Mucho se habla con respecto al abuso que sufren los niños de parte de sus padres, la familia y el entorno. La conclusión es que tales criaturas repetirán el ciclo cuando sean adultos. Pienso que no es una regla absoluta, como nada lo es, pero de existir, existe. En la escuela primaria de mis tiempos, la norma era, “la letra con sangre entra” residuo medieval en la enseñanza. La otra era “el magister dixit”, el maestro lo dice y no se podía argüir, so pena de muerte. En la secundaria no variaba mucho. En el Instituto Comercial de Iquique, cuando alguien cometía una falta en clase –éramos unos cuarenta- y el culpable no aparecía, nos castigaban dejándonos una o dos horas después de fin de clases, en el enorme patio del viejo plantel. Separados por un metro de distancia, no debíamos hablar o hacer ningún gesto. No había relación alguna entre el castigo y la falta cometida.
Cuando un día los listos de siempre –eran de El Matadero- dijeron a la clase: “El miércoles nos vamos al teatro Coliseo pues van a mostrar ‘Sansón y Dalila’ en matiné y luego se la llevan. El que no venga es un mari…nero”. Ante tal argumento, hubo que apechugar. Al día siguiente, el director nos envió a todos a casa, con una nota escrita, suspendidos por tres días. Vivía entonces con mi padre, y no en la chata, pues si así hubiese sido, me habrían pasado por la quilla de la embarcación o azotado por el mandamás del barco, por amotinamiento. Mi padre que era anarquista, cuando leyó el mensaje del director, sonrió y me dijo: “Tú decides lo que haces, pero aceptas la responsabilidad por ello”. El, su hermano Nazario y Daniel, Exequiel Miranda y otros lancheros en el puerto, habían aprendido sobre el anarquismo en el Ateneo Obrero con el profesor primario Eulogio Larraín Ríos, director del conjunto teatral “Domingo Gómez Rojas”. Durante el período de Carlos Ibáñez del Campo y su dictadura (1927-1931), anarquistas, socialistas, comunistas y dirigentes de diversas instituciones fueron perseguidos y encarcelados. Mi padre y sus hermanos encontraron refugio mientras pasaba la racha militarista. Otra lección la tuve de mi tío Nazario Bravo Reyes, quien me apoyó desde su lecho de muerte para ir a estudiar a Santiago. Al terminar el Comercial, me llamo un día y me anunció: “Tu padre te va a enviar a Santiago para que estudies. En cuanto llegues, busca trabajo para que te mantengas. Tú tienes que ser mejor que nosotros”. Sus palabras no me han abandonado. Fue dirigente del Sindicato de Pescadores de la Puntilla que después pasó a llamarse Caleta Riquelme. Recuerdo vívidamente sus últimas palabras a mi padre: “En mi ataúd no coloques esos angelitos de las funerarias, ni velas, sino flores rojas.” Falleció en enero de 1953, fecha en que me dirigí a estudiar a Santiago.
El idealismo ácrata quedó expresado por los fundadores del Ateneo Obrero de Iquique, los tipógrafos Martín Frías y Venancio Bravo, como vemos en “El Tarapacá” de junio 15, 1932: “El Ateneo agrupará en su seno a todos los hombres de buena voluntad que tengan algo que enseñar o algo que aprender. Todas aquellas personas que sean profesionales, sabios, maestros, artistas, obreros de ambos sexos que algún papel útil desempeñen en la sociedad, serán los encargados de divulgar su saber y sus conocimientos”. Recordemos que se está en plena crisis económica y ellos piensan en la Idea de un mejor futuro. Eran otros hombres /más hombres los nuestros/, dicen las letras del tango. El último libro que acaba de aparecer del historiador Sergio Grez, “Los anarquistas y el movimiento obrero” (Santiago: Ediciones LOM, 2007) es un justo reconocimiento a nuestros viejos y sus ideales que aún perviven.
– El autor es Iquiqueño
– Este artículo es publicado gracias a la gentileza del envío del Sr. Sergio Grez T.
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