Hace un par de meses sentí la necesidad de visitar El Salvador, en un viaje que hice a Centroamérica. Todos me preguntaban ¿Por qué ese país, tiene pirámides, tiene ruinas mayas tiene…?
Y yo decía, no sé. No se nada de ese país, excepto que vivió muchos años en guerra, que su Arzobispo fue asesinado mientras decía Misa en 1980, que varias monjas norteamericanas también fueron vejadas y asesinadas y que en 1989 un grupo de jesuitas de la Universidad de Centroamérica fue destrozado, que existe un sobreviviente de ese grupo que es Teólogo de la Liberación y que según leo en Internet, hace su teología desde los mártires y nos presenta un Dios bueno y justo a pesar de su dolor personal. Eso se y nada más.
Y así, con mucho susto y esperanza, pedí una audiencia al Padre Jon Sobrino y me fui al Salvador, porque necesitaba conocer a alguien capaz de transmutar a través de su fe, esta terrible tragedia; alguien capaz de perseverar en mantener la memoria de sus muertos, de honrarlos, de esparcir sus ideales y de sobrellevar la incomprensión de muchos dentro de la misma iglesia. Porque como dice el Padre Sobrino, los mártires sobran, molestan, no se sabe que hacer con ellos, y yo agrego que los testigos de los martirios también. Todos creen que deberían estar agradecidos por vivir, aunque la vida se les haya convertido en un doloroso sobrevivir.
Guiada por el Padre, visité el lugar dónde modestamente vivió Monseñor Romero, hombre de una fe profunda y sencilla, que fue un valiente. Porque valiente es aquel que teniendo miedo, lo enfrenta y hace lo que debe de hacer, conociendo el peso de las consecuencias. Y Monseñor Romero llamó las cosas por su nombre cuando hubo que hacerlo, pidió, exigió paz y cese de las masacres, protegió a su pueblo e interpeló a los soldados en su calidad de cristianos, para que no obedecieran la orden de matar inocentes. Esto le costó la vida. Su nombre es honrado dentro de las diversas corrientes cristianas y figura en la Abadía de Westminster entre los 10 Mártires del siglo XX
También visitamos la Catedral, en cuya cripta en el sótano, está la tumba de Monseñor. Nada hay en esa Catedral que indique al peregrino o al viajero, que uno de sus pastores dio la vida por la Fe y la Justicia. Y solo los conocedores, me imagino, saben que está enterrado abajo. Nadie es profeta en su tierra.
El campus de la Universidad es un parque con muchos pabellones pertenecientes a distintas facultades. Hay un pabellón que es el Centro de Reflexión Teológica “Monseñor Romero” donde trabaja el Padre Sobrino. Ese mismo pabellón fue la habitación de un grupo de jóvenes jesuitas, varios de ellos de nacionalidad española, que encabezados por el Padre Ignacio Ellacuría, crearon la universidad. Su pensamiento progresista contrastaba con una realidad nacional enraizada en la colonia. Su protagonismo en esa sociedad les acarreó problemas con las jerarquías, con los poderosos y con los políticos. Y cómo no ser protagonistas, hombres altamente cultivados, de una fe profunda y consecuente e hijos de San Ignacio. Cómo no defender la fe y la justicia con el ejemplo de Monseñor Romero. Ninguno desertó de su puesto a pesar de las amenazas, y todos conocían el precio a pagar por su compromiso de ser honestos con lo real y quedarse en El Salvador y estuvieron dispuestos a pagarlo.
Cuando se estaba negociando la paz entre las distintas facciones en 1989 y el padre Ellacuría estaba actuando de mediador, entró la Guardia Nacional una noche y trató de montar un escenario de simulación de lucha armada, y los masacró a todos. Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Armando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López y López, de 71 años y el único nacido en El Salvador, y también Julia Elba, cocinera de la comunidad y esposa del jardinero y su hija Celina de 15 años, que esa noche dejaron su casita del parque y se refugiaron en el pabellón de los padres porque estaban aterrorizadas.
El lugar dónde fueron asesinados, fue convertido por el jardinero en un campo de rosas rojas rodeando una sola rosa blanca al centro, en homenaje a su mujer y su hija. Ese prado de rosas está a la vera del Centro de Reflexión Teológica y se puede ver desde las oficinas de los padres. También convive con las oficinas una habitación llena de objetos de los padres fallecidos, que fueron dejados en desorden, como sangriento rastro de la masacre. Eso fue un 16 de Noviembre de 1989, y el Padre Sobrino se encontraba en el extranjero. Todos sus amigos, toda su familia dentro de la Iglesia, había sido asesinada.
Y todos están enterrados en la Capilla de la UCA, dónde pinturas murales dignas de los grabados de Goya, describen el horror de las ejecuciones. Pero esto no es motivo de terror; la compasión y la esperanza se ven reflejada en las hermosas cruces salvadoreñas llenas de color y personajes, que acompañan al Jesús crucificado, moviendo todo este contraste a una reflexión permanente.
En este momento, pasados 19 años de la tragedia y con un tercio de la población emigrado a otros países, se va diluyendo en la gente joven la memoria de estos hechos y la memoria de los 80.000 muertos adicionales puede llegar a ser solamente una estadística. Pero el Padre Sobrino recuerda y escribe para que nunca más se vuelvan a repetir esta historia, ya que el Buen Dios no exige sacrificios sanguinarios, solo amor. Para que los que pueden leer, lean y reflexionen sobre esta historia de dolor, que es la historia de dolor de la humanidad, la de las guerras, la de la falta de amor entre los seres humanos, y también la de la consagración de algunos a esparcir los más altos ideales perdiendo por ello la vida, en aras a la fidelidad a la construcción del Reino.
Cargada de libros maravillosos y con el alma removida, volví a ésta, mi querida patria a re-pensar sobre nuestra propia historia y no sabiendo como agradecer esta experiencia, escribí estos versos que deseo compartir con ustedes:
Coplas para mi hermano que vive en El Salvador
Existe un prado de rosas, lejos en El Salvador.Regado con sangre noble, de hombres que Jesús ungió
De una mujer inocente, de una adolescente en flor
Un prado de rosas, triste, como lágrimas de Dios
¿Por qué los sacrificaron? Dímelo Padre, Señor…
Un hermano cuida el prado, sin ocultar su dolor.
Un prado de rosas rojas, un campo de ejecución.
Existe una Iglesia blanca, lejos en El Salvador
Llena de plata y boato, para venerar a Dios.
¿Dónde está Dios, me pregunto, entre tanta confusión
De altares atiborrados, de imágenes sin ton ni son…?
Una Iglesia ornada y muda, sin historia, sin sabor
Vamos al sótano, hermana, que sin cartel ni altavoz
Duermen los restos sangrantes
De un Obispo que creyó, en su deber de cristiano
Ser la voz de los sin voz. No tiene imagen ni estatua,
Sólo le queda el amor,
Que dejó en su pueblo amigo
El pueblo del Salvador
Y así como ellos, son muchos, como corderos de Dios,
Que fueron sacrificados en el altar de Moloc.
Y en la pradera de rosas, en profunda reflexión
Un hermano sobrevive, y aún se escucha su voz
¿Por qué los sacrificaron? Dímelo Padre, Señor
¿Por qué a mí no me llevaste?
¿Por qué ellos y no yo?
No llores hermano mío, que en los designios de Dios
Los que cuidan Sus jardines, alcanzarán lo mejor
Ya ves, florecen las rosas, y el perfume de su flor
Alcanza tierras lejanas, como el eco de tu voz.
No llores hermano mío, jardinero del Amor.
Por aquí Dios ha pasado, dicen en El Salvador
Santiago de Chile
Noviembre 2007
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