Hay dos periodismos. Uno que le habla a la gente y otro a los poderes
por Nibaldo Mosciatti (Chile)
14 años atrás 11 min lectura
Como el orden de los factores SÍ altera el producto, este
discurso comienza así: ¡Familia!, Constanza y retoños, amigas y amigos,
queridos auditores, añorados lectores, circunstanciales televidentes, jurado
del premio, embotelladora del premio (siempre hay que ser bien educado),
autoridades varias y vagas; autoridades en la vaguedad, o sea, en la distancia,
amablemente.
Este texto consta de tres partes. A saber: agradecimientos,
reflexiones sobre el oficio y, finalmente, piloto para un espacio de radio de
trasnoche. Vamos, pues…
1.- Agradecimientos:
Quiero agradecer a mis maestros. A los que, primero, me
enseñaron. Quiero agradecer a mis padres. El rigor de la Loli y la fantasía de Pocho.
La perseverancia y pasión de ambos. El aprendizaje de ver pasar el río, de
plantar algunos árboles. El vivir la vida sin ambición por el dinero, ni
ínfulas sociales.
En este oficio de periodista quisiera haber heredado una pizca
del talento, la sensibilidad y la rebeldía de mi padre. Sin esas cualidades, el
periodismo se convierte en otra cosa: en una simple reproducción de discursos,
en un engranaje más de las máquinas de los poderes y los poderosos, en esa cosa
amorfa, triste, gelatinosa, y, a veces, ruin y malvada, que son las relaciones
públicas o todo tipo de comunicación que está al servicio de unos pocos en
detrimento de la mayoría anónima.
Quiero agradecer, andando ya el camino, a algunos
profesores. De mi colegio: Lamiral, Varela, Tolosa, Fierro, Boutigieg, Pilon,
Biancard. La añoranza de ese espacio de libertad cuando la libertad escaseaba.
Y de la
Universidad… allí, en verdad, gracias a pocos. Es más, si
hablo largo terminaría a los garabatos y repudiando a muchos de esa Universidad
Católica, la UC de
aquella época, puta prístina de la dictadura, con sus sapos, sus silencios
cómplices, sus injusticias mofletudamente bendecidas, bendecidas por sus
monseñores y sus autoridades venenosas que no se arrugaban en tolerar, avalar y
alentar la brutalidad para preservar el orden, que era un orden chiquitito,
orden sólo de ellos.
Doble mérito entonces para mis profesores de la Universidad a los que
agradezco: Juan Domingo Marinello, Cacho Ortiz, Gustavo Martínez y los Óscares:
Saavedra y el RIP González, lo que no es maldad, porque todos nos vamos a
morir. Así es que RIP nomás.
Y, en el oficio, más gracias. Gracias a algunos que me
apuntalaron, mostrándome matices de dignidad: Salvador Schwartzmann, Jaime
Moreno Laval, Mario Gómez López, Gabriela Tesmer.
Los otros, los amigos que me enseñaron y que, por sobre
todo, quiero: Andrés Braithwaite, el mejor editor de prensa escrita que haya
conocido nunca; Pancho Mouat; los laberintos del pensamiento de Ajens; Pablo
Azócar y el filo de su pluma; Rafael Otano y su erudición que te obliga a
ubicarte donde siempre debe ubicarse un periodista, que es en la ignorancia; y
Patricio Bañados, que me ha mostrado el valor de las convicciones y la decencia
que debería imperar en este medio. Pero ustedes lo saben: NO impera.
En cuanto al premio mismo, gracias al premio, que permite
esta convocatoria. Así veo a gente que quiero. Premio gracioso y gaseoso. Tan
gracioso que creí que era pitanza. Premio de fantasía y bebestible, para mí,
que me ufano de haberme criado bebiendo agua de un pozo alimentado por una napa
subterránea que desciende al río Bío Bío desde la cordillera de Nahuelbuta.
Agua pura.
Gracias, entonces, al jurado que me eligió. Gracias sinceras
porque, por lo demás, no he postulado a premio alguno, lo que me indica que mi
nombre les salió del corazón. O de la razón, lo que no sé si es mejor o peor,
todavía.
Y gracias a la empresa que da el premio. Premiar periodistas
es labor samaritana. Mejor que el Hogar de Cristo o la Teletón, en la medida en
que no se convoque, paradójicamente, a la prensa.
Sugiero a la embotelladora que también se incluya, en
galardones paralelos, a zapateros remendones, desmontadores de neumáticos en
vulcanizaciones, panaderos, imprenteros, empastadores de libros, ebanistas y
expertos en injertos de árboles frutales, para que se consolide la idea de que
lo que se premia es el ejercicio de un oficio, el día a día de las letras, y no
la ruma de certificados, con sus timbres y estampillas, ni la galería de
cargos, ni, menos todavía, la trenza de contactos, pitutos, militancias,
genuflexiones (para no usar imágenes obscenas) favores y deudas. Así debiera
ser.
En suma, muchas gracias. Gracias por mí, pero también
gracias por La Radio. Este
premio es, en gran parte, mayoritaria parte -seamos sinceros-, un premio a
Radio Bío Bío. Un premio a un proyecto que nació en 1958, en Lota, con radio El
Carbón. Un proyecto que mi padre no sólo ideó, parió, construyó, afianzó y
encauzó, sino que es un proyecto que sigue siendo fiel -y esperamos no tropezar
nunca en ello- a lo que mi padre quiso. Eso es lo que más se merece un premio:
la idea de un medio de comunicación al servicio de la gente, sin cálculos, sin
ideas de trampolín para lanzarse a otra piscina. Señoras y señoras, muchas
gracias.
2.- Reflexiones sobre el oficio:
Lo primero es que trataré de evitar, probablemente, sin
éxito, el peligro de todo discurso, que es terminar pontificando. Imagínense:
yo de pontífice. Pondría mis condiciones eso sí: fin al celibato y, por
supuesto, me negaría a usar esas polleras que usan los pontífices. Báculo sí
usaría: más de alguno con que me cruzo merece un garrotazo, y los báculos
papales y obispales, a veces pesados con tanto oro, deben ser buenísimos para
tal efecto.
Bien, no nos desviemos, aunque el tema provoque curiosidad
malsana.
Entonces: evitar pontificar. Porque el periodismo debiera
estar lo más lejos posible de los pontífices: los de las religiones, la
política, los negocios, la banca, el capital, la revolución, la involución, las
dietas, las verdades reveladas, las ideologías, la numerología y tantos
etcéteras. O sea, lejos de las certezas. El periodismo sólo se sostiene en su
falta de certidumbres, en la duda permanente, en el escepticismo, en la
incredulidad.
Vivir poniendo en duda todo puede, es cierto, generar
angustia. Pero si no se busca el poder, la certeza mayor que te da el poder y,
por consiguiente, la posibilidad del abuso -porque eso es el poder: la
posibilidad de abusar-; si no se busca esa certeza, se puede vivir de lo más
bien.
¿Cómo vivir en el ejercicio de la duda? Aventuro una
respuesta: haciéndolo desde la sensibilidad. Sensibilidad para entender al
otro. Hacer el ejercicio de despojarse de lo propio -las ideas, los odios, las
fijaciones- para intentar reconocer, conocer, entender lo ajeno.
Hay, al menos, dos periodismos. Voy a dejar fuera a esa
manga de serviles que, por opción (libero de culpa a los que no tuvieron
alternativa), fueron útiles plumíferos de la dictadura. Siempre he sostenido
que en dictadura, hacer periodismo es hacer oposición. Si yo pretendiera hacer
periodismo en China, hoy, sería agente opositor (y qué bueno que el Premio
Nobel de la Paz
se haya otorgado a un disidente chino).
Bueno, dejando de lado esto, repito que hay, al menos, dos
periodismos: Uno, el que le habla a la gente, porque piensa en la gente y
siente que está al servicio de ella. Otro, el periodismo que le habla a los
poderes, porque vive en ese rincón restringido y cálido -pero nunca gratis- que
los poderes guardan a ese periodismo. Es un rincón un poco humillante, como
esas casuchas para los perros guardianes, que te guarece de la lluvia pero que
incuba pulgas y garrapatas, pero allí nunca falta el tacho con comida. Sabe
mal, pero alimenta. Y, en general, engorda.
Lo que entiendo por periodismo es lo primero: el periodismo
es un ejercicio de antipoder. Repartir, difundir, democratizar la información
que, si es tenida en reserva por unos pocos, constituye poder. ¿No les suena
acaso la figura de "uso de información privilegiada"?
Mi convicción, entonces: lejos de los poderes, que el poder
corrompe. Y a más poder o más dinero, más corrupción.
De lo mucho que le debo a mis lecturas -en rigor no he hecho
más que repetir cosas que he considerado inteligentes y por otros dichas-, le
debo a Albert Camus la mejor definición de patriotismo. Si la bandada de
sujetos vociferantes que se dicen patriotas se aproximara a esa definición,
algo de eso que se sueña como humanismo sería factible. Escribió Camus, a
propósito de la resistencia francesa a la ocupación nazi:
"Fue asombroso que muchos hombres que entraron en la
resistencia no fueran patriotas de profesión. Pero el patriotismo, en primer
lugar, no es una profesión. Es una manera de amar a la patria que consiste en
no quererla injusta y en decírselo".
Uno podría cambiar el término patria por humanidad y
patriotismo por humanismo. Y uno podría considerar que ese ejercicio de
humanismo es el buen periodismo.
Para no subirse por el chorro, una advertencia: muchos
periodistas estaban o están convencidos que el periodismo es la palanca o
instrumento para generar un cambio social. Nica. O sea, no. Quienes piensan así
exhiben, quizás sin darse cuenta, una arrogancia y un mesianismo temible. Allí
no hay duda, ni cuestionamiento. Los cambios los hacen los pueblos, no el
periodismo. Tratemos -termino igual como empecé-, tratemos de no pontificar.
3.- Piloto para un espacio radial en el trasnoche. ¡Invito a
que me acompañe (en saxo) Nano González!
¿Por qué te premian? ¿Porque ya eres suficientemente viejo?
¿Por qué ya lo que dices son puras boludeces y tus dichos perdieron filo,
agudeza, desparpajo, y te repites como un viejo gagá que no dice nada nuevo ni
nada que escandalice? ¿Por eso te premian, porque la lengua te la comieron los ratones?
O, mejor dicho, ¿porque tu lengua se pudrió, de desprendió, añeja, agria,
inútil?
Sobrevuelas un pedazo de tierra, hermoso por lo demás
(bueno, hermoso en lo que va quedando de hermoso, porque lo otro ya lo
arrasaron) y te dicen: mira, esa es tu Patria. ¿Qué es eso? ¿Una Patria, La Patria, tu Patria? ¿Para
despedazarla y repartirla? ¿Para prohibirla, censurarla, amordazarla? Será
mejor, entonces, no tener Patria, y ahorrarnos uniformes, paradas militares,
desfiles, aniversarios, profesionales ociosos de la guerra. No, no, no; mejor
así: que los militares sigan siendo ociosos y que no ejerzan su trabajo. Digo:
no a la guerra. Y agrego: mar para Bolivia, y con soberanía.
En cada uno de nosotros habita ese lobo que ve a los otros
como ovejas, y quiere devorárselas. Pero no nos engañemos, los lobos son los
lobos de siempre. Se les reconoce por el hedor que van dejando sus meados. No
trates de domesticar al lobo. Sácale lustre, aliméntalo con carne cruda y no lo
retengas cuando llegue la hora de las dentelladas. ¿Se acuerdan de ese coro,
auténtico, maravilloso, porque ponía en duda el orden que es, como todo orden,
en el fondo, una prisión? El coro decía: ¡va a quedar la cagada, va a quedar la
cagada, va a quedar la cagada…!
Nosotros, asesinos. Esa cualidad última es la que se
promueve. No veas al otro como un socio, olvídate del concepto de prójimo
(salvo cuando vayas a ese teatro vacío que se llama iglesia). Gánate un
espacio, desplazando a otro. Es una lógica asesina. Bienvenidos al carrusel de
los depredadores. Nuestro futuro está escrito: feliz regreso al canibalismo.
¿Dónde están los que no están? Bueno, yo lo sé, porque así
lo siento: en ningún lado, por algo no están. Chau, listo, se acabó… Pero
están. En nuestros recuerdos, en la memoria. Me gustaría que estuviera aquí
Galo Gómez. Galo Gómez hijo. Romántico y pendenciero, pero tan buen tipo que
sus peleas eran pura bondad. Galito, ¿te mataste o te mataron? No, parece que
fue la borrachera y el exceso de velocidad. Te mataste, entonces. Te echo de menos.
Luciérnagas en la noche. Bajo los boldos, vuelan encantadas
las luciérnagas de mi niñez y juventud. No las vi por años, casi décadas, hasta
que una noche reaparecieron. Allí, en la orilla del Bío Bío. ¡Luciérnagas en la
noche de nuevo! Como un mensaje que dijera: no todo está perdido, no todo es
derrumbe. La sobrevivencia de las luciérnagas como metáfora de la supervivencia
de lo hermoso, de los sueños, de que sigan existiendo luciérnagas para los
futuros niños.
Y sí… Quisiera volver a ser un niño. Vivir, aunque sin
saber, que todas las posibilidades del mundo están abiertas y disponibles para
mí. Eso es la niñez: la infinitud de rumbos, la ausencia, por el momento, de
condicionamientos, directrices, guías. El primer día de colegio es el primer
navajazo a esa infinitud. Quisiera volver a ser un niño, antes del colegio.
Niño, niño. Puro horizonte, posibilidades infinitas. Quisiera ser niño. ¡Y sin
premio!
Muchas gracias.
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