Martes, 15 de Febrero de 2011 08:49
Se soñaba boxeador o futbolista; entrenaba en un gimnasio
todos los días y salía a correr, como devorándose el mundo en un solo respiro.
A los 19 la vida suele ser eso. Y no hay sitio para la muerte, señora lejana y
ajena. Que sólo engulle a los otros, a los que se cansaron, a los desconocidos,
a los que perdieron en una esquina cualquiera la adrenalina de los días. Pero
él no. El estaba intacto y jugaba desde el ring a pegarle un par de puñetazos a
la injusticia y al dolor. Y estaba convencido de que podría esquivarle a la
historia esos golpes arteros y desmedidos que voltean.
La última fotografía de Lucas espeja las ganas de vivir. La
sonrisa de labios carnosos y la rosa de pétalos intensamente rojos entre los
dedos, el pelo revuelto que asoma por debajo de la gorrita visera, la cadena
con un corazón plateado sobre el torso desnudo y el arito en la oreja izquierda
lo muestran en esa eterna y plena juventud en que los disparos de la escopeta
12.70 lo dejaron anclado para siempre. Sin mañana. 19 años perennes, recién
estrenados hace menos de un mes. Como un perpetuo Peter Pan atrapado en ese
no-mundo de los pibes caídos.
Lucas Rotella vivía en una casita con techo a dos aguas en
el Barrio Aeroclub de Baradero. A unas cinco cuadras de la plaza Colón, iba y
venía por las callecitas de tierra y empezaba a tomarle el gusto a esa moto que
su hermano le acababa de regalar. Ese hermano que estaba por estrenarlo de tío
y que lo llenaba de sueños de solo imaginar que en poco tiempo tendría un bebé
entre sus brazos musculosos para malcriar.
Su vida entera transcurrió en Baradero, ese pueblo de 33.000
habitantes que ya sabe de muertes jóvenes. La moto en las noches lo impregnaba
de ese vientito tenue de las madrugadas de verano. Igual que al "Portu" y a la Giuli hace menos de un año.
Es extraño. O tal vez no. Sin saberlo siquiera, el Portu, Miguel Portugal, y
Lucas tenían en común una cosa: la risa. Dicen los pibes de la escuela técnica
que el Portu era el pibe más feliz que jamás hubieran conocido. Y que Giuliana
se aferraba a la vida porque el amor, a los 16, es eterno y no hay murallas que
se interpongan.
Las ocho balas que entraron por la espalda al cuerpo de
Lucas Rotella no tiene otra explicación que la impunidad y el poder de decidir
como dioses omnipotentes quién vive y quién muere. Cuando el intendente de Baradero dijo a los
medios que "nadie puede establecer las razones que llevaron a este policía a
terminar con la vida de este joven" hay demasiada historia que queda a la
deriva. ¿Acaso tan pronto sepultó los nombres de la Giuli y el Portu? ¿Olvidó o
no supo de los días truncados de Franco Almirón y Mauricio Ramos? ¿No escuchó
quizás de la geografía acribillada de Mariano Ferreyra? ¿Es tan volatil la
memoria que las vidas de los pibes no cuentan y quedan arrinconados en el país
del desamor y el desdén?
"La policía me tiró", fueron las últimas palabras
amontonadas y sin respiro de Lucas. "Tenía un pulmón partido, todos los
intestinos destrozados por la bala de plomo", contó Miguel, el papá. Que trató
de aferrarlo a la vida sin entender lo que ocurría con su cachorro y viendo
cómo se le escabullía de sus brazos para siempre, ahí mismo, en la puerta de su
casa.
Culpable por ser joven. Por estar lleno de vida. Por subirse
a una moto y sentir miedo de que se la quiten en un simple control de tránsito.
Culpable por cruzarse una madrugada con Gonzalo Kapp, policía investigado desde
Asuntos Internos por abuso de autoridad. Culpable por no saber que ese mismo
policía había amenazado meses antes con su arma reglamentaria a un grupo de
pibes en una fiesta de egresados y a pesar de todo seguía en la Bonaerense. Culpable
por estar vivo. Por creer que no hay armas capaces de derribar a la
adolescencia.
La crueldad suele desnudarse abruptamente. Aterriza en el
territorio de la ternura y la destroza en un par de segundos. Y roza con sus
brazos feroces a otros pibes. A los que quedan. A la misma hija de Kapp que
-describió la prensa- llegó hasta el entierro de Lucas y dijo: "Lo que hizo mi
papá es un desastre y no me gustaría que me culpen a mí".
No hay regreso de la muerte violenta. No es posible. No hay
modo alguno de entender ese despojo cruento que en tan solo un instante
permitió que la mano absurda del poder se llevara otra semilla de vida. ¡Qué
sencilla es la muerte: qué sencilla, pero qué injustamente arrebatada!", diría
Miguel Hernández cuando veía cegado a Federico de su saliva.
Lucas es Franco, es Mauricio, es el Portu y la Giuli. Lucas es
Luciano, es Mariano, es Diego y es Walter. Lucas es uno y miles barridos del
fango y de los días. Lucas es un pibe menos en medio de tantos otros que se
está devorando injusta y sistémicamente la perversidad.
*Fuente: Pelota
de Trapo
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