Mi primer encuentro con él estuvo plagado de vicisitudes.
Mi madre me acusó una vez más de estar sólo vagabundeando, de no hacer nada útil, de ser tan inmaduro, tan irresponsable etcéteras.
(La desoí, ella no entendía que la paz mundial estaba en mis manos)
Además, a sabiendas de lo “equivocado” que siempre están los padres, me amotiné en contra de la Ginecocracia que gobernaba mi casa.
Y así, haciendo primar lo colectivo por sobre lo individual, me uní a otros “vagos” que deseaban emprender el rumbo hacia la actividad denominada “Chile Crea”.
Para ese entonces todos los días eran rojos en el calendario. No eran ni feriados ni festividades. Era la sangre que no paraba de correr, sangre que fue la tinta del martirologio de las efemérides más tristes en la historia de Chile, de América latina y el Mundo.
Chile era una oscura lápida, un mausoleo de quimeras.
A pesar de tan gris ambiente, el Partido Comunista se las ingenió para depositar un ramo de claveles rojos, blancos y azules en esa mesa sombría y rota que era la mesa de nuestro pueblo.
En Plena época Pinochetista en forma valiente y hermosa, el PC realizó una actividad cultural muy modesta pero, tremendamente digna y sublime.
En Santiago y en otras tantas regiones se supo del “Chile Crea”
Alcanzaba para un paquete de cigarrillos de la marca denominada “Life” o pitillos mata zancudos. Haz tus propias conclusiones.
El resto era un mísero par de monedas con las cuales intentaríamos “comprar” la conciencia del chofer del bus. Es decir, el pasaje cuesta cien por persona y el conductor debe cortar un boleto y dártelo como comprobante del pago que has hecho.
Nosotros, a sabiendas de la avaricia y lo miserable del sueldo de los chóferes, intentaríamos empujarlo hacia el barranco del delito.
Hicimos detener el Bus, (también nuestras risas y juegos) y en el acto pusimos cara de mártires.
No hubo ni que empujarlo, nos miró desde su trono (o asiento) y nos gritó
¿Cuánto tienen? Doscientos dijimos a coro.
¿Y cuántos son? Interrogó nuevamente.
¡Somos ocho Don caballero!, exclamó uno de poca cultura.
Nos miró con desprecio…Frunció el ceño y nos dijo pasen.
(Ni que nos estuviera llevando a caballo el carajo este, exclamamos una vez dentro del ómnibus) (Bien sabes lo mal agradecidos que son los jóvenes)
Pero la cosa es que había una cancha de fútbol y en ella estaban instalados locales y puestos varios. Una especie de feria popular. Una muestra cultural, una exposición de luz.
También había un escenario de madera arreglado para el acto.
No paraba de hablar de ti. De lo buen escritor que eras, que “Las venas abiertas”, que Uruguay, que la dictadura, que la causa, que tú esto, que tú lo otro, etcétera etc…
Llegué a pensar que era tu sobrino o tu representante.
Fue tanto, que este compañero me compró un folleto tuyo que allí vendían o regalaban, no me acuerdo bien.
Estuve tratando de recordar el nombre de ese escrito y ni esfuerzo hice, me acordé en forma casi perfecta, como si fuera hoy, a pesar de los cuatro lustros ya pasados.
“La necesidad de tener ojos en la espalda” ése era el título del cuadernillo.
Lo busqué en incontables lugares sin resultados satisfactorios. También lo busqué en Internet bajo tu nombre pero tampoco arrojó atisbo alguno.
Al rato me enteré que yo buscaba el artículo de quién sabe quién y no el tuyo o sea:
“Sobre la necesidad de tener ojos en la nuca” Bueno, tan perdido yo no estaba en todo caso. (Había ojos en la parte posterior del cuerpo humano en mi recuerdo)
(Te comento que ni con el título correcto pude encontrarlo, creo yo, que deberías hacer algo al respecto)
Bueno, en esa actividad mi principal preocupación era una compañera llamada Marisol y debo confesar que tú estabas muy por debajo en mi lista de prioridades.
El caso es que recuerdo estar en una larga fila para ir al encuentro de tu persona.
Los minutos pasaron volando, y a lo lejos estaba ella que me miraba tierna y disimuladamente de vez en cuando.
Yo levantaba las cejas y usaba una de mis tantas poses de intelectual.
Le preguntaba más a mi amigo acerca de ti. Yo levantaba las manos con ademán circunspecto… (Sin duda, sin duda, exclamaba yo con voz estereofónica)
La fila fue avanzando en forma holgada hasta que fue mi turno.
Las nubes se detuvieron, los pájaros callaron, sólo el viento desordenaba mi pelo.
(Espero no tomes a mal este último punto)
Y te vi. Y me viste y nos miramos.
Tú pusiste (o tienes tal vez) una mirada enigmática. Yo hice también lo mío.
Nos observamos atentamente. Las personas a nuestro alrededor callaron.
El bullicio se petrificó de silencio. Incluso los autos detuvieron el hocico molesto que poseen.
Y me volviste a mirar y te volví a mirar. El tiempo se detuvo.
Y levantaste las cejas y abriste los ojos bien grandes e hiciste un ademán pequeño pero resuelto y expresivo. Primero con las manos, después con la cabeza.
Y dijiste algo así como: ¿Y? ¿Te puedo ayudar en algo?
Yo no dije nada. Sólo levanté mi ceja derecha para demostrarte que yo también soy medio enigmático.
Miraste el folleto que yo sostenía sobre mis manitos.
Yo estaba mirándote de nuevo hasta que el codo de mi amigo me zamarreó las neuronas.
Te entregué el escrito y me preguntaste: ¿Dedicado a quién?
Yo calle nuevamente, estaba a punto de poner nuevamente mi cara enigmática pero una voz injusta e insensible me interrumpió.
¡Yapo, gueón oh, apúrate!
Y apreté los puños de rabia ante tanta insensibilidad e insolencia.
¡Para la familia Bianque! bramé.
El porque no te pedí algo más íntimo, más personal, más cercano a mi persona como dedicatoria.
Le recriminé de vuelta. ¿Acaso no te fijaste cómo me miraba?
Eso si fue personal, íntimo y cercano, dije con soberbia.
Sabía que eras un indio uruguayo. Un indígena sabio, Un Charrúa de tomo y lomo (estilo Amauta) que había escrito una novela llamada “Las Venas de América Latina” o algo así.
Pero me decepcioné hasta el tuétano.
Han pasado los años y me sincero. No quiero morir atragantado con esta confidencia-infidencia por más tiempo en la boca de mi sentir.
Te soy honesto.
Parado allí en la fila sentí que me habían engañado. Me lo cambiaron.
Me lo camb
iaron, me dije.
Me rebelé contra el matriarcado, fumé con asco esos putos cigarrillos, me desentendí de Marisol, que a todo esto se fue con otro. ¿Para qué?
¿Para ver a un gringo? Yo pensé que era Paul Newman o Robert Redfort, pero no el indio sabio que me imaginaba.
Los únicos rubios que yo había visto habían sido en mis pellejerías en el barrio alto de Santiago. Lugares “high” para gente sofisticada.
Y me acordé de Víctor Jara y las Casitas del Barrio alto y todos son rubiecitos.
Creí ver a uno de esos tantos arios racistas que miran a nuestro pueblo mestizo con asco.
Creí ver a un enemigo de clase sentado allí mirándome medio raro.
Y yo con ganas de gritarte;
¡Mírame con desprecio ahora burgués hijo de una gran…!
Pero no dije nada.
Entendí que los caminos del pueblo son misteriosos.
Que no hace diferencias.
Que no importan los apellidos, ni el aspecto, ni el origen, cuando se trata de luchar por un mundo mejor. La justicia social los llama a todos por igual. No importan los países, ni el color, ni los puestos, ni los nombramientos, ni las edades.
Sé que lo negarás, pero yo creo que no fue coincidencia que fueras a la misma Universidad donde yo estudiaba, ni tampoco que dieras tu conferencia en el patio, cerca de la cafetería, donde de seguro sabías que yo degustaba el desabrido café que allí ofrecían.
Demasiada coincidencia. De seguro buscabas el secreto de esa mirada enigmática que vistes años atrás y de seguro no pudiste olvidar.
Recuerdo que hacías un verso o algo así con la palabra Amor.
Y describías cada letra con alguna ocurrencia.
Destacados lechuguinos te lanzaban sus preguntas sesudas a coro. Me consta que más de alguno estudió la pregunta que te iba a hacer por espacio de tres días.
Yo recordaba a mis compañeros de partido preguntándote si te habían gustado las empanadas y el vino navegao. (Hervido, canela y limón)
Lo último que vi de ti fue tu voz de cristal que fue atravesando el tiempo hasta llevarme a otros tiempos. Me fui alejando despacio y volví a caminar por esa cancha de tierra donde un día estuvo el “Chile Crea”.
Caí en las fauces de un “amigo” vendedor de libros. Le pedí prestado dinero.
Me respondió que el negocio estaba muy malo. Que las ventas estaban pésimas, que a nadie le interesa la lectura y que a los que les interesa son unos miserables que piden rebaja tras rebaja.
Puso una cara tan patética que casi termino pidiéndole disculpas y pasándole los únicos 50 pesos que yo portaba.
Me vio débil creo yo, y me preguntó en tono pecaminoso y reptiloide.
¿Tal vez tengas algún librito para vender?, eso nos ayudaría a los dos.
Le respondí que no. Que no tenía ese tipo de lujos en mi casa. Y si tuve alguno ya estaba vendido y leído en otras manos y en otros ojos.
Sin embargo, recordé tu folleto. Me quedé callado. Lo pensé una eternidad.
¿Conoce a Eduardo Galeano? Le dije con voz trémula.
¡Claro que sí!, me contestó.
Y se paró en dos patas hablándome directo a los ojos de lo apetecido que eran tus libros.
El era una cobra de ojos negros discurseándome, yo era a lo más, un ratón de acequia o un conejo extraviado en la ciudad, hipnotizado por esas dos aceitunas negras.
No quise leerlo, no quise tocarlo. No quise hojearlo. Se había convertido, más que en un folleto en un espejo que me escupía mi indigna condición.
Volví al rato con tu opúsculo, le expliqué que el mismo, contenía tu firma.
Me acuso de haberlo firmado yo mismo. Que no tuve asco en plagiar tu firma.
Que el Dr., que el Licenciado Galeano no podría tener una letra tan fea.
Que era prácticamente ilegible.
Le dije que no, que era legal, original y real.
Le dije que si acaso él era grafólogo o qué. Me contestó que era ateo.
Callé por hambre.
Me dijo que daba lo mismo. Que el pensó que era un libro, que por ese folleto no me daría ni cien pesos. Que él no vendía trípticos, sino libros.
Después de haber limpiado su local con mi dignidad me dijo que me daría algo, sólo por ayudarme. Que tanta lectura lo había hecho ablandarse con el tiempo.
Ese día hubo un buen almuerzo en mi casa. Incluso compré un pollo.
Yo perdí el apetito camino a casa, aunque tal vez no se me perdió y quedó dando vueltas en ese local de compraventa de libros.
Han pasado 20 años desde que firmaste aquel librillo y no puedo evitar sentirme mal.
Que a pesar de haber aprendido a conocerte te traicioné. Cambié por dinero ese tesoro tierno que un día tuve.
A medida que avanzan las líneas de este escrito y se va decantando tanto recuerdo, la memoria del fuego hacer arder la llama de tanta utopía truncada. Y los recuerdos queman.
Pero eso sí, aún conservo las venas abiertas que desembocan en esa hoguera fluvial de todos nuestros sueños. Esa hoguera que tú también ayudaste a encender.
Y no importa que la llama se apague, lo que importa es volverla a encender.
Febrero del 2006.
(Recuerdos de Dictadura)
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