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Hoy, como país, todavía generamos más calor que luz…

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5 de abril de 2015
Cuando el funcionamiento del colectivo produce buenos resultados, el sistema de decisiones en que se basa logra legitimidad y apoyo. Por el contrario, tal como en el fútbol, cuando los resultados no se dan, el sistema de decisiones colectivas cae en crisis. Eso es lo que pareciera estar sucediendo en Chile hoy.
Digo pareciera, pues mientras para algunos la persistencia de injusticias y la incapacidad sistémica que tenemos para resolver distintos problemas públicos (medioambientales, indigenas, políticos, de igualdad de oportunidades, educación, etc.) son síntomas inequívocos de la necesidad de revisar y reformular los mecanismos institucionales respecto a cómo los resolvemos (desde el sistema económico, al político), para otros, en cambio, esto es una exageración, pues Chile no muestra malos resultados en su operar, o al menos no tan malos como para caer en la conclusión que el sistema está en crisis.
Tenemos que ser capaces de modificar el sistema político para que promocione a individuos preparados e íntegros como nuestros dirigentes; necesitamos aprender de las lecciones de incendios, tsunamis y aluviones; tenemos que poder congeniar las necesidades del progreso material con el respeto medioambiental y de las comunidades vecinas; tiene que ser posible integrarnos en forma respetuosa y armónica con nuestros pueblos autóctonos; debemos lograr proteger y aprovechar los potenciales patrimoniales, culturales e históricos de nuestras ciudades como lo han hechos tantos otros países. Tenemos los talentos, los recursos económicos, la necesidad y las ganas, pero algo nos pasa que no aprendemos y nos somos capaces de lograrlo.
Lo cierto es que más allá de decir quién tiene la razón, resulta claro que, sin desmerecer los logros logrados a nivel país, son demasiadas las falencias, o si queremos, las oportunidades de mejora, que el sistema presenta. Así, sin ser excesivamente autoflagelantes, es bastante evidente que no hemos sido capaces de construir un sistema político que nos entregue suficiente confianza respecto a cómo opera (como se ha hecho patente en la actual crisis que afecta a todo el espectro político), ni hemos logrado resolver de forma satisfactoria el desarrollo armónico de nuestras ciudades (pensemos en Valparaíso y sus continuos problemas pendientes), ni conciliar el crecimiento industrial con la protección ambiental y el desarrollo comunitario (pensemos, como ejemplo, en la bahía de Quintero), ni hemos sido capaces de incluir a los pueblos autóctonos a nuestro modelo de desarrollo (pensemos en los Mapuche y los conflictos en el sur), o estar preparados para abordar de mejor forma las catástrofes naturales (desde la cómo enfrentamos el tsunami, a los incendios forestales, o las recientes inundaciones en el norte).
Es fácil caer en la tentación de culpar a algún otro para explicar nuestra incapacidad de resolver de mejor forma las anteriores situaciones. Pero dichas visiones maniqueas, por reconfortantes que sean, pierden de vista algo esencial: que el problema de la acción social, capaz de integrar las opiniones individuales en decisiones colectivas, está lejos de ser trivial.
Hay un ámbito de decisiones exclusivamente personales, por ejemplo, con quién nos emparejamos o qué credo profesamos. Muchas otras decisiones, si bien son de carácter individual (por ejemplo, el uso del automóvil), tienen repercusiones agregadas o colectivas, aunque no seamos muy concientes de ello. El mercado, en particular, es un mecanismo que deriva, a partir de elecciones individuales de consumo, decisiones colectivas respecto a cómo se distribuyen recursos escasos entre diversas actividades productivas. Como alternativa, muchos defienden la necesidad de tomar estas decisiones de carácter social de manera centralizada, a través de la planificación estatal. Los mecanismos de votación popular son otra forma de aunar decisiones individuales para formular decisiones colectivas. La regla para decidir puede variar desde la simple mayoría a la unanimidad, y aunque cuentan con gran simpatía, no resulta claro que las mayorías siempre tengan la razón. Las dictaduras (ya sea la del proletariado, de un tirano, o una autocracia de tecnócratas o hombres sabios), en tanto, equivalen a delegar en un individuo (o en un grupo específico) las decisiones que atañen a toda la colectividad. Como se ve, el problema de pasar de opiniones o preferencias individuales a decisiones colectivas no es trivial y diversos mecanismos han sido propuestos para construir dicho puente.
Por ello, más que un asunto de buenos, lúcidos y probos por un lado, y malos, tontos y corruptos, por otro, conviene que reflexionemos de forma más a-personal, más sistémica. Cuando los temas que no hemos sido capaces de resolver son tan ubicuos, tanto en su tipo como en el tiempo, entonces denotan más que problemas de individuos, fallas sistémicas. La pregunta que nos tenemos que hacer, y ser lo suficientemente maduros y con alturas de miras para intentar responder, es por qué hemos fallado en estos temas tan persistentemente, evitando caer en la soberbia de descalificaciones y atrincheramientos. Ser capaces de, para cada tema específico, diagnosticar en forma pragmática cómo robustecer al sistema para que logre mejores decisiones, aprendiendo de sus errores, sin enfatizar la culpa sino que la solución, es algo que nos hace falta.
Tenemos que ser capaces de modificar el sistema político para que promocione a individuos preparados e íntegros como nuestros dirigentes; necesitamos aprender de las lecciones de incendios, tsunamis y aluviones; tenemos que poder congeniar las necesidades del progreso material con el respeto medioambiental y de las comunidades vecinas; tiene que ser posible integrarnos en forma respetuosa y armónica con nuestros pueblos autóctonos; debemos lograr proteger y aprovechar los potenciales patrimoniales, culturales e históricos de nuestras ciudades como lo han hechos tantos otros países. Tenemos los talentos, los recursos económicos, la necesidad y las ganas, pero algo nos pasa que no aprendemos y nos somos capaces de lograrlo.
Los llamados a escuchar a la ciudadanía mediante mayores grados de participación están muy bien, pero no podemos eludir que justamente el problema de fondo es cómo pasar de las opiniones legítimas de distintos grupos ciudadanos a decisiones colectivas. Porque aunque quienes reclaman lo hagan como si su opinión fuese la única legítima, los problemas suelen ser más complejos y tener diversas aristas. Por eso no sirve discursear como si se tratara de los malos contra los buenos. Obviamente hay algunos políticos, empresarios y ciudadanos cuyas motivaciones son esencialmente malas, pero en general, creo, la mayoría, desde sus legítimas posiciones, visiones, capacidades y limitaciones, se esfuerza seriamente por contribuir a resolver los problemas antes mencionados. Polarizar nuestra común incapacidad echándonos la culpa unos a otros no ayuda. Para encontrar soluciones es necesario entender la complejidad de cada situación y buscar, en forma ojalá amable y civilizada, y sobretodo pragmática, soluciones que logren satisfacer distintos requerimientos, a veces incluso antagónicos, a fin de que la pelota no quede trancada y fluya hacia un equilibrio más virtuoso.
El desarrollo se caracteriza por sus logros en resultados, pero también por sus procesos, por la forma cómo construimos el colectivo. La paradoja de nuestro Chile, es que, teniendo las capacidades materiales e intelectuales para resolver de mucho mejor forma los desafíos pendientes, no logramos abordarlos colectivamente de manera provechosa. Así las cosas, estamos tan friccionados, que nuestras energías terminan dilapidadas generando más calor que luz…
– El autor, Alfonso Salinas, es miembro de la Casa de la Paz
*Fuente: El Mostrador

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