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Villa Grimaldi, el territorio del horror. A puro dolor

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Sólo ruinas encontraron los ex presos cuando abrieron las puertas de Villa

Grimaldi. Fueron los primeros en entrar. Durante años habían intentado ver lo que había dentro encaramándose por las altas rejas. Era una obsesión para ellos porque allí, en la calle José Arrieta 840, conocieron el infierno que marcaría sus vidas. Casi cinco mil personas pasaron por ese lugar, a 226 nunca se las volvió a ver. La mayoría tenía entre 20 y 22 años y hoy, más de 30 años después, los sobrevivientes siguen teniendo marcas en sus cuerpos, sus almas y sus mentes, de los profundos arañazos de los tormentos.

 “Recorrimos el lugar rearmando nuestros recuerdos poco a poco, cada uno con su visión parcial”, cuenta Carmen Rojas, una superviviente. No era fácil, ninguno podía dibujar el mapa completo de lo que fue el Cuartel Terranova de la DINA, porque vivían con los ojos vendados. “Pero los restos de azulejos nos indicaban que allí había estado el baño, unas baldosas rotas era las señales que quedaban de un pasillo”. Y pudieron reconstruir, con trozos de memoria, lo que los militares habían intentado borrar con bulldozers. También han tenido que hacer el recuento de quiénes pasaron por la villa, porque los militares jamás han querido entregar sus archivos. “Y existen, porque todos éramos fichados en cuanto ingresábamos”.

Hoy, la primavera estalla en todos sus rincones y el gigantesco ombú es de lo poco que se conserva del pasado. En ese árbol se sentaban los prisioneros las pocas veces que los sacaban de sus jaulas, y allí podían comprobar quién seguía con vida. Unas placas de cerámica en el suelo señalan la zona de los atropellos, donde los prisioneros eran embestidos con autos, la piscina donde los ahogaban, el lugar donde los electrocutaban. Han reconstruido las “casas Corvi”, cajones de poco más de un metro cuadrado donde hacinaban a cuatro y cinco personas durante días, y lo peor de todo, “la torre”, donde en los descansos de la estrecha escalera fabricaron unas cajas en las que vivían encogidos, porque en ese espacio no era posible estar de pie. Allí estuvo encerrada ángela Jeria, la madre de Michelle Bachelet. Casi todos los desaparecidos en Villa Grimaldi fueron vistos por última vez en esa torre maldita.

En 2003, un grupo de supervivientes se reunió allí para un reportaje. Muchos no se veían desde hacía décadas. Rosa Elvira mostraba las fotos de su hija, que de alguna manera también es una superviviente, ya que estaba en el vientre de su madre mientras ésta era prisionera. Otras cinco mujeres también estaban embarazadas en la época, enero de 1975, en que la Presidenta y su madre fueron llevadas a ese recinto. Y la periodista Marcia Scantlebury, la médica Marisa Matamala, Fidelia Herrera, miembro del Comité Central del Partido Socialista, Teresa Izquierdo, hermana de María, la actriz, y Mira, la madre de Max Marambio. Ellas recuerdan los llantos de una guagua de un año, que luego fue encontrada en un hogar de menores tras la desaparición de sus padres, y jamás olvidarán a esa niña de tres años, detenida junto a su madre, que reproducía los gritos y los lamentos de los torturados cuando lloraba. Marcia, mientras guiaba al juez Garzón, le contó: “Escuchábamos que al otro lado del muro había niños jugando. Era tan raro escuchar sus risas en medio de esta locura”.  

Casi un niño
Osvaldo Torres estuvo detenido en la misma época que Michelle Bachelet. Hoy es concejal de Peñalolén, la comuna a la que pertenece Villa Grimaldi. Recuerda cuando llegaron al centro de torturas José Carrasco Tapia, Rodrigo del Villar, hoy presidente de la Corporación Parque por la Paz Villa Grimaldi, y supo de Gabriel Salazar, Premio Nacional de Historia, entre tantos. “Y estaban con nosotros por lo menos dos chicos que no tenían más de 16 años”. A principios del ’75, ya sabían dónde estaban, a pesar de que era una cárcel clandestina.  Su fama terrorífica era un secreto a voces. Monseñor Enrique Alvear se atrevió en esa época a golpear sus puertas pidiendo a gritos que soltaran a los presos. No hubo respuesta.

Uno de los muchachos que recuerda Torres en verdad tenía 17 años, Claudio Durán Pardo. Era casi un niño; de hecho, los primeros pelos de su barba le crecieron allí. “Cada minuto era el final de mi vida en Grimaldi”, escribe en su libro “Autobiografía de un ex jugador de ajedrez” (porque fabricó las figuras del juego con miga de pan mientras estuvo prisionero). Después de Grimaldi recorrió varios campos de  concentración y terminó viviendo en California, donde se hizo músico. Ahora está en Chile y estrenó su obra “Arqueología de la memoria”, ayer, en el teatro de la villa, ante la Presidenta. “De este lugar recuerdo la vergüenza de la desnudez, el daño que Nos hicieron. Ahora mi desafío como artista es cómo transfiero mi experiencia, sin aterrorizar, pero que se entienda”. ¿Y cómo reparar el daño? “Con justicia. Espero que sea ejercida”.

Sólo la paciencia infinita de algunos supervivientes consiguió que los mandamases de la DINA y algunos subalternos, de oficio torturadores, como Manuel Contreras, Miguel Krasnoff, Marcelo Morén Brito, Basclay Zapata y Osvaldo Romo, estén pagando con cárcel. Paciencia infinita para ir una y otra vez a declarar a los tribunales, y mucho valor para enfrentar los careos en mínimas salas donde casi se rozaban con sus verdugos. Nubia Becker es una de ellas y aún recuerda cómo la actuaria, con un descriterio notable, abandonó el lugar del careo y se quedó a solas con Krasnoff durante minutos que parecieron eternos. Antes, mientras esperaba a que la llamaran, se acercó un hombre: “Hola, Nubia, ¿no te acuerdas de mí? Yo nunca te he olvidado. Fui tu carcelero en la villa. Ahora soy un desertor y vivo fuera, en Europa. Sólo vengo porque soy testigo de cargo contra estos tipos”.

Pero el principal responsable de todo lo que allí ocurrió, Augusto Pinochet, había quedado inmune ante las mil y una acusaciones. Hasta ahora. El 4 de octubre, la Corte Suprema desaforó al general en retiro por 23 casos de torturas en Villa Grimaldi y 36 secuestros. La noticia dio la vuelta al mundo, porque Pinochet había sido requerido por la justicia por lavado de dinero y asesinatos, pero jamás por torturas. Esta semana, al juez Alejandro Solís se le notificó el “cúmplase la petición de desafuero” por parte de la Corte de Apelaciones de Santiago, y en cualquier momento puede ir a interrogarlo. Tras eso, el proceso, el juicio y su posible condena, la primera contra él, si llega a producirse.

En esta causa están 25 ex prisioneros de Villa Grimaldi que tienen como abogado a Hiram Villagra, y desde el 2004 han tenido que hacer el penoso recorrido de recordar, afinar detalles, someterse a exámenes físicos y sicológicos para que el juez Solís pueda actuar. “El caso es muy contundente. Villa Grimaldi no podría haber existido sin la autorización de Pinochet”. Y una demanda civil pretende que el general (R) pague las indemnizaciones con su patrimonio, no como el caso de las víctimas de los informes Rettig y Valech, en que todos los chilenos han tenido que pagar por las culpas del terrorismo de Estado.  

Parque Por La Paz
La historia del Parque por la Paz es también una historia de tenacidad. La villa, tras muchos intentos por borrarla de la memoria y de venderla, fue finalmente expropiada por el Estado, gracias al empecinamiento de mucha gente, como la fallecida diputada humanista Laura Rodríg
uez, Coral Pey, promotora de la Mesa de Derechos Humanos, el cura José Aldunate y la voluntad política del Gobierno de Aylwin. Hoy es Patrimonio y Monumento Histórico Nacional. No se cobra entrada y subsiste gracias a aportes privados, otros del Estado y la luz y el agua la paga el Municipio de Peñalolén. Hay muchos proyectos, como el teatro que ayer se inauguró, y el museo, que ya tiene los rieles con que lanzaron los cuerpos de prisioneros al mar en las costas de Quintero.

Ayer, por primera vez un Mandatario, en este caso la Presidenta Michelle Bachelet, volvió al lugar donde estuvo prisionera. ¿Cuántas cosas se le removieron al ver una vez más ese sitio? Ahora es tan distinto, es el Parque por la Paz, un hermoso lugar donde resulta difícil imaginar todas las barbaridades que allí se cometieron. Son los propios supervivientes los que guían a los visitantes y les cuentan lo que vivieron. Llega mucha gente, familiares que vuelven siempre a recordar a sus ausentes, expertos Internacionales a buscar información, estudiantes que preparan tesis sobre la memoria histórica, invitados ilustres que en sus visitas a Chile piden ver lo que fue aquello. Y por muchas veces que se haya estado allí, cuando quedan  solos mirando los jardines, la silueta de la torre, los pájaros y los niños corriendo por entre las flores, no siempre es posible evitar un dolor profundo en el corazón y ganas de romper a llorar a mares.

De todos los testimonios del horror, el que más golpea es la pequeña exposición con recuerdos de los muertos. Son unas cajitas con objetos simples, como el cuello de lana que usaba un joven muerto y que la familia recuperó y que se turnaban para usar en los días de frío, y de esa manera sentirlo un poco cerca. Madres, hermanos, a veces hijos, que saben que sus muertes fueron horribles y que no hubo piedad. Ni el calor del verano de 1975 ni la tibia primavera de 2006 pueden aplacar este tremendo escalofrío.
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