Varias han sido las expresiones e iniciativas cuestionadoras de la magnitud salarial de los políticos tanto en sus inserciones estatales como civiles, que no pueden desconocerse por el hecho de que no hayan obtenido resultados prácticos institucionales. Las hay amplias e ingenuas, como la preocupación por los “costos de la democracia”, que expresa en cuatro palabras -epidérmicamente untadas por el sentido común- varias falacias. Entre ellas, que la democracia se reduciría al ejercicio de cargos por parte de profesionales, negando las múltiples alternativas de distribución del poder en el demos, hasta la propia noción de “ahorro” que por oposición a “costo” se cuela en la aserción, sugiriendo implícitamente variantes más autoritarias y concentradoras aún de tal poder. También otras más ceñidas, como las que retoman el rescate marxiano de la experiencia comunera de 1871 en París, que restringía los salarios al de un obrero. O, para no ir tan lejos, como formularon los profesores secundarios uruguayos el año pasado cuando propusieron la equiparación de los sueldos parlamentarios al de un docente grado uno, cosa que representaba algo más de un 10% de tal sueldo. Algunos incluso proponían extenderlo a todos los cargos políticos de organismos y entes del Estado.
La respuesta de Gandini, diputado del conservador partido blanco, no se hizo esperar: “No estoy dispuesto a ganar ese sueldo ($ 14.305 contra los $ 116.713 que recibía); la verdad que me dedicaría a otra actividad, no puedo mantener a mi familia con ese dinero”, afirmó al portal “librementeuruguay”. El caso uruguayo tiene además particularidades contrastantes, porque por ejemplo a nivel departamental, cobran salarios los intendentes y todo su gabinete (el ejecutivo municipal), pero no así los ediles (el legislativo) que cumplen sus funciones ad-honorem. Lo mismo sucede en las ciudades y/o circunscripciones capitalinas, donde perciben salarios los alcaldes, mientras los concejales lo hacen también honorariamente. Pero para mensurar las tasas de desigualdad (cualquier magnitud dividida por cero -tal el caso de los ad-honorem- nos da infinito) no se trata de remuneraciones simbólicas sino bastante jugosas, como surge del sinceramiento del diputado citado, que cree que en vez de haber ganado una elección para representar conciudadanos, ganó un concurso para un puesto ejecutivo en una multinacional, donde si no le pagan bien, se va a buscar a un mejor postor. En términos aproximados, un legislador recibe una retribución mensual que supera los U$S 6.000 y en el caso del presidente de la asamblea legistativa, los U$S 10.000, con algunos rubros insólitos en la composición de todos los parlamentarios como partidas para compra de diarios y publicaciones de más de U$S 750 (¿no hay una hemeroteca en el congreso?).
Uno de los argumentos más generalizados en defensa no sólo de la profesionalización de los políticos, sino particularmente de sus altos estipendios, es el que sostiene que la reducción de ellos estimularía la corrupción. La experiencia fáctica de países con altos niveles de corrupción estructural (casi todos los latinoamericanos) no sólo no lo demuestra, sino que sugiere exactamente lo contrario. En Argentina, por ejemplo, prácticamente todos los políticos notorios, salvo algunas excepciones, son millonarios, cualquiera sea su origen social o su inserción en poderes del Estado u organizaciones civiles como los sindicatos. Y también sus salarios son siderales comparativamente con la media laboral. Por poner un ejemplo, el político y sindicalista Barrionuevo también se sinceró en pleno auge del neoliberalismo menemista, con una célebre frase que hasta hoy se recuerda en ese país, cuando sostuvo en televisión que, para solucionar los problemas argentinos: “tenemos que tratar de no robar por lo menos dos años”. También se recordará en Perú el caso del aristocrático periodista Jaime Bayly, quien supo tener aspiraciones presidenciales, aunque le preocupaba el magro salario presidencial que rondaba los U$S 6.000. Cuando recibió en su casa al por entonces presidente Alan García, a quién finalmente denunció, el mandatario pretendió tranquilizarlo ante la modestia salarial diciéndole que “en el cargo, si uno no es cojudo, la plata llega sola”. A diferencia del atesoramiento de formas físicas de la riqueza material, la dineraria no tiene límites subjetivos ni prácticos que limiten su codicia, ni tampoco que exhiban sus magnitudes.
El flagelo de la corrupción es un fenómeno complejo y pluricausal al que, como mínimo, las altas remuneraciones tienden a recubrir de una primera pátina ideológico-explicativa a los altos estándares de vida de los políticos. O en otros términos, ayudan a velar la corrupción aportando cierta justificación ideologizada de la meteórica escalada social ascendente de una buena parte de ellos. Entre las variables que le otorgan tal complejidad, interviene la ética (o su ausencia) del propio político, el grado de cultura cívica e intransigencia de la sociedad para con esta plaga, los niveles de control en los diferentes poderes del Estado (particularmente el judicial y su independencia), la generación de instrumentos de transparencia de la gestión pública que con las tecnologías actuales puede llegar a ser sumamente extensivo y eficaz, entre varias otras menores. Y también obviamente los institutos del régimen político que alienten o limiten la autonomía de los dirigentes respecto sus dirigidos.
En cualquier caso, mi intención es poner a discusión la profesionalización de la política, con o sin corrupción. No necesariamente todos los casos suponen un accionar corrupto sino que pueden explicarse por los mismos enormes privilegios de la “clase política” y las picardías para valerse de ellos, haya o no corruptela. El hilarante caso del ex presidente uruguayo Lacalle es un buen ejemplo. El actual presidente Mujica, entonces oponente en la disputa presidencial, expresó directamente que Lacalle “puede hacer la donación de la jubilación (…) si quiere le hacemos una ley pero no precisa. Tiene toda la cancha abierta para donar. Le hacemos una medallita, no hay problema. Yo lo acompaño, si salgo presidente esté tranquilo que lo voy a donar (…) Ahora, él lo puede hacer ya porque él fue presidente” (como siempre Mujica, personalizando en lugar de instituir). ¿Cuál fue la respuesta que recibió?: “Si él puede hacerlo que lo haga, yo no porque es el único ingreso que tengo”. Pero lo cierto es que no sólo sus ingresos, sino buena parte de su patrimonio también se deben a sus servicios como mandatario. Cuando declaró sus bienes, al igual que todos los candidatos presidenciales, lo que informó al semanario “Búsqueda” fueron 2,5 millones de dólares, lo cual duplicaba la sumatoria de todos los bienes de los otros tres postulantes. De hecho, en la elección interna previa de su propio partido, el diputado Ramírez lo acusó de haber incrementado su patrimonio en un millón de dólares en un año y medio. Lacalle explicó este incremento en base a su capacidad de ahorro durante su gobierno, «porque el Presidente gasta sólo en farmacia y vestimenta, y tiene la posibilidad de ahorrar todo su sueldo, 10 mil dólares por mes». Supongamos que así sea y le haya permitido comprar su mansión en el coqueto barrio de Carrasco en Montevideo (son unos U$S 600.000 en 5 años de mandato que en los años ´90 permitían adquirir imponentes residencias). La ecuación cierra en todo sentido. Dado que el privilegio de tener un sueldo enteramente ahorrable le permitió adquirir y habitar un palacio, ahora necesita de una pensión de millonario para mantenerlo. Lo que no cierra tanto es que si además de otras propiedades urbanas declaró un campo de casi 1.000 hectáreas con forestación, 403 cabezas vacunas y 674 de lanares, no obtenga alguna renta de ello. ¿El ganado es para autoconsumo y los eucaliptos –que con subsidios y exenciones alentó plantar en Uruguay- son para echarse a su sombra?
En Uruguay las privilegiadísimas jubilaciones presidenciales (85% del salario del presidente, las más altas que paga el Estado) las impuso la dictadura hasta ser derogadas en el ´96 durante la segunda presidencia de Sanguinetti. Pero curiosamente la percibe el propio Sanguinetti, también mediante la manganeta de acogerse a ella por su primer período, además de Lacalle (quién ejerció antes de la derogación e inclusive la ignoraba) y Batlle que encontró una perrería distinta: como tenía causal jubilatoria abierta como ex senador en el ´95 pudo acogerse al beneficio de la jubilación anticipada al dejar de ser presidente, en el año ´05. Apeló legalmente a un instrumento que ya estaba derogado pero vigente cuando inició su jubilación. ¿Quiénes son sus beneficiarios? No casualmente, los tres presidentes posdictatoriales (todos de derecha) previos al gobierno progresista. Y también las cobraron los presidentes genocidas de la dictadura.
Los perjuicios de la profesionalización de la política, además de las múltiples expropiaciones de potencias decisiones que el propio régimen político les concede, son tan evidentes como diversificados, más allá de la economía. Sin embargo, no se concluye que la limitación marxiana o la propuesta de los profesores uruguayos sea necesariamente la alternativa a ello. Pero el debate preciso requiere de otra nota. La víctima es siempre la ciudadanía.
Cuando se apaga el demos, se enciende el demiurgo.
El autor, Emilio Cafassi, es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. cafassi@sociales.uba.ar
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