Es increíble que Chile y otros países sudamericanos aceptemos -¡y felices!- una competencia “deportiva” que guarda más similitudes con el circo romano que con cualquier actividad efectivamente deportiva que, además de una sana entretención, desarrolle la salud y destreza física de sus participantes.
En efecto, en el desarrollo de estos rallies han muerto decenas de personas, entre competidores, espectadores, periodistas y personal de apoyo; y han quedado centenares de personas heridas de consideración. Y las muertes y graves heridas ocurren indefectiblemente todos los años. Por algo fueron “expulsados” de Europa y Africa. Es penoso el grado de insensibilidad moral y humanitario demostrado por nuestras autoridades políticas y deportivas; por los medios de comunicación y el periodismo deportivo; por nuestras instituciones políticas, profesionales, universitarias, culturales, religiosas y de derechos humanos; al promover o, al menos, demostrar una total indolencia respecto de un macabro espectáculo que se desarrolla bajo el ropaje de una “competencia deportiva”.
¡Cuántas personas más tendrán que morir, quedar discapacitadas o gravemente heridas antes de prohibir esta bárbara actividad! Basta con comparar esta aberración con el deporte competitivo más peligroso que se desarrolla en la actualidad: el automovilismo. En este es absolutamente impensable que se desarrolle un circuito de Fórmula Uno teniendo la virtual seguridad de que todos los años morirá gente en torno a él, y que quedarán muchos heridos, además de la destrucción total o parcial de numerosos vehículos. Todavía se recuerda como gran tragedia –que lo fue- la muerte de Ayrton Senna en el Gran Premio de San Marino de 1994, ¡hace veinte años! Desde entonces no ha fallecido nadie accidentalmente en las carreras de la Fórmula Uno, no solo en San Marino sino que en ninguna de las cerca de veinte carreras anuales de esta especialidad…
En el actual “Rally Dakar” ya han fallecido tres personas. El motociclista belga Eric Palante (51 años, cinco hijos) cuyo cadáver fue encontrado por el “camión escoba” que sigue a los competidores un día después (lo que ya ha ocurrido en dakares anteriores…); y dos fotógrafos cordobeses cuya camioneta desbarrancó en Catamarca: Agustín Mina (22) y Daniel D’Onofrio (51). Además, ha habido numerosos heridos graves como el motociclista chileno Jeremías Israel que quedó con “nueve fracturas –en su hombro, brazo y mano derechos, su nariz, órbita y costillas-, un TEC cerrado sin compromiso neurológico y múltiples contusiones, incluyendo pulmonares” (El Mercurio; 16-1-2014). Además, al miércoles 15 pasado, de 431 máquinas que largaron de Rosario, ya “había 211 bajas confirmadas” (Ibid.).
Por si lo anterior fuese poco, hay que agregar que el “huracán Dakar” deja un profundo daño en la “fauna, flora y sitios arqueológicos de gran valor patrimonial y simbólico para etnias y comunidades locales. De hecho el Colegio de Arqueólogos de Chile denunció que desde la llegada del Rally a Chile (2009), han sido destruidos unos 250 sitios documentados” (piensaChile).
Todo lo anterior configura un cuadro deprimente sobre el valor que le damos realmente a la vida y a la integridad física en nuestro país y en los países vecinos. Y aquí nadie puede sacar pequeños réditos políticos. Responsables de haber “importado” esta barbarie son tanto Bachelet, Piñera, Fernández, Humala y Morales. Esperemos que las sociedades civiles de nuestros países le hagan honor a su nombre e impidan que siga desarrollándose anualmente un espectáculo que, además de su reguero de sangre y destrucción, constituye una vergüenza nacional e internacional.
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