Claro, la muerte del general Yerba Mala tendrá sus lados positivos, no hay que negarlo. Nunca más va a poder denigrar a nadie con esas misivas milicas de sentimentalismo épico-autocompasivo que acostumbraba mandar después de sus episodios vasculares o para su cumpleaños. Su caso ya no estorbará más la conciencia de quienes han declarado, ahogados en un collar de micrófonos, eso de que “las instituciones en Chile funcionan”, a sabiendas de que las andanzas judiciales de Pinochet lo desmienten. (A lo mejor me equivoco, pero me parece que en un país donde las instituciones funcionan de verdad, nadie tiene necesidad de declararlo en conferencia de prensa). Cuando se muera, Pinochet ya no seguirá dejando en vergüenza al sistema judicial y médico-burocrático que estuvo dispuesto a sostener que estaba demente o que era incapaz de enfrentar un juicio.
No es del todo malo que hayamos tenido la oportunidad de imaginarnos que, con su corazón entrando en la necrosis final, Pinochet sentirá que se va acercando al lugar sin límites, allá donde no existen cortes de apelaciones ni abogados prestidigitadores ni hospital militar. Y por último no es malo ni injusto fantasear que si de verdad existe el infierno, allá irá a parar el general, después de que se revele su última Cuenta Secreta en el juicio aquél de quien nadie se libra.
Pero considerando que lo más probable es que no exista el infierno, la muerte final de Pinochet representará una derrota. Digo su muerte final porque ha tenido varias, o tal vez la misma en varios actos. Cada una de esas muertes y resurrecciones ilustra hasta qué punto su figura ha contaminado a un país entero, al punto de que se lo identifica no sólo con el nombre de Chile sino con la configuración misma de nuestras instituciones, nuestro sistema económico y nuestro sistema político.
La muerte final será una derrota porque le llegará sin que el dictador haya respondido cabalmente ante la justicia por sus crímenes. No fue por falta de oportunidades para juzgarlo. Todos sabemos -y que esto quede muy claro para las generaciones que vienen-que la Concertación, en una serie de acciones éticamente reprobables, políticamente miopes, e históricamente vergonzosas, se aplicó para sacar a Pinochet de Inglaterra cuando estaba a punto de concretarse su juicio en España. El gobierno chileno lo resucitó y Pinochet respondió levantándose como Lázaro en la losa de Pudahuel, al son de los Viejos Estandartes.
Unos años antes, la Concertación ya había intervenido directamente para resguardar al dictador en el caso de los pinocheques. Tal vez fue en ese momento que, invocando dudosas razones de estado, la coalición de gobierno se pinchó con el virus de la corrupción y se contagió del síndrome del desprecio por la transparencia cuyos síntomas se han hecho evidentes últimamente.
Son palabras duras, pero hay que decirlas para contribuir a la honestidad del discurso público: si Augusto Pinochet muere sin ser juzgado por una corte chilena, será porque siempre contó con una protección sostenida que vino desde las esferas de gobierno. Aylwin le aguantó sin chistar el acuartelamiento sedicioso conocido como “el ejercicio de enlace” de 1991 y el “boinazo” de 1993, aparte de innumerables desaires y desacatos impensables en una democracia de verdad. Frei se tragó uno por uno y bien masticaditos los pinocheques, la primera estafa conocida de la familia del dictador, en la que la empresa fantasma de Augusto Pinochet Hiriart recibió 3 millones de dólares del ejército comandado por su padre. Bajo el gobierno de Lagos se toleró que la defensa de Pinochet continuara con sus simulaciones y sus tácticas de obstrucción judicial, lo que fue posible gracias a un Ministerio de Justicia lerdo, a un Consejo de Estado cuya presidenta llegó a defender la impresentable Ley de Amnistía, y a un Instituto Médico Legal permeable a las presiones de la realpolitik. Aun si el juicio de la historia fuera benévolo con los gobiernos de la Concertación, tendrá que reconocer que no hubo verdadera voluntad política para enfrentar el poder paralelo representado por Pinochet dentro y fuera del ejército.
La muerte de Pinochet me alegraría mucho si se diera como una liberación de verdad, si con ella nos pudiéramos sacar de encima la sombra que este hombre mendaz, corrupto y sanguinario proyecta sobre las instituciones de Chile. Me temo, en vista de lo que se ha visto en este ensayo general, que va a pasar lo contrario: esa sombra de mediocridad va a quedar inmortalizada, quemada a fuego en los muros de la polis que intentamos reconstituir con porfía pero con poca convicción y con menos habilidad. No tendría por qué haber sido así, pero es lo que ha pasado, debido a la falta de visión de quienes llegaron al poder prometiendo justicia y que luego ejercieron ese poder haciendo cálculos timoratos, voceando discursos fáciles sobre una reconciliación artificiosa.
Ante la impunidad en que seguramente morirá Pinochet, cuando se muera al fin, nos queda el pobre consuelo de lo simbólico: el dictador acabará sus días sabiendo que no va a pasar a la historia como héroe de la patria, sino como cabeza del régimen más brutal y corrupto que haya tenido Chile. A pesar de que esta verdad está establecida, es paradójico que las “instituciones” chilenas hayan funcionado de manera tal que Pinochet recibió y sigue recibiendo un trato deferencial.
Ojalá la presidenta Bachelet actúe en consecuencia con sus propios dichos, descartando los homenajes oficiales y marcando un nuevo rumbo en el discurso oficial acerca del dictador y su legado. Un gobierno democrático no puede darse el lujo de rendirle honores de ninguna especie a un personaje con la trayectoria de Pinochet. Y si lo hace, no puede pretender que su credibilidad ante la ciudadanía y ante el mundo se mantenga intacta. Tampoco puede el ejecutivo darse el lujo de aceptar que le rinda honores a Pinochet un ejército que, a pesar de todo, todavía está en deuda con el legado de René Schneider y de Carlos Prats y que parece estar actuando otra vez como si no estuviera bajo la jurisdicción de la autoridad civil cuando de Pinochet se trata. En el caso de Prats, es imposible soslayar la responsabilidad del mismo dictador de la muerte de su compañero de armas y antiguo superior. ¿Si se le impide al ejército homenajear a Pinochet, se espera acaso que hagan un ejercicio de enlace fúnebre, un boinazo de luto? ¿Cuál será el miedo que tiene la autoridad civil de imponer el criterio expresado por la presidenta durante la campaña? El homenaje del ejército a Pinochet sería el más claro desmentido al eslogan de que esa institución pertenece a todos los chilenos.
La milagrosa recuperación de Pinochet da tiempo para reflexionar más sobre estos temas. A menudo se habla de oportunidades perdidas en la historia de nuestro país, pero esto se restringe casi siempre al ámbito económico, por ejemplo en referencia a no haber sabido aprovechar la riqueza del salitre para dar un salto adelante en el desarrollo. Habrá que meditar también acerca de oportunidades que se aprovechan o se pierden en lo cívico y en lo ético, como la gran chance que todavía tenemos de juzgar en vida a Augus
to Pinochet Ugarte. Esa oportunidad se desperdició hasta ahora porque las instituciones fallaron, porque no fueron capaces de tomar conciencia de que la impunidad es una de las formas de corrupción más insidiosas y dañinas para cualquier república, y especialmente para una tan frágil como la chilena.
Arriba los corazones, sursum corda, el dictador sigue vivo. Todavía estamos a tiempo de comenzar el siglo XXI de verdad y de encarar el bicentenario con la conciencia tranquila. Que Pinochet no nos deje como herencia la corona ponzoñosa de su impunidad.
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