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Los duelos de la memoria y las memorias de la rebeldía

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¿Dónde vive la memoria? ¿Quién la muere? ¿Por qué nos duele? ¿Hasta cuándo el duelo? ¿Qué recuerda la memoria? ¿Cuánto olvida? ¿Quién la enciende? ¿Quién la apaga?

¿Cuánta memoria marcha un 24 de marzo? ¿Cuánta memoria se va de ferias? ¿Cuánta se levanta un monumento? ¿Cuánta memoria se vuelve mercancía? ¿Cuánta se disuelve en los despachos del poder?

30 años transcurrieron desde el golpe de estado que estableció en Argentina la dictadura militar más feroz de nuestra historia, y una de las más salvajes de nuestro continente. El terrorismo de Estado, con su dimensión militar y civil, con su trama de dominación y de complicidades, fue el modelo elegido por el capitalismo para remodelar su hegemonía. Si éste se estableció en nuestras tierras sobre la base del genocidio de la población originaria y de los pueblos afrodescendientes traídos como esclavos; si después fue necesaria una nueva “Conquista del Desierto”, para sentar las bases de la “modernización” realizada por la generación del 80; los artífices de esta última dictadura, herederos muchos de ellos de aquella oligarquía “fundadora de la Nación”, volvieron a recurrir al genocidio, para aplacar toda resistencia.

Llamaron “Proceso de Reorganización Nacional”, a lo que fue un nuevo momento de recolonización cultural, sostenido en una contrarrevolución preventiva, cuyos datos sobresalientes volvieron a ser el exterminio, la impunidad, el racismo, el crimen organizado.

El golpe de estado en Argentina, fue parte de la política imperialista para América Latina, que tuvo como instrumento contrainsurgente el “Plan Cóndor”. Se trataba de detener el proceso de ascenso de los movimientos revolucionarios que alentados por la revolución cubana y por otros hechos significativos del contexto internacional –triunfo sobre el fascismo, revolución china, mayo del 68, Vietnam-, desparramaban por América Latina la certeza de que el cambio no sólo era necesario, sino que también era posible.

La máquina de matar se puso en marcha para aplastar toda insurgencia. Se trataba no sólo de liquidar al pez, sino de dejarlo sin agua. Por eso el indiscriminado asesinato de hombres, mujeres, ancianos, ancianas, niñas y niños. Por eso los mecanismos del terror: la desaparición forzada de personas, los campos de concentración, la maquinaria de delaciones organizada para romper toda solidaridad. Por eso la guerra cultural, promoviendo el “sálvese quien pueda”, y “el silencio es salud”; con la complicidad de periodistas que aún hoy infectan los medios de comunicación. Por eso el aliento a la traición, a la ruptura de los lazos de solidaridad, y la inoculación de la desconfianza.

El paso siguiente era la impunidad, basada en la desmemoria.

Pasaron treinta años. Vale la pena sacar algunas cuentas. La dictadura logró su cometido en varios sentidos: la desarticulación de las organizaciones revolucionarias de aquel momento, del sindicalismo de liberación, de las ligas agrarias, de un movimiento estudiantil combativo, del movimiento de sacerdotes por el tercer mundo, del movimiento villero, y de numerosos movimientos populares que fueron diezmados, y desestructurados.

La pérdida más grande e imposible de nombrar sin sentir escalofríos: la ausencia de una generación de hombres y mujeres revolucionarios, generosos, dispuestos a cambiarse a sí mismos para cambiar al mundo, empeñados en la creación del “hombre nuevo” –ellos no se imaginaban la posibilidad de “la nueva mujer”-. Y como consecuencia también de esta historia, la deserción de muchos sobrevivientes de aquella generación, que adaptaron la idea de “tomar el poder”, a la de “acercarse al poder”; y cuando se acercaron, se quedaron gustosos. Ahora desde el poder, tratan a los que resisten de “inadaptados”, “duros”, “inmaduros”, versiones diversas del “imberbes” de otros tiempos, y no vacilan en cercar la plaza cuantas veces se sienten amenazados.

La dictadura militar, fue la condición para que se estableciera en el país el capitalismo privatizador, “neoliberal”, que destruyó la soberanía nacional, devastó los bienes de la naturaleza, extranjerizó la economía, destruyó identidades clasistas y populares, multiplicó el posibilismo, como justificación ideológica del “no se puede”.

Ellos lograron bastante. Pero no nos derrotaron.

La derrota significa, en términos políticos, destruir la voluntad de resistencia. Y allí, es donde no pueden con nosotros Allí, precisamente allí, es donde se encuentra el valor de la terca, mágica, y rebelde memoria.

La memoria nos permite recordar que no hubo lugar del país, en el que no existieran gestos luminosos de resistencia. Aún en las regiones más oscuras y sórdidas, en los campos de concentración, tenemos manos tendidas, gente destrozada por la tortura que no entrega a sus compañeros, hombres y mujeres que callan hasta olvidar, información que atraviesa las zonas de la “no existencia”, denuncias que se filtran hasta comenzar a hacerse oír. Aún en los lugares más duros, como las cárceles, hemos escuchado relatos de inmensa dignidad, de mujeres que desafiaban la condena al mundo monocolor, tejiendo telares con hilos de colores ingresados clandestinamente, de hombres que aprendían a leer y a escribir, para comunicarse con el mundo. Aún en el lugar más insondable de la subjetividad, la de una madre que ve desaparecer a su hijo o hija en un cono de sombras, encontramos la fuerza que transforma el pañal en pañuelo y la quietud en marcha, que vuelve público lo privado socializando la maternidad, y alimentando la rebeldía. Aún en esos “años de alambradas culturales”, como los llamó Julio Cortázar, hubo quien escribió, quien dijo su palabra, quien hizo su poema, quien cantó su canción, quien actuó a teatro abierto.

Hubo dignidad en la resistencia, coraje, amor, e incluso alegría. No es cierto que sea triste la lucha. Triste es cuando nos cansamos de luchar.

La resistencia engendró una memoria implacable y fértil. Hijos que escrachan a los genocidas. Jóvenes que miran a los ojos a sus abuelas, y desgarrándose el alma les dicen: “aquí estoy, soy el nieto que buscabas”. Ex detenidos desaparecidos que no se refugian en la historia, sino que se empoderan de la memoria para luchar por los derechos humanos de ayer y de hoy.

La memoria fértil tiene muchos colores, nombres, rostros.

Una no sabe si llorar o reír cuando ve marchar la memoria por las calles, y descubre tras cada cartel, a un amigo, a una compañera, a un ser querido que desapareció pero allí está, sin embargo, junto a nuestra caminata.

En estos días una siente que ellos te empujan, que te hablan al oído. Que te invitan a desempañar los vidrios de la melancolía, y a enarbolar los sueños de siempre. Los que sueñan los pueblos originarios: tierra y libertad. Los 30.000 sueños segados de la superficie de nuestra utopía, que resistieron clandestinamente como raíces, como semillas, esperando el momento de florecer.

¿Para qué sirve la memoria? Para identificar a los enemigos de siempre. Para escracharlos en sus cuevas. Para que nadie se confunda. Para que cada cual sepa que ellos no actuaron solos. Que hay una cadena de complicidades, que abrieron las puertas de la impunidad. Sirve la memoria cuando no se vuelve complaciente. Cuando no se calla. Cuando no se rinde. Cuando no se olvida. Cuando enciende nuevas rebeldías.

Duele la memoria. Duele, porque obliga.
Artículo distribuido por Argenpress< /div>

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