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¡Michelle!

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Hay fechas que se graban en la historia de los países, y sin duda que el domingo 15 de enero es una de ellas, pues en Chile, por primera vez en la historia de ese país una mujer asume la primera magistratura de la nación.

Venció limpiamente en una segunda vuelta marcada por dos hechos que las chilenas y chilenos supieron valorar con justicia y cultura política: en primer lugar la actitud de una derecha que no supo encajar el cambio de liderazgo que supuso la derrota de Joaquín Lavín y su reemplazo por Sebastián Piñera. Lo hicieron todo mal, como si hubiesen estado empeñados en restar votos, desde la odiosa campaña del miedo a las insinuaciones de la falta de liderazgo y capacidad con que intentaron opacar la figura de Michelle Bachelet y, en segundo lugar, la actitud responsable de los votantes de izquierda que dieron su apoyo a la candidata socialista sin embargo de las legítimas y justas cuestiones de principios y de imaginario de país que distancian al socialismo gobernante del socialismo de izquierda.

Una vez más los votantes de izquierda actuaron movidos por el realismo imprescindible a la hora de tomar decisiones políticas, de ahí que resulte incomprensible la actitud de Tomás Hirsch, el candidato de las fuerzas de izquierda en la primera vuelta de las elecciones, que insistió en llamar al voto nulo incluso a pie de urna.

En la historia política chilena, solamente Pedro Aguirre Cerda, en 1938, y Salvador Allende en 1970, generaron un sentimiento colectivo de esperanza tan fuerte como el que rodeó a Michelle Bachelet en estas elecciones. Un vocero de la derecha intentó descalificarla aduciendo que el prestigio político se conseguía en una suerte de escalafón de funcionario, pero sus votantes decidieron que el prestigio político de Michelle Bachelet estaba construído justamente por su forma de ser: una mujer serena, una doctora que, de la misma manera como Allende fue ministro de salud, también ocupó esa simbólica cartera ministerial, además de la de defensa en un país con las heridas todavía abiertas y al que los militares aún deben una humilde petición de perdón por los crímenes cometidos, por ejemplo, el asesinato del General Alberto Bachelet, militar fiel a la constitución y padre de la recién elegida presidenta.

Y cómo no iba a generar esperanzas una mujer separada que ha criado sola a sus hijos, una mujer que no vacila en reconocer su derecho al agnosticismo, una mujer que, junto a su madre pasó por uno de los mayores centros de horror y tortura como fue Villa Grimaldi, y salió entera, sin odio pero con una vocación inquebrantable de justicia. Cómo no iba a generar esperanzas una mujer socialista que jamás ha renegado de sus convicciones de izquierda ni se auto sometió a un dudoso reciclaje doctrinario.

Recuerdo una mañana, poco antes de ser nominada candidata, que en Villa Grimaldi hablé con varias personas y consulté qué opinaban de ella. Una amiga hizo una definición que se quedó grabada en mi memoria, dijo: “Michelle es como es, y eso es muy difícil de conseguir pero muy fácil de percibir; es transparente, habla y te mira a los ojos, te toca, logra que te acerques, te trasmite su seguridad pero también sus dudas; es una mujer de carne y hueso, no es un producto del poder económico o de complicidades políticas. Michelle es así porque se alimentó de las mejores esperanzas de su generación.”

Michelle Bachelet tiene 54 años y fue una de esas miles de muchachas y muchachos de la Federación de Estudiantes Socialistas que marchamos por las calles de Santiago apoyando el gobierno de Allende, que sacrificaron los días de descanso y prefirieron acudir a las jornadas de trabajo voluntario. Y es ese pasado un factor muy importante de confianza, de esperanzadora confianza.

Como presidenta de Chile se enfrenta a desafíos que exigirán de ella un creatividad enorme, porque la principal meta de su gobierno debe ser el terminar con el odioso apartheid que margina del bienestar a la mayoría de los chilenos. Es evidente que en toda decisión política – y no hay decisiones más políticas que aquellas que afectan a la economía- debe primar un sentido de la realidad, del reconocer el “esto es lo que hay, me guste o no, pero es lo que hay”, y teniendo como base eso que se llama realidad objetiva impulsar las transformaciones que el país necesita.

En 1990, el “esto es lo que hay, nos guste o no, es lo que hay”, era un pacto con la dictadura que se hizo entre cuatro paredes y con nocturnidad, que marginó de las decisiones políticas y de la participación a un tercio de los chilenos, y que acató el triunfo ideológico del pinochetismo y la derecha. Esa es la única manera de entender que se aceptara una farsa de constitución, el sistema binominal de partidos, la impunidad de los criminales, la ausencia de derechos sociales y laborales, y la intocabilidad del modelo económico neoliberal más brutal del planeta.

El golpe militar del 11 de septiembre de 1973, que se ejecutó por mandato de los Estados Unidos bajo el eufemismo de combatir el comunismo, fue para experimentar en Chile una teoría económica que, con cualquier oposición sometida bajo el terror, tenía que funcionar. Nunca de desmanteló la industria nacional de un país con tal celeridad. Nunca se tornó tan dependiente un país, en nombre de una competitividad de la que no podía tomar parte. Nunca se generó una clase de ricos tan ricos y nunca el empobrecimiento económico, moral y cultural de un país se dio de manera tan veloz. Nunca se entregaron los recursos naturales de un país con tanta generosidad, y nunca un país fue tan generoso tributariamente con los inversores.

Pero en el año 2006 el “esto es lo que hay” ha cambiado. El modelo económico neoliberal ha generado crisis globales, el peso del mercado sobre los Estados y las instituciones ciudadanas ha hecho que, sin poder oponerse, los habitantes del planeta sean víctimas de una regresión del capitalismo, que ha tornado a una fase de acumulación primaria en la que todo vale para asegurar la multiplicación de la ganancia, mientras los Estados, lumpenizados, se limitan a gerenciar el expolio de sus ciudadanos, o a reprimir en el peor de los casos.

Y como el “esto es lo que hay” ha cambiado, porque de los golpes militares para combatir al “enemigo interior” se ha pasado directamente a la agresión , esa es la única manera de entender la guerra de Irak o los constantes intentos de desestabilización del gobierno de Hugo Chávez, la gran esperanza que ha generado Michelle Bachelet es una esperanza ética.

Los chilenos deseamos recuperar el derecho a proyectar nuestras vidas hacia un futuro necesariamente mejor, pero visible. Deseamos recuperar un sentido de dignidad nacional que empieza por reconocer que la opinión de una chilena o un chileno es tan importante como la de un inversionista extranjero. Deseamos recuperar el derecho a imaginar un país en el que no haya ciudadanos de segunda clase. Un país en el que se reconozca la preciosa diversidad de los pueblos originarios y se reivindiquen definitivamente sus derechos como pueblo. Deseamos recuperar el derecho a decidir nuestra constitución, a participar de la vida pública y política bajo el sano prisma de “un hombre, un voto”. Deseamos volver a ser todos iguales ante la ley y que la ley sea igual para todos. Deseamos desarrollar armónicamente nuestra vida cívica para que con nosotros evolucione la democracia que queremos. Deseamos que nuestra democracia defina los límites del mercado, y no como propone el neoliberalismo, que el mercado limite los alcances de la democracia.

Y todos estos deseos, y muchos más, constituyen la fuerza del voto de confianza que ha recibido Michelle Bachelet.

Desde la esperanza, Michelle Bachelet tiene todo mi modesto apoyo de escritor y de chileno sin derechos. Pero ese apoyo será siempre crítico, constructivamente crítico, porque así lo aprendí de Salvador Allende, porque así me lo dicta mi cultura socialista.
Luis Sepúlveda, es adherente de Attac y colaborador de Le Monde Diplomatique.
Gijón, 15 de enero de 2006
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