Después del gran terremoto de Haití aparecieron varias teorías sobre sus causas. Según el cónsul de Haití en Brasil, George Samuel Antoine, la culpa había sido de la macumba y de la raza: “O africano em si tem maldição. Todo lugar que tem africano tá foda[jodido]”.
El influyente tele-evangelista Pat Robertson afirmó que la desgracia se debía a que el pueblo haitiano tenía un pacto con el diablo (“apact with the devil”). Un pacto secreto. Tal vez tan secreto que, a excepción de Pat Robertson, ni Dios se enteró. De lo contrario seguramente el amor infinito del Creador hubiese evitado que miles de niños inocentes muriesen por este complot cósmico. O lo sabía y lo permitió, no por debilidad sino por Su conocida política de no intervención.
Otra teoría muy difundida y acreditada por miles de editores, blogueros y presidentes como Hugo Chávez afirma que el terremoto que borró del mapa la capital del país y mató a más de cien mil personas fue causado por Estados Unidos para desestabilizar el régimen de Irán. Lo que de paso demuestra el poderío tecnológico de Estados Unidos, capaz de mover las placas tectónicas que sostienen mares y países enteros.
Aunque secular, la teoría tiene mucho de la tradición teológica según la cual Dios suele arrasar pueblos enteros para evitar que el verdulero de la esquina engañe a su mujer.
Otros presidentes y columnistas afirman que la ayuda norteamericana en realidad se trata de una invasión, para saquear las riquezas de Haití y para lograr una posición estratégica en el Caribe, cerca de Cuba. Otra prueba de que los servicios de inteligencia norteamericanos andan distraídos, ya que todos saben que Haití es el país más pobre del hemisferio y que más cerca de Cuba está Guantánamo, por lo cual es posible que pronto Estados Unidos invada Guantánamo también.
O habría que pensar si este tipo de teorías antinorteamericanas no son producto de alguna perversa agencia norteamericana. Porque no hay mejor forma de desacreditar cualquier crítica antiimperialista que las estupideces del género antiamericano.
A este ritmo, pronto llegará el día en que pocos creerán que Truman fue el presidente que ordenó arrojar dos bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki. Acción que, gracias al sacrificio heroico de decenas de miles de niños inocentes, probablemente se haya evitado la muerte de decena de miles de niños inocentes.
* * *
Mientras cada grupo ideológico saca partido dialéctico del terremoto de Haití, miles de niños continúan agonizando y muriendo sin remedio.
Pero todas nuestras mejores palabras van a morir allí donde muere un niño.
Todos nuestros mejores pensamientos van a morir allí donde un niño deja de llorar por el hambre, el dolor y toda la injusticia que no entiende.
Todas nuestras mejores ideas y nuestros mejores discursos se convierten en un puñado de tierra estéril allí donde una madre pone flores en la pequeña tumba.
Por si acaso alguna de nuestras palabras de horror y de indignación evitase la muerte de un solo niño en el mundo, merecería vivir. Es decir, casi ninguna. O ninguna.
Por si acaso nuestras palabras acompañasen nuestros actos como la alegría acompaña la sonrisa de un niño, como la riqueza de un país acompaña el valor de su moneda, acaso sí nuestras palabras tendrían algún valor.
Así nuestras palabras serían algo más que cobardes símbolos, vacíos discursos, bonitas flores que van a perfumar la cama del indignado perezoso.
Y con todo, acaso las palabras todavía valen cuando mueven. Les damos valor y sentido cuando nos movemos por ellas.
Allí, las palabras que conmueven y no mueven no sirven.
Comencemos por dar algo. Para aquellos niños, un vaso de agua vale más que mil palabras.
22 de enero de 2010
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