bancos- tanto mejor – .

Como la inteligencia humana es infinita en busca del dinero fácil, surgirían nuevas empresas que monopolizarían el aire y los océanos convirtiéndolos, rápidamente, en bienes escasos que, según me cuentan, es el objeto de esa ciencia oculta que se llama economía. Estos niños empresarios son capaces de quitarle el  aire artificial a los pobres ancianos, enfermos de las vías respiratorias. No teman, la libre competencia y el monopolio del mercado continuaría, por algo el hombre no es ni ángel ni bestia, según Pascal, y la felicidad en la tierra está prohibida, según las filípicas del padre Hasbún. Perdónenme tan estúpida y utópica reflexión, al final siempre olvido Los cuatro jinetes del Apocalipsis: el hambre, la pobreza, la muerte y el infinito egoísmo de los ricos.
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