Marchamos por 18 de julio, que no es una fecha sino una avenida, en una experiencia personalmente inolvidable de silente expresividad. También por el 25 de octubre, que no es una calle sino una fecha histórica, cuando una mayoría ciudadana, también silenciosa, hirió gravemente a la igualdad y a la dignidad, aunque simultáneamente se expresó por la continuidad del cambio político y social en curso. La paradoja es tanto lingüística como política en este caso. El lector de habla hispana desavisado de la filología popular uruguaya, deberá quedar enterado que en tierras orientales, marchar, usado generalmente en primera persona del plural, también alude a una derrota colectiva. Aquél 25 muchos “marchamos” cuando el voto rosado (que anulaba la vigente ley de “caducidad de la pretensión punitiva del estado”, es decir, de impunidad para los terroristas) no alcanzó la mayoría absoluta. Casi todos “marchamos”, excepto una minoría beneficiaria de la impunidad según la acepción oriental aludida, independientemente de la actitud de cada elector. Muchos más que los que lo hicimos físicamente por 18 y más aún que el propio pueblo uruguayo. Buena parte de la humanidad “marchó” aquel día, tanto como parece “marchar” ahora por la suspensión del juez Baltasar Garzón, decidida por el Consejo del Poder Judicial, es decir, por algunos de sus pares.
Posiblemente la desembocadura táctica sea que haya que marchar para resistir esta inesperada victoria tardía de la derecha española. No necesariamente en defensa personal del magistrado, sino de la libertad de la justicia para investigar todo crimen del franquismo o de cualquier otra expresión de terrorismo de estado en el mundo. Y la marcha es una de nuestras principales armas expresivas para no “marchar” o dicho de otro modo, para desterrar del universo jurídico las diversas exclusas que clausuran el camino a la verdad y a la condena de los asesinos. Las sucesivas batallas de la guerra inconclusa por el esclarecimiento de la historia y la simple igualdad jurídica en las diferentes naciones sometidas en algún momento de su historia al terrorismo de estado, trascienden la mera nacionalidad e involucran a toda la humanidad, consciente o no, pasiva o movilizada, informada o indiferente, en su tortuoso tránsito histórico hacia la conquista del derecho elemental a la libertad y a la vida. Hoy en Uruguay o en España. Ayer y mañana en Buenos Aires o Tegucigalpa, en Santiago o Asunción.
Si la realidad no fuera afortunadamente complejísima y pluricausal, a la par que reescribible y renombrable, pareciera que su destino estuviera aherrojado sólo por las palabras en este paradojal ejemplo uruguayo. Algo de lo que se ha ocupado el notable filósofo Michel Foucault en su obra “Las palabras y las cosas” al sostener que todos los períodos de la historia poseen ciertas condiciones fundamentales de “verdad” que constituyen lo que es aceptable o no, a través de un cambio de episteme. Concepción complementada luego en su otro libro “Arqueología del saber”, donde dirige el análisis hacia la oración gramatical, la unidad elemental del discurso, que depende de las condiciones en las que surge y pervive dentro del campo discursivo. Foucault inaugura una nueva etapa del análisis de las prácticas discursivas alejado por igual de la antropología y la hermenéutica. Le debemos el señalamiento de estas posibles paradojas lingüísticas y algunas de sus consecuencias históricas.
La guerra que se libra opone igualdad a impunidad y vida a violación. Esas son sus trincheras y su conclusión es aún incierta aunque hoy la vigencia de las constituciones permite batallar en otras condiciones que cuando se resistía a las tiranías criminales. Entonces se intentaba constituir gérmenes democráticos al interior del infierno terrorista. Hoy se intenta desenquistar el terrorismo del aún raquítico cuerpo democrático, para que no haya riesgo de reavivamiento y posterior metástasis. ¿No es ésta una postura maniquea y simplista? Posiblemente omita matices y mediaciones que me son imperceptibles tal vez por la conmoción emotiva de los valores en juego y el imperativo ético al que nos convoca. Me resulta tan básica y elemental que ni siquiera es una guerra por asegurar la vida en su totalidad y plenitud ya que aún ganándola, no está garantizada en el capitalismo, menos aún cuanto más salvaje e indiferente sea y cuanto más pobre y periférico. Volviendo al peso de las palabras, lo expresamos coloquialmente en nuestra lengua, en todas las geografías y no solamente en el Río de la Plata, naturalizándolo, cuando nos referimos a “ganarnos la vida” como sinónimo de oficio, trabajo o profesión. Con ello afirmamos que la vida no está ganada, que no es un derecho y que para poder vivir debemos o debimos realizar determinada cosa que la permitiera: vender la fuerza de trabajo. Claro, no todos, sólo las mayorías. Hay minorías para las que la vida sí está ganada, aún bajo estados terroristas. Por ello vemos morir “constitucionalmente” a aquellos que no logran “ganarse la vida” sea en las calles o en los asentamientos.
En el contexto de esta guerra por el futuro, la batalla por la verdad es hoy la madre de todas las batallas. La del conocimiento del pasado, la de su denominación y la de la condena de sus responsables y protagonistas. Aún con caducidad vigente (y como ya sostuve en otras notas, de manera irreversible luego del último plebiscito) hay aún un inmenso margen de acción política y comunicativa sobre la institución criminal. Los estados terroristas contaron con colaboradores individuales en todas las clases sociales, en todas las franjas etarias y en todas las instituciones estatales y civiles. Pero sólo una institución tomó el poder político y se adueñó literalmente de la vida de los pueblos: las Fuerzas Armadas. No fue institucionalmente el Poder Judicial ni Adeom. No fue la AUF, ni la Udelar. Es esa misma institución que lejos de asumir esta responsabilidad y colaborar para esclarecer la ignominia, para diferenciarse de sus antiguos líderes del horror, hoy silba bajito cuando en el Círculo Militar se vanagloria la tortura y la desaparición de personas, la cárcel y el crimen. En consecuencia es decisivo reabrir el debate sobre el rol de las Fuerzas Armadas y su funcionalidad, independientemente de la existencia de una ley de defensa nacional, del posible retraso salarial de sus cuadros o de la colaboración coyuntural que puedan prestar para paliar el déficit habitacional. La pregunta acerca de qué hacer con esta institución corrompida y ensangrentada en la acción pasada u omisión presente, sólo ineficaz y paquidérmica en el mejor de los casos, no debe ser excluida del debate. Era muy importante esta marcha para ratificar la pertinencia de la interrogación.
Pero al deber cívico fácilmente inferible de las líneas que antecedieron, de marchar con decenas de miles por la avenida montevideana contra la impunidad y por la verdad, teniendo la oportunidad de asistir, debo añadir el complemento placentero de la emotividad. Por la compañía de amigos y porque personalmente hay algo del silencio que me conmueve más que el bullicio. Algo de la resistencia que me fortalece más que la alegría de los triunfos electorales. Me ubiqué casi en la retaguardia para reparar mejor en las cúpulas arquitectónicas que en las políticas, hasta que el diario del día siguiente complementó esta visión desde adentro con el anuncio de la presencia del Presidente Electo. Un signo de estímulo al movimiento y a la reivindicación de la justicia, más allá de su ternura con la senectud. Esto último, junto con la cesión de la cadena nacional por primera vez para convocar a la marcha, alientan la sensación de que algo puede seguir conquistándose y no todo se perdió el 25.
Tal vez sólo creímos que “marchamos”.
23/05/10
– El autor es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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