Cuando el discurso puramente técnico y desprovisto de capacidad predictiva se revela incapaz de dar una explicación –o una solución- a la dimensión nacional que adopta la crisis mundial, unas cuantas palabras afloran en ese discurso público que debería hacernos temblar de inquietud por el futuro. Entre aquellas palabras –"vaivén", "incertidumbre", "irresponsabilidad", "firmeza" y "corrupción", hay una que se lleva el premio de mayor figuración. Esa palabra, aupada al rango de lexema por la religión a lo largo de siglos, es hoy en día una de las favoritas del discurso de los poderes públicos: Confianza.
Diversos líderes europeos han recurrido al mismo salvavidas, tan inasible como polisémico, desde que todo esto empezó: "Confiamos en que las bancarrotas acaben aquí", decía uno cuando, para librarse de la hecatombe, los bancos y las empresas del automóvil ya empezaban a piar como pajarillos indefensos pidiendo la ayuda del tesoro público -aquel lugar oscuro donde todos depositamos nuestra confianza y nuestras futuras pensiones. "Lo único que nos queda es la confianza", dicen muchos otros políticos, dentro y fuera del poder, que no desean ni pueden dar un paso más allá para vislumbrar el eje del desastre, el vórtice de la depredación donde se perdió, precisamente, la confianza.
"Si la gente no tiene confianza…" "Si no recuperamos la confianza,…" "La confianza es… un factor decisivo y crucial en este momento…" "Los bancos nada podrán hacer si la gente no recupera la confianza en el futuro". En todas sus posibles vertientes, el concepto de confianza es esgrimido sobre todo como noción de la economía. El capitalismo siempre ha hablado de la confianza como factor constitutivo de la capacidad empresarial, pero nunca ha hecho lo mismo con la fuerza laboral. La confianza del empresario no es la misma que la confianza del obrero. La confianza del banquero no es la misma que la del comerciante o del pequeño empresario industrial, que debe aceptar créditos restrictivos y duros para mantenerse a flote.
Al final de esa compleja línea de transmisión urdida por la economía, la confianza como concepto operativo, en el día a día de aquel ente denominado hombre/mujer de la calle, viene a ser sinónimo de la confianza para seguir consumiendo. Hemos visto más de un reportaje en la televisión donde los responsables políticos hablan de la confianza que el consumidor debe tener para comprar un nuevo coche, una nueva pantalla plana o una nueva nevera, una confianza que ni habla de los puestos de trabajo perdidos, y que insiste en que todo el mecanismo del crédito volverá a estar tan bien lubricado como antaño para que podamos seguir consumiendo.
Entre tanta pérdida o recuperación de la confianza observamos que, al final, no se trata de que nosotros, los protagonistas del famoso día a día, tengamos confianza en algo diferente, por ejemplo, en un futuro que no sea igual de depredador con las demás especies del planeta, o en una economía que no malgaste los recursos naturales ni se centre en la explotación de combustibles fósiles como única solución perentoria de la crisis energética. Nadie ha pedido nuestra confianza para poner lo mejor de nosotros mismos no en la economía sino en una dimensión que la precede, a saber, la moral, una moral que nos permita ser capaces de generar un sistema económico diferente, completamente original, despojado de la superficial capa autófaga y consumista que ha regido el desarrollo de la humanidad desde el final de la Segunda Guerra. Nadie ha dicho que debemos situar la verdadera confianza en nuestra capacidad de cambiar, y no en nuestra capacidad de seguir iguales y, desde luego, no en nuestra capacidad de seguir produciendo coches como la prueba óptima de que nuestra economía mundial se recupera.
Es posible que mucha gente no entienda la tan manida confianza de esa manera. El volver a poner en marcha la industria del automóvil es una apuesta muy cara, porque hay mil millones de chinos e indios que están a punto de comprar su primer 600, prácticamente doblando el parque automovilístico actual. La explotación de nuevos yacimientos de combustibles fósiles en Brasil, Bolivia, Kenya, Rusia, el Ártico, etc., no se presta, precisamente, a la confianza. Tal como se plantea la recuperación, sólo podemos imaginar que, en una patética fuga hacia delante, los problemas que nos trajeron hasta aquí empeorarán.
Puede que muchos no sepan –ni puedan- formular esta falta de confianza en estos términos. No por eso habría que desdeñar el impacto de un colapso de la mentalidad consumista que ha orientado los destinos del mundo en los últimos cincuenta años, de un rechazo que ponga la moral y el sentido común por encima de una economía estricta de balanza de pagos. La voracidad que se pretende volver a implantar para que volvamos a consumir productos inútiles fabricados por almas inútiles, es decir, alienadas, en el más estricto sentido marxista de alienación, no destinadas a la realización de sí mismas, en contextos inútiles, reanimando así una larga e intrincada cadena de insatisfacciones, es poco recomendable.
Más valdría utilizar el concepto de confianza para difundir universalmente y para convencer a los recalcitrantes que todavía esgrimen una noción elemental de progreso, consistente básicamente en aumentar nuestro "nivel de consumo", la idea de que es necesario llevar a cabo una profunda reflexión sobre la naturaleza del cruce de caminos donde nos encontramos. En pocas palabras, la disyuntiva está entre reactivar la producción y el consumo desaforado de productos inútiles, para dar de comer a una población acostumbrada a la ruedecilla del hamster, o dar un giro de varios grados para corregir rumbo y apostar por una economía sostenible, por una explotación razonable de los recursos naturales y por hábitos de consumo que sepan dirimir claramente entre lo necesario y lo superfluo, tanto a corto como a largo plazo.
No renacerá la confianza en el circo del consumo, pero tampoco dejará de renacer si los responsables políticos y técnicos insisten en ello como el único camino más allá del túnel. La falta de confianza de los poderes públicos en su propia capacidad para liderar un cambio es lo que más debería hacernos desconfiar. Sin embargo, todo apunta peligrosamente a la imposición de un nuevo parche que no durará demasiado.
-El autor es periodista, chileno, residente en España
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