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Chile y el Plan Transantiago: Una crisis de confianza y credibilidad

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Presionada por una opinión pública crecientemente adversa a su administración y urgida por una escalada de desaciertos esencialmente políticos que le han restado lealtad y multiplicado las críticas entre los propios partidos de la coalición gobernante, la Presidenta chilena, Michelle Bachelet, debió hacer un tercer ajuste ministerial en su primer año de mandato. Pero esta vez, a diferencia de los anteriores, ha sido uno que cubre un amplio ministerial -la carteras de Defensa, Secretaría General de la Presidencia, Trasportes y Justicia-, intentando así dar respuestas virtualmente inmediatas a unos problemas que se extienden trasversalmente a su gobierno.

Por lo pronto, con la figura de un ‘zar’ del Trasporte dotado de amplios poderes de negociación y resolución, intentará recuperar algo de la violenta caída de popularidad sufrida como consecuencia del caos que a poco más de un mes de su puesta en marcha ha significado el Plan Transantiago -descrito en su momento como una iniciativa que revolucionaría los sistemas de trasportes de la capital chilena y los hábitos de movilización de sus habitantes.

Pero a más tardar en la inmediatez de su cuenta del Estado de la Nación al Congreso pleno, el próximo 21 de mayo, podría efectuar nuevos cambios a su gabinete, terminando así de dar un violento giro de timón a su administración -la cual incluso políticos de la propia Concertación admiten que es la peor de los cuatro gobiernos que han administrado el país desde 1990. La defectuosa implementación del Transantiago ha sido la gota que colmó el vaso de una serie de yerros políticos recientes cometidos por el gobierno chileno -todos los cuales, por lo demás, involucran a militantes de la Democracia Cristiana (DC), muchos de cuyos partidarios se han trasformado además en fuertes críticos de la actual administración.

Entre aquéllos destacan la decisión inconsulta a Bachelet del canciller (DC) Alejandro Foxley de censurar un documental sobre la Guerra del Pacífico para priorizar el buen estado de las relaciones con Perú. La decisión de pedir la renuncia al embajador chileno Claudio Huepe (DC) en Venezuela, por revelar que la Presidenta se abstuvo en la votación para elegir a Venezuela miembro no permanente del Consejo de Seguridad de las N.U. (aun cuando en su fuero interno apoyaba a Caracas), para no soliviantar el apoyo de la DC, partidaria del rechazo. La abrupta petición de renuncia a la subsecretaria de Deportes, Loreto Ditzel (DC), apenas 24 horas después, de ser designada, acusada por la oposición de estar involucrada en un ‘montaje’ que vinculó a un senador de la derechista Unión Demócrata Independiente en un publicitado caso de pedofilia. Y, por sobre todo lo anterior, la pésima gestión del ministro de trasportes, el también DC Sergio Espejo, como responsable último de la ejecución del Transantiago.

Culpas ajenas y propias
En estricto rigor, la actual administración ha debido asumir las culpas de un Plan defectuoso desde su diseño mismo. A medida que se han ido conociendo nuevos antecedentes sobre los argumentos barajados por sus gestores, se ha podido establecer que para mantener una rentabilidad atractiva a los inversionistas privados, la administración del Presidente Ricardo Lagos ‘acomodó’ -reduciéndola- la flota total de buses de que dispondría el nuevo sistema, despreocupándose de los impactos que un sustancial menor número de vehículos tendría sobre la calidad del servicio. Así, el Transantiago comenzó a operar con una flota casi un 30% inferior a las necesidades de la población. Un número mayor de buses implicaba elevar la tarifa, pero al parecer ello fue considerado impopular y políticamente inviable. Esta es una de las principales críticas que hoy tanto partidarios como opositores piden que asuman el ex Presidente Lagos y quienes lo acompañaron en su gobierno.

A su turno, miembros de la pasada administración endosan a la actual los errores cometidos en la implementación de un Plan que terminará siendo considerado como el paradigma de la mala planificación. Y donde la prisa por impulsar lo que se anunciaba como ‘una revolución cultural’ ha deteriorado todavía más (si cabe) la ya mala calidad de vida de Santiago.

A los planificadores y ejecutores del Transantiago pareció importarles más el cuándo (probablemente, algunos asesores de la mercadotecnia política consideraron su puesta en marcha como un trampolín para disparar la popularidad gubernamental), que el cómo (el sistema se probó sólo durante dos días durante un mes en que circulaba apenas un tercio de quienes serían sus beneficiarios). Una prueba de ello es que todas las medidas de solución dispuestas tras del primer mes de convulsión santiaguina eran perfectamente previsibles antes de la vigencia del nuevo sistema.

Entre aquéllos figura la extensión horaria del Metro (después de que las autoridades de Trasporte advirtieron la inconsistencia de recomendar a los usuarios ‘salir más temprano’…sólo para agolparse ante las cerradas puestas del ferrocarril subterráneo); el reestudio de las frecuencias y de los recorridos; el reforzamiento del sistema con buses ‘clonados’ (los mismos antiguos buses, pero esta vez repintados); el insuficiente rodaje de un software cuando menos inadaptado a las características y necesidades de una ciudad que no es Helsinki ni Hamburgo, o la prolongación del tiempo de uso del pasaje…una vez comprobado que el promedio de espera en muchos casos equivale a los 90 minutos inicialmente concebidos.

Esas y otras falencias cuando menos aconsejaban prudencia en la implementación del Transantiago, su materialización mediante módulos que experimentasen con todas las combinaciones de trasporte en uno o dos ejes troncales. Todo ello daba además tiempo para terminar con numerosas obras cuya inexistencia o insuficiencia agravó aún más los tiempos de espera y de traslado o la congestión de personas y vehículos: estaciones de trasbordo, vías segregadas o repavimentación de vías incompletas- entre otros déficit estructurales. La alternativa a ello era posponer la puesta en marcha del sistema hasta cuando todo el nuevo sistema estuviese completo.

Incuso el Arzobispo de Santiago ha terciado en el debate, sugiriendo que la puesta en marcha del nuevo sistema debió postergarse para satisfacer un aspecto básico de su concepción: mejorar la calidad de vida de la capital chilena. El Transantiago terminó enfatizando uno de sus factores -la contaminación-, pero a expensas de otra de sus variables: la gran cantidad de tiempo insumido en su movilización por los santiaguinos. Los tiempos de espera y de circulación se han al menos triplicado con el nuevo sistema, los usuarios salen hoy más temprano de y regresan más tarde a sus hogares. La falta de sueño, la extrema tensión y el estress resultantes han sin duda agudizado los niveles de enfermedades mentales y sicosomáticas -respecto de los cuales Santiago encabeza los índices mundiales.

No hay muchas explicaciones plausibles para la prisa de haber lanzado un sistema de trasportes defectuoso en su diseño y en su ejecución. Una de las más probables es la presión corporativa ejercida a todo lo largo de la cadena de grandes intereses involucrados en el Transantiago: cada semana de atraso representaba mucho dinero para quienes estaban detrás del financiamiento y la amortización de las inversiones efectuadas. Aunque las autoridades se esfuerzan hoy en demostrar que todas las licitaciones fueron hechas con la máxima trasparencia, hay demasiado ‘ruido’ que apunta en sentido contrario.

Por ejemplo, resulta muy difícil aceptar que un proveedor de equipos computacionales (la empresa Sonda) participe de manera simultánea -como accionista- en la administración financiera de todo el sistema, y que su dueño, el DC Andrés Navarro, mantenga vínculos cruzados con prominentes funcionarios del Gobierno o de la alianza gobernante. Que poco menos de la mitad del total de buses pertenezca a una sola empresa (y, principalmente, a un solo particular). Que el Estado carezca en la práctica de facultades eficaces para hacer cumplir los contratos establecidos. O que ésas y otras asimetrías, tal como antes en muchas de infraestructura concesionadas, dejasen a la empresa privada “con la sartén por el mango” -en desmedro del interés publico y del bienestar ciudadano.

Las presiones ejercidas para echar a andar un sistema incompleto parecieran justificarse cuando la propia Bachelet ha admitido que pensó en posponer el Transantiago, pero que finalmente accedió a darle luz verde cuando se le aseguró que todo funcionaría bien. En aras de la misma trasparencia, hoy está siendo urgida a revelar quiénes le dieron tamaña garantía. Si fueron funcionarios del propio Gobierno, por muchos menos que ello altos autoridades han debido abandonar sus puestos. Pero si han sido administradores u operadores, entonces se confirmaría el poderoso juego de cabildeos que ha puesto en riesgo algo más que la persistencia de un sistema de trasportes.

Los evidentes y para muchos insalvables problemas del Transantiago explican el cansancio, primero, y luego la oleada de activa protesta y rechazo por usuarios, pobladores y -crecientemente- de alcaldes y otras autoridades. En este contexto, las amenazas emanadas del Ministerio del Interior destinadas a detener estas movilizaciones equivalen a tapar el sol con un dedo. En un gobierno que se ha declarado ‘de y para los ciudadanos’, sólo en los últimos días municipios y organizaciones de pobladores han logrado abrirse paso con ideas y soluciones para destrabar el engorro -que se agudizará a medida se aproximen los críticos meses de frío, las inundaciones y los consiguientes embotellamientos.

No solo cambios de nombres
La puesta en marcha del Transantiago ha dejado también en evidencia serios problemas de coordinación entre las diferentes secretarías ministeriales. Hacienda, por ejemplo, una vez provocado el caos, accedió a proveer unos fondos adicionales para inversión en infraestructura indispensable al buen funcionamiento del Plan -adelantando para 2007 unos recursos previstos para 2008. Obras Públicas, a su vez, dejó para los dos meses inmediatamente previos a la puesta en marcha del nuevo sistema obras de pavimentación -que aún siguen sin terminar.

Algo de esos errores de coordinación -que en algunos casos se han traducido en una abierta insubordinación legislativa de parlamentarios de la propia coalición gobernante- ha quedado reflejado en la decisión de sustituir a la abogado Paulina Veloso en el Ministerio Secretaría de la Presidencia, poniendo en su lugar al ex senador José Viera Gallo, un socialista y fogueado dirigente político.

Adeptos y -por cierto- opositores a la Presidenta Bachelet coinciden hoy en la necesidad de una “reingeniería total” del equipo gubernamental. Pero no sólo de caras, sino que también de dirección y contenidos que permitan superar la crisis de confianza y credibilidad que recubre a su administración. Apenas asumida, Bachelet citó a un gran número de altos funcionarios públicos a La Moneda para leerles un “decálogo del buen gobierno”. Pero una vez pasado el impacto -bueno, pero efímero- que ello tuvo en la ciudadanía, cada quien volvió a lo suyo y poco o nada se supo de sus frutos concretos.

Recordando que prácticamente desde su inicio la administración Bachelet se ha dedicado a sofocar crisis y materializar proyectos iniciados por su antecesor, adherentes y detractores suyos le reclaman hoy por igual la definición de unos objetivos claros para los tres años restantes de su breve mandato.

Es probable que en esta cirugía mayor a su gobierno, Bachelet no incluya algunas urgentes ajustes reclamados estentóreamente al “modelo chileno” -una de cuyas falencias ha sido dejada al trasluz precisamente por el Transantiago: la ingenuidad de intentar compatibilizar el bienestar público ciudadano con el lucro perseguido por la empresa privada. El Gobierno quiso suministrar a Santiago un moderno, limpio y eficiente sistema de trasportes, pero (salvo su concepción) cedió prácticamente todos los ámbitos de su control a la empresa privada. Se buscó proveer (al menos inicialmente) una tarifa asequible a los usuarios, e ilusamente hacerla converger con una rentabilidad asegurada al inversionista. La evidencia ha demostrado que podía conseguirse lo uno o lo otro, pero no ambos objetivos. En definitiva, si se quiso un servicio eficiente y de calidad, quizás la tarifa debió elevarse a poco menos del equivalente a un dólar. O bien, subsidiar derechamente el servicio -aunque ello implicase pasar por encima de algunos dogmas considerados inamovibles por los tecnócratas gubernamentales.
www.argenpress.info
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