Trampas de pobre: El hambre de cada día
por Jorge Gómez Barata (inSurGente)
17 años atrás 4 min lectura
Cierta madrugada en Angola, mientras revisábamos las pruebas de un periódico local, un colega me comentó: “En Africa el hambre se padece de manera diferente. Del mismo modo que otras sociedades han asociado su estilo de vida al consumo, nosotros incorporamos el hambre.”
Para no ofender no dije que la observación me parecía simplista, conservadora y reaccionaria, no obstante la asumí como un dato de la realidad y la usé como herramienta para comprender las bases de la “subcultura de la resignación” que afecta a quienes por generaciones han condenados a vivir en la pobreza extrema.
En cierto sentido tenía razón: el hambre endémica debilita los cuerpos, lacera los espíritus y anula la voluntad. El hambre impide el desarrollo físico, inhibe la mente y desmoraliza a quien la padece. El hambre infantil mata la inteligencia, la imaginación y la inocencia y compromete el futuro. Raras veces de un niño hambriento surge un adulto brillante; antes de matarlo el hambre lo humilla y aplasta su autoestima.
Tratar el hambre mundial desde una óptica tecnocrática es falsear los datos de la ecuación, abordarla como un problema coyuntural es un error, combatirla como un hecho aislado un esfuerzo infructuoso y crear la ilusión de que los donativos son la solución, una cortina de humo. El hambre es un defecto estructural de la economía mundial y únicamente se resolverá con modificaciones esenciales realizadas en esa escala. En este, como en otros casos: “Quien no lo cambia todo no cambia nada.”
Se trata de un diabólico círculo vicioso: la pobreza y sus inevitables compañeras, el hambre, las enfermedades y el analfabetismo están asociadas al subdesarrollo, a su vez derivado de la estructura adoptada por el mundo moderno. La historia comenzó cuando Europa asumió el saqueo del planeta como forma de obtener recursos para su desarrollo capitalista, proceso que condujo al actual estado de cosas.
La única manera de que las elites gobernantes de países que como España y Portugal andaban en alpargatas dominaran “un imperio en el que nunca se ponía el sol” era mediante la creación de estructuras de dominación basada en la fuerza, la ignorancia y la fe, para lo cual contaron con la complicidad de la Iglesia.
Aquella intención explica aberraciones como la brutal implantación en América de un sistema esclavista, como nunca existió en Europa, para cuya consolidación hubo que matar o corromper a los jefes y representantes de los pueblos originarios. Las historias de Hatuey en las Antillas, Moctezuma y Cuauhtémoc en México, Tupac Amaru en Perú, entre otros cientos de caciques, reyes, emperadores, príncipes y gobernantes indoamericanos, forman las crónicas de cómo aquellos pueblos fueron privados de sus líderes auténticos. En Africa se sumó la cacería de esclavos para ser vendidos como bestias en los mercados del Nuevo Mundo.
Sobre esas bases se creó el mundo de hoy cuya estructura está colapsada, lo que no significa que de ese modo los pueblos del Tercer Mundo, victimas de la pobreza y el hambre puedan liberarse. Basta observar las imágenes de las masas hambrientas del Sahel africano, la miseria que se enseñorea en las aldeas de Etiopia, Eritrea, Chad, las calles pobladas de mendigos en las ciudades de Africa Central, los comedores de desperdicios en Filipinas, Bangkok y Yakarta, los niños de la calle en Latinoamérica, para percatarse de que las levas de pobres carecen de la fuerza, la voluntad y los liderazgos necesarios para rebelarse.
Tal vez porque hacer la revolución requiere un grado de desarrollo de la conciencia política y la existencia de vanguardias, nunca hubo una revolución de esclavos y los siervos de la gleba jamás protagonizaron cambios sociales, tareas siempre han cumplido las vanguardias ilustradas que hoy como ayer, en nuestras tierras, además de a las oligarquías, enfrentan a poderosos e insensibles imperios.
Nadie debe hacerse ilusiones. No será en Washington ni en Madrid, como tampoco en Bruselas ni en Londres donde se gane la batalla contra el hambre y la pobreza. Nadie debe esperar que los ricos y los gobernantes que cuidan sus intereses depongan sus mezquindades para mitigar el hambre o sanar las llagas de los pobres y, a pesar de la buena fe que la asiste, no será la ONU quien resuelva el drama de la pobreza y el hambre.
La tarea corresponde a los hombres de pensamiento avanzado, a los reformadores sociales y a los revolucionarios que resueltamente se ponen al frente de sus pueblos y tiran hacía adelante para demoler las estructuras generadoras de pobreza, incultura y hambre. Combatir a Chávez, hostigar a Rafael Correa, acorralar a Evo Morales y buscar defectos en la obra de Fidel Castro equivale a trabajar para matar la esperanza de los pobres y los hambrientos
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