Hace algunos años, un periodista chileno que colaboraba en un documental sobre derechos humanos de la BBC entrevistó al general retirado Jorge Ballerino, y le preguntó algo sobre “el gobierno militar”. Este le corrigió de inmediato: “el gobierno cívico militar”. Y tenía razón, la dictadura de Pinochet no fue nunca una autocracia de un tirano solitario como el Dr. Francia de Paraguay, sino siempre, desde sus inicios, el gobierno de las fuerzas armadas y de la derecha, de sus políticos, intelectuales y grandes empresarios. Hubo una gran coincidencia entre el pensamiento económico y político de la derecha antes del golpe, y las políticas aplicadas por la dictadura. Dice, por ejemplo el Programa de la Nueva República del Partido Nacional de 1969: “Para lograr un crecimiento económico sostenido es necesario generalizar un sistema de sana competencia. Asimismo, es necesario tender a la disminución gradual de actividades ineficiente, que frenan el desarrollo del país”.
En un folleto sobre Fundamentos económicos señalan: “En un sistema de economía en el sistema de precios confluyen las voluntades de consumidores y productores que animados por una racionalidad logran una asignación de recursos y de producción. El mercado puede ser asimilado a una urna de votación donde los consumidores depositan diariamente sus votos representados por unidades de dinero reflejando sus deseos de consumo”, mostrando que sus economistas ya leían devotamente a Friedman. En 1979, Pinochet hace suya la concepción economicista de Hayek de subordinación del sistema político al mercado, y declara que “el progreso económico y social es el objetivo de la democracia”[1].
Los civiles que apoyaron el gobierno militar promovieron activamente la violación de los derechos humanos y justificaron los asesinatos, desaparecimientos, torturas, prisión, exilio, exclusión del trabajo y relegación. Por ejemplo, los periodistas Emilio Filippi y Hernán Millas escribían en noviembre del 1973: “Dos etapas configuran la acción de hoy. Por un lado, la de develar lo ocurrido durante el régimen marxista y limpiar el país de elementos extremistas –y sobre todo de agitadores y activistas extranjeros. Los grupos extremistas no han sido liquidados y el operativo militar debe continuar hasta lograrlo”[2] . El jurista Gonzalo Ibáñez en 1978, en su libro El Estado de Derecho afirma: “El ejemplo del cuerpo humano es asimilable al caso del cuerpo social. Cuando un miembro amenaza gangrenar el cuerpo social, puede ser eliminado o impedido en su acción con mucho mayor razón que el cuerpo humano porque obra voluntariamente”[3].
Por su parte, el sacerdote Osvaldo Lira, partidario de la Junta, justificaba la tortura, basándose en Santo Tomás de Aquino. Decía incluso en 1993, después del Informe de la Comisión Rettig: “Habría que ver si el asunto de las torturas es cierto, porque no se olvide que la mayoría de los países estuvo contra él, toda la prensa internacional jugó un papel vituperable. Es posible que se hayan cometido algunas violaciones, pero ni más ni menos que en cualquier régimen democrático. Pinochet es un hombre de bien, absolutamente: he conversado muchas horas con él y me consta que nunca ha ocultado su condición de católico y que la practica”[4].
En las dictaduras militares llamadas “institucionales”, que se impusieron en América Latina desde la brasileña en 1964, las fuerzas armadas ejercían el poder como organizaciones que realizan un proyecto político y económico, y no como seguidoras de un caudillo militar como lo fue, por ejemplo, Alfredo Stroessner que gobernó Paraguay durante 35 años. El caso brasileño es el mejor ejemplo. Se sucedieron varios “presidentes” militares, cuyos nombres ni siquiera se recuerdan. Pinochet fue la excepción. Era a la vez el Jefe indiscutido en las fuerzas armadas, puesto que eliminó o neutralizó a sus oponentes de las fuerzas armadas consolidando su poder personal, y evitando las luchas de poder entre facciones de ellas. Para sus partidarios fue un héroe, el líder que “salvó a Chile”, y fue el más el eficiente funcionario del régimen institucional. No fue un caudillo carismático como los ha habido en otros países de América Latina. Como diría Maquiavelo, prefirió ser más temido por sus crímenes y abusos de poder que amado.
Realizó la más larga, represiva y autoritaria dictadura de toda la historia nacional. Esta fue posible por la conjugación de diversas condiciones. De una parte, la situación de crisis precedente en la cual los sectores conservadores sintieron que podrían perder completamente su poder, y que estaban amenazados de modo absoluto por el gobierno de la Unidad Popular. El decidido apoyo político, económico y comunicacional de la derecha se mantuvo durante todo el período, ocultando, negando y tergiversando la información sobre los asesinatos, desaparecimientos, la tortura y otras violaciones de los derechos humanos. Para ello, bastaría recordar las “informaciones” de la prensa oficialista de la época respecto a 117 presos políticos que aparecían muertos en el extranjero.
La dictadura de Pinochet fue un caso límite de bonapartismo. Es decir, hubo una personalización del poder en un jefe carismático que se presentaba como la encarnación del pueblo, la nación y el Estado. Los sectores conservadores renunciaron a ejercer el poder de modo independiente y lo compartieron con un dictador y sus subordinados, los cuales casi sin vacilaciones, realizaron el gran proyecto político de dichos sectores. En el bonapartismo, el Estado autoritario se presenta como independiente de los distintos sectores de la sociedad y de sus intereses, como un árbitro neutral, y el único que puede asegurar el orden[5]. Un contexto internacional favorable, especialmente de Estados Unidos favoreció la mantención de la dictadura.
En las dictaduras militares latinoamericanas del período se distinguen dos aspectos: el represivo y el fundacional. El primero buscaba destruir los movimientos populares, los partidos políticos de izquierda, los sindicatos y cualquier forma de acción social crítica, considerada como una amenaza por los sectores conservadores nacionales y el gobierno estadounidense. Este fue el primer objetivo de estos regímenes: la imposición del orden mediante la violencia y el terror. El segundo consistía en realizar las transformaciones estructurales destinadas a adecuar los sistemas económicos, políticos y culturales de las sociedades latinoamericanas a los requerimientos de lo que se denominaba en la época como “El Nuevo Orden Económico Internacional”, que hoy se llama globalización. La estrategia principal fue elaborada por la Comisión Trilateral en los setenta: retorno de los países periféricos al “modelo clásico” de exportadoras de materias primas abundantes y baratas y compradoras de productos elaborados; libre comercio, y eliminación del proteccionismo; minimización del papel de los Estados periféricos los cuales deben sustituido por las trasnacionales como articuladoras con el mercado mundial. Este programa fue cumplido rigurosamente por el gobierno militar chileno.
En algunos casos, como Argentina, hubo un franco predominio de la dimensión represiva y el Estado se convirtió en genocida. En Chile, hubo una adecuación de las estrategias represivas a las necesidades de instaurar “la Nueva Institucionalidad”. La dictadura chilena aplicó de modo coherente, sistemático y diversificado la modernización neoliberal, pese a sus enormes costos sociales. Chile fue refundado de acuerdo a las necesidades y proyectos de la derecha chilena, y a la vez, fue y sigue siendo el primer experimento de radical modernización neoliberal y globalizada. Los sectores conservadores adecuaron su proyecto a las nuevas formas de dependencia y articulación al mercado mundial.
Maquiavelo describía la política como el arte de llegar al poder, destruir y neutralizar a sus enemigos y permanecer en éste, usando todos los medios que fuera necesario: el engaño, la traición, el asesinato, etc. Asimismo, pensaba que entre los príncipes había una categoría especial, la de los fundadores de nuevos Estados. Ellos interpretaban el deseo de libertad y autonomía de sus pueblos. No consideró que existe una categoría especial, la de los que usan su habilidad política para devolver el poder a los “nobles”, a las minorías de poder, y entregar sus países a los poderes externos.
La dictadura de Pinochet fue exitosa en este sentido, pues consiguió lo que no pudo Franco, ni Videla, ni ninguno de ellos: “dejar todo bien amarrado”. Una muestra de ello es que ya 1977 dio instrucciones a la Comisión de Estudio de la Nueva Constitución, definiendo “la nueva democracia, cuyos caracteres más importantes he sintetizado bajo los términos de autoritaria, protegida, integradora, tecnificada y de auténtica participación social”[6]. Logró que sus opositores asumieran su modelo político jurídico, y económico-social, el cual ha continuado sin variaciones significativas hasta ahora. Ellos se convirtieran en su eficaces administradores, y, en alguna medida, lo legitimaran mediante al democracia. Es así que, en la última edición de la Constitución de 1980, se ha omitido a sus autores, la “Honorable Junta de Gobierno”, como aparecía en las ediciones anteriores. Se ha logrado derogar, recientemente, los artículos más explícitamente autoritarios de dicha Constitución: los senadores designados, las atribuciones tutelares de las fuerzas armadas en el Consejo de Seguridad Nacional, y otras, pero, dicha constitución y su sistema binominal siguen siendo las bases de una “democracia protegida” muy imperfectamente representativa, de un presidencialismo extremo, elitista y neoliberal.
En el campo económico, las “modernizaciones” de los ochenta (educación privada, AFP, ISAPRES, legislación laboral, etc.) se mantienen casi sin variación, pese a todas las fundadas críticas que se han hecho. La concentración en la distribución del ingreso ha aumentado los últimos años, y sigue siendo una de las peores del mundo. Las políticas sociales son básicamente asistenciales, de acuerdo al modelo neoliberal del Estado subsidiario. La educación pública primaria y secundaria, y la subvencionada son de muy bajo nivel. Los servicios públicos de salud presentan numerosas falencias por la falta de recursos. Y, por más que insistan las elites de poder, es una ilusión o un engaño presentar como superación de la pobreza lo que no es más que su disminución. Después de treinta años de modernización neoliberal, Chile sigue siendo un país donde la mayoría de las familias son pobres, pues no alcanzan un ingreso de aproximadamente 1000 dólares que es lo que necesita mínimamente una familia de cuatro personas para cubrir los gastos básicos[7]
Por todo esto, y muchas otras razones que pueden explicitarse, es que puede decirse que toda la clase política, y no sólo los que fueron partidarios del régimen dictatorial, son los herederos políticos de Pinochet.
– El autor es Doctor en Filosofía Política de la Universidad de París VIII.
Notas
[1] Visión futura de Chile, discurso del 6 de abril de 1979, División Nacional de Comunicación social, Santiago, p.34.
[2] Emilio Philippi y Hernán Millas, Anatomía de un fracaso, Santiago, 1973. (El subr. es nuestro)
[3] Gonzalo Ibáñez en El estado de derecho, cit. por René Jara en “Arqueología de un paradigma de negación: el discurso del jefe de Estado” en, The discourse of Power, Neil Larsen (ed.), Minneapolis 1983, el subr. es nuestro.
[4] Osvaldo Lira en una entrevista en http://www.filosofia.org/ave/001/a036.htm, consultado el 10 de diciembre. Su defensa de la tortura se encuentra en su libro Derechos Humanos. Mito y Realidad, Nuevo Extremo, Chile 1993, Santiago.
[5] Vittorio Ancarini, “Bonapartismo” en Diccionario de política, tomo I, Norberto Bobbio y Nicola Mateucci (eds.), Ed. Siglo XXI, México, p. 174-5.
[6] Augusto Pinochet en “Normas para la Nueva Constitución emitidas por S.E. el Presidente de la República”, Santiago, División Nacional de Comunicación social, 1977.
[7] Este es resultado de un estudio de la Fundación Terram hace algunos años.
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