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Valparaíso: Las camisetas amarillas de la prensa oficial

Valparaíso: Las camisetas amarillas de la prensa oficial
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Hace pocos días leía en redes sociales la indignación de personas, quejándose de que algunos damnificados por los incendios de Valparaíso, aprovecharan el bono (gift check como decían los más ‘estudiados’) para comprarse la camiseta o el buzo (salida de cancha) de su equipo favorito, el Colo Colo o la U de Chile. Y, aunque en un primer momento y sin rumiarlo, tendí a compartir esa indignación, al paso de los días creo que fue teledirigida por los medios, una vez más.

Para comenzar, es bueno puntualizar que la fuente que generó este alud de ‘indignación’ provino de la supuesta declaración de «un encargado de tienda» que, a ojo, habría dicho que «muchas personas se llevaban camisetas y uniformes de Colo Colo y Universidad de Chile”, es decir otra vez un dato no validado oficialmente por nadie, pero destinado a crear esa alarma pública, que llevó a los periodistas al punto de consultar su opinión incluso a uno de los honorables ministros de gobierno…

Primero, esos cheques no se podían convertir en dinero. Segundo, no se podían usar en otras tiendas, sólo en las tres indicadas. Tercero, son personas que lo perdieron todo, incluyendo no sólo sus casas, sino posiblemente su memoria de familia (fotos, documentos, recuerdos, cartas, regalos…). ¿Por qué nadie se quejó o se indignó por el negocio que hicieron esas tres casas comerciales, al más puro estilo de las pulperías de las salitreras (fines del siglo XIX), cuando las fichas no se podían cambiar en otras oficinas, y se tenía que aceptar el precio impuesto por el dueño? ¿Qué problema hay en que la gente quiera comprarse una camiseta con un dibujo que le guste? Otras personas decían que incluso había algunos que se compraban botas de la marca NorthFace, conocidas entre montañistas por su calidad y aislación térmica. ¿Tendrían que haber elegido zapatillas de lona o sandalias para la temporada otoño- invierno, como buenos pobres? ¿Es que había uniformes para pobres en esas tiendas? ¿Tendrán siquiera derecho a deprimirse un poco? No, tampoco eso, ni tiempo para eso, porque tienen que estar atentos a las maniobras del gobierno, a ver por dónde va la mano. Por cierto, conozco gente que, en momentos de angustia mucho menor que ésta, se mete en tiendas a comprar cosas que no necesita, gracias a una difundida práctica capitalista que dice que es un buen remedio. O que se endeudan cada Navidad para regalar cosas que no necesitan a personas que no quieren. Pero no, los damnificados de Valparaíso son demasiado pobres para poder hacer esto. “Lo único malo del capitalismo es que no alcanza para todos”, dice una frase que he leído alguna vez.

¿Qué hacen los medios entonces? Provocar respuestas del tono “es que este país de mierda no aprende nunca”, o “dios mío, cómo mierda vamos a progresar así”, o peor, “y con esta gente tengo la misma nacionalidad”. Eso cierra las puertas mentales a la solidaridad, a cualquier nueva noticia referente a los pobres de los cerros de Valparaíso. Y, por ende, descalifica la necesidad de autogestión, de reestructuración del tejido social, que es a lo que realmente teme el gobierno, por eso los pacos, por eso hoy en esos cerros hay más armas que palas y brazos. Es peligrosa la población organizada, es altamente peligrosa la población sensibilizada. A cambio, interesa la división del uniforme, de la marca en el pecho, al lado izquierdo, donde van bordados el golfista o el cocodrilo. ¿Qué son los uniformes de los equipos de fútbol sino uniformes de borregos? En un país de uniformes incluso eso parece que no se ajusta a reglas. No. ¡Por favor! ¡Que los pobres no accedan a nuestras mismas zapatillas, a nuestra ropa, a nuestras marcas! Quizás si llevaran en el pecho la marca Nike, lo más grande posible, pasarían por pobres del Bronx, a la usanza de las películas. O Adidas, o Reebok. Y daría igual, porque habrían sido acusados de usar marcas, de consumistas…

Quizás sea cierto, así no progresaremos nunca, sin entender jamás que nuestra solidaridad de discurso es una caridad analgésica y aséptica, distante, de palabra y nunca de hecho. Que la verdadera solidaridad está en quienes son capaces de blandir palas y pasar a través de pelotones de policía entrenada para reprimir sin pensar. “¿O prefiere usted que llame a un guardia y que revise si tienen en regla sus papeles de pobre? O mejor les digo como el señor dice: ‘bien me quieres, bien te quiero, no me toques el dinero”, como diría Serrat. Una caridad de ventanilla de banco, de cajero automático, de pantalla de televisión a la hora de la cena.

 

Un país sin capacidad de asombro pierde la capacidad de empatizar, de ponerse en los zapatos del otro, del vecino. Y más aún de quienes no han tenido los mismos privilegios o la ayuda moral para salir de la casta donde nacieron. Y pierde no sólo la capacidad de respuesta, que es el mal que aqueja a la administración de Bachelet comprobadamente en su segunda etapa, sino también la capacidad de prevenir que este tipo de hechos se repita. Por eso, gracias a la respuesta mostrada en el artículo de ‘La marcha de las palas’, es posible saber que, por debajo de los medios de comunicación y de la masa que traga, hay gente actuando, que es posible recuperar el tejido social, la organización vecinal, a la que tanto temen los poderosos. Esos hechos son verdaderas noticias. Y debería serlo también que descubran qué negocio montó el gobierno con las tres casas comerciales, en lugar de favorecer también a pequeños comerciantes, por ejemplo.

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