Con intención de concluir en esta contratapa la enumeración
de las líneas centrales de la breve exposición que realicé en el debate sobre
el rumbo de la izquierda ("¿Involución o reformulación transformadora?"),
dedicaré inicialmente sólo algunos breves caracteres al problema de la eficacia
para subrayar prioritariamente luego la cuestión de la legitimidad, ya
definidas con anterioridad. Es que los límites (y en menor medida los alcances)
en la primera parecen ser evidentes y reconocidos por la casi totalidad del
espectro izquierdo-progresista uruguayo aunque con diversos énfasis, prisas y
prioridades explicables por la amplitud del espectro ideológico y político
aludido, al que insisto en situar inclusive allende el propio Frente Amplio.
Sin ir muy lejos, el propio Presidente Electo, hizo recientemente pública su
preocupación por la morosidad redistributiva del ingreso y por otras cuestiones
de urgencia social como el déficit habitacional o la atención a la indigencia e
insta a su gabinete a monitorear y acelerar la intervención eficaz sobre estos
problemas.
Por supuesto que esta constatación no cierra un debate
indispensable sobre el rumbo de las políticas económicas y sociales y menos aún
sutura desgarros (sobre todo por izquierda) aparentemente sustentados en
divergencias estratégicas o supuestas desviaciones de una traza u hoja de ruta
original, habitualmente llamada programa, sin que se excluyan otras hipótesis
causales de índole narcisística, de distribución de poder y/o reconocimiento,
agazapadas tras los discursos y argumentos. Pero en cualquier caso, intento
subrayar que los problemas de eficacia forman parte del dilatado acerbo de los
debates izquierdistas y de varias experiencias de ejercicio del poder político
con intenciones progresistas unas veces, y revolucionarias otras y de
convergencias y rupturas al respecto. No es el caso de la legitimidad, que
permanece en las sombras sin siquiera reconocimiento como objeto teórico y
político problemático.
No obstante, en ambos casos la disyuntiva nunca es binaria o
polar, como por lo general suele simplificarse en las izquierdas, pero menos
aún lo es cuando se trata de mensurar los dispositivos de poder. La respuesta a
la pregunta sobre el rumbo no concluye drásticamente en la medición de la
eficacia, sino que siempre incluye tácita o explícitamente la interrogación
acerca de los medios para lograrla. Tampoco se puede justificar el sabotaje
"revolucionario" a las medidas "reformistas" por simple anteposición de
radicalidad sin preguntarse por el cómo y el contexto. Es perfectamente
concebible y explicable que un reformista no acompañe radicalizaciones
revolucionarias por diversas razones que pueden ir desde el temor, la defensa
de intereses propios o simplemente la ponderación de las virtudes de la
iniciativa privada y el lucro o consideraciones respecto a las etapas
históricas y el evolucionismo. No comparto estas razones pero puedo entender
que el reformista no sea revolucionario. Inversamente, me resulta
incomprensible que un revolucionario, no sea, además, entusiastamente
reformista. Creemos que, como sostuvo el director de este diario en la apertura
del debate, "el objetivo de la izquierda uruguaya es la emancipación humana".
Si ampliamos la significación de "emancipación" en los términos planteados el
domingo pasado, es decir, en la conquista de algo más que riqueza material
(libertades, goces, derechos, empoderamiento subjetivo, conocimientos,
emociones, placeres, participación en las decisiones que afectan la propia
vida, etc.) el enfoque pasa a superar el cerco restrictivo del programa
económico e incluso las fronteras del reformismo y de la práctica del poder
político al interior de una democracia liberal capitalista. Aún si este ejercicio
imaginativo sirviera sólo como posible puente precario para el intercambio con
la, así llamada, ultraizquierda, valdría la pena el intento.
Pero para comenzar a desarrollar algo más la hipótesis que
intento exponer ahora, la presentaré de un modo algo provocativo: sostengo que
no existe "la" democracia, ni "la" revolución, ni "la" participación, sino
diversos grados o niveles de cada una de esas variables políticas en sentido
cualitativamente complejo. Que cualquier disyunción binaria sobre ellas conducirá
rápidamente a la apología y justificación del status vigente o a una
autoexclusión políticamente impotentizante. Inversamente, que resultaría
enriquecedor pensar en mayores o menores niveles de democraticidad, de
participación, de reformismo o radicalidad revolucionaria. Así, por ejemplo, el
pensamiento conservador burgués (incluyendo a la socialdemocracia europea)
presenta a la democracia representativa como "la" democracia, de forma tal que
sin adjetivos ni caracterización específica, es expuesta como si fuera la
única. Otro tanto sucede con el uso conservador de "la" participación, que
refuerza el monopolio de las oligarquías partidarias y la índole clientelística
de los llamados partidos "de masas" o "democráticos", como si éstos lo fueran
de manera excluyente y dada, por el sólo hecho de existir, sin interrogarse por
su mecánica de funcionamiento interno. Amplios lugares comunes y
naturalizaciones operan sobre la subjetividad colectiva, como las técnicas de
marketing político y seducción comunicativa (particularmente las de imagen)
instalando en el imaginario social colectivo representaciones ilusorias sobre
la existencia de "la" democracia.
El problema excede por lo tanto el ámbito del Estado, sobre
cuyas transformaciones sólo podría operar una izquierda exclusivamente
triunfante (como es afortunadamente el caso uruguayo). Inversamente, involucra
a todas las instancias político-organizativas como los propios partidos,
sindicatos, movimientos sociales, instituciones y empresas públicas en todo
momento y lugar. De forma tal que si alguna posibilidad de circunscripción
ideológica se le concediera a lo que he venido llamando tradición
izquierdo-progresista (algo así como un amplio espectro desde el anarquismo a
la socialdemocracia sudamericana, del trotskismo al nacionalismo) y si se
reconociera el problema de la legitimidad dentro del debate sobre la
emancipación y la transformación social, el propósito debería ser el de
propender a una mayor democratización de los dispositivos de poder existentes
en todos los ámbitos organizativos, incluyendo obviamente a las asociaciones
civiles. No anteponer "la" democracia sino mecanismos institucionales,
dispositivos de poder, siempre perfectibles y mejorables, que aumenten el nivel
de democraticidad. El problema excede al reformismo. Interroga por igual a las
izquierdas radicales y a toda instancia político-organizativa.
Se tratará de pensar
e implementar, aún experimentalmente, formas y mecanismos institucionales que
hagan real y eficiente la intervención en el plano político-decisional de los
ciudadanos (a nivel del estado nacional) o de los integrantes de la comunidad
específica en cada ámbito institucional propio. Me refiero a procedimientos de
toma de decisiones respecto de las cuestiones que conciernen a la comunidad en
los que se institucionalice la intervención de los afectados que no pueden
tener un papel de reparto en el drama democrático o decisional. Es
indispensable interrogar sin axiomas ni prejuicios el grado de democraticidad
en todas las instituciones, incluyendo obviamente a la propia república
representativa o democracia liberal. La sentencia ideológica que "da por
supuesto que no existe ni nunca ha existido ninguna alternativa al sistema
actual", para usar la ceñida fórmula de Hanna Arendt, produce un efecto
manipulador de las creencias políticas colectivas y disuade de toda tentativa
de imaginación de dispositivos distintos.
Es probable que la legitimidad incuestionable y complaciente
de la que la democracia representativa disfruta hoy en el mundo capitalista,
aún gobernado por progresismos, esté reforzada por las consecuencias
ideológicas del derrumbe del Este además del vacío teórico de la tradición
izquierdo-progresista al que ya me referí el domingo pasado, que impidió
diseñar e imaginar un modelo político-institucional alternativo.
No se me escapa que la magnitud del desafío es tan inmensa
como factible la ocasión para iniciar el debate y desarrollar experiencias en
Uruguay. Se trata de imaginar, fomentar e implementar formas más igualitarias
de distribución de poder que no sólo corrijan la desconexión
representantes/representados y achiquen la brecha dirigentes/dirigidos, sino
que confieran a todos en modo creciente la capacidad de tomar el control de sus
propias vidas. El propio Frente Amplio parece estar reclamándolo cuando cruje
ante torsiones del devenir político cotidiano y no encuentra suficientes bases
para aliviar la carga. Algo que excede la socialización de la riqueza y la
propia noción de lo que empobrecidamente hemos llamado hasta aquí socialismo
(generalmente real). Y que excede además el concurso de héroes o iluminados
para exigir una masiva construcción colectiva. O si se prefiere, de
socialización del propio socialismo.
– El autor es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos
Aires, escritor, ex decano.
Sus artículos están referidos principalmente a la realidad
uruguaya y son publicados originalmente en el periódico La Republica, de Uruguay.
– email: cafassi@sociales.uba.ar
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