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El temple moral del presidente Allende

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Leído originalmente el 4 de septiembre del 2013, en La Biblioteca Pública de Edmonton, Canadá.
I.
No creo exagerado afirmar que cuatro décadas después del hecho, un considerable número de compatriotas de izquierda aún no consiguen reconciliarse con la muerte de Allende. No solo en el sentido en el que un hijo, o una hija, no logran aceptar la partida del padre, ni adaptarse a un mundo en el que él ya no está más, sino también en el sentido de negarse a reconocer que el líder popular pudo haber elegido el camino del suicidio.
Puesto que en realidad no comprenden adecuadamente el razonamiento moral subyacente a aquella trágica decisión del Presidente, muchos hombres de izquierda, y al parecer también un buen número de mujeres, siguen aferrados al siguiente relato mítico de su muerte, o a alguna de sus muchas variaciones:
Pasada la 1 y 30, los fascistas se apoderan de la planta baja del Palacio, la defensa se organiza en la planta alta y prosigue el combate. Los fascistas tratan de irrumpir por la escalera principal. A las 2, aproximadamente, logran ocupar un ángulo de la planta alta. El Presidente estaba parapetado, junto a varios de sus compañeros, en una esquina del Salón Rojo. Avanzando hacia el punto de irrupción de los fascistas recibe un balazo en el estómago que lo hace inclinarse de dolor, pero no cesa de luchar; apoyándose en un sillón continúa disparando contra los fascistas a pocos metros de distancia, hasta que un segundo impacto en el pecho lo derriba y ya moribundo es acribillado a balazos”.
“Al ver caer al Presidente, miembros de su guardia personal contratacan enérgicamente, y rechazan de nuevo a los fascistas hasta la escalera principal. Se produce entonces, en medio del combate un gesto de insólita dignidad: tomando el cuerpo inerte del Presidente lo conducen hasta su Gabinete, lo sientan en la silla presidencial, le colocan la banda de Presidente y lo envuelven en la bandera chilena.”(1)
Como es manifiesto, este relato contiene todos los elementos de la tragedia clásica, pero es, por cierto, enteramente apócrifo, y hasta donde nos ha sido posible establecerlo, fue concebido por la fértil imaginación de Renato González Córdova, un joven de 17 años miembro del GAP, sobreviviente de la batalla de La Moneda, quien consigue escapar a Cuba en los días posteriores al Golpe, y hace llegar a Fidel Castro su relato de los últimos momentos de Allende, quien lo incorpora casi enteramente a su extraordinario discurso del día 28 de septiembre, de 1973,  en la Plaza de la Revolución, con lo que alcanza una difusión casi universal.
Según lo ha comprendido tan bien nuestro compatriota Ariel Dorfman, en uno de sus escritos de carácter autobiográfico.(2), el rechazo del suicidio de Allende por muchos de sus viejos partidarios no es, en la mayoría de los casos, algo que esté basado en consideraciones lógicas, o en un juicio ponderado acerca de los hechos ocurridos en el Salón Independencia aquella trágica tarde, sino que el producto de una actitud pre-reflexiva, originada en la necesidad puramente subjetiva, de aquellos que así piensan y sienten, que no les permite aceptar la muerte del Presidente tal como efectivamente debió haber ocurrido, en razón de que el suicidio pareciera no calzar con la representación que ellos tienen de lo que, a su juicio, debiera haber sido la conducta del líder en aquellas extremas circunstancias.
Curiosamente, los izquierdistas que así piensan coinciden en su apreciación negativa del suicidio con la de algunos de los más fanáticos objetores derechistas de Allende y su gobierno. Por ejemplo, hace algún tiempo encontramos en una página Web la siguiente afirmación: “Los mártires, por definición, no se suicidan. Si al menos el ex Presidente hubiera muerto en combate podría denominarse mártir”. Como puede verse este es un razonamiento falaz, puesto que la definición de mártir no excluye el suicidio, porque en nuestra lengua dicha palabra es utilizada para indicar, simplemente, a “la persona que muere, o padece mucho en defensa de sus creencias, convicciones o causa”, según lo define el Diccionario on line de la Real Academia Española de 1992. Es decir, de acuerdo con esta definición, el hecho de que el Presidente se hubiera quitado la vida, luego de más de 4 horas y media de combate contra fuerzas militares abrumadoramente superiores, no lo hace menos un mártir que si hubiera sido asesinado por un soldado golpista que tendría que  haber conseguido ingresar subrepticiamente al Salón Independencia aquella tarde. De lo que, por cierto, no existe el menor testimonio ni evidencia remotamente confiable.
Subyacente a aquel juicio común a izquierdistas y derechistas, encontramos una estimación o juicio moral implícito, manifiestamente erróneo, según el cual, en aquellas circunstancias la muerte del Presidente Allende por efecto de la acción homicida de sus enemigos sería considerada como éticamente superior a la muerte por su propia mano. Pero a los que así piensan se les escapa un detalle sumamente importante: y es que si el Presidente hubiera caído en La Moneda por efecto de las balas golpistas, la decisión de su muerte la habrían tomado sus enemigos; mientras que si murió a consecuencia de un disparo suicida, la decisión de su fin no le fue impuesta por otros, sino que la tomó el propio Presidente, enfrentado a una situación límite, en un acto supremo de ejercicio de su libertad,  que corresponde a la forma más alta de conducta moral a la que puede aspirar un ser humano.
De allí que cuando el izquierdista le niega al Presidente la opción de que se hubiera quitado la vida, le niega simultáneamente su libertad de elección, reduciéndolo a la condición de haber sido una simple víctima pasiva de un destino preparado casi enteramente por sus enemigos. Es decir, en vez de considerar la muerte por propia decisión como la conducta más noble y más alta, se la desvaloriza poniéndola por debajo de la de una simple víctima.
Es muy común que quienes aún siguen creyendo en el magnicidio de Allende entiendan de manera incorrecta, también, el combate y el suicidio como si tratara de dos hechos desconectados, o simplemente contrapuestos, lo que por cierto constituye una falsa dicotomía. El ejemplo más flagrante de esta errónea opinión lo encontramos, recientemente, en la página de presentación del libro de Luis Ravanal y Francisco Marín titulado: “Allende. “yo no me rendiré”. La investigación histórica y forense que descarta el suicidio”, publicado en Santiago por Ceibo ediciones, donde se afirma que:
“Hay una distancia sideral entre el mártir que acaba con su vida para evitar que su pueblo salga a la calle y enfrente la traición, y el héroe que defiende a tiros el honor de su investidura y las esperanzas colectivas de un Chile nuevo. El primero nos lleva al lamento y a la contemplación de Cristo, a la conciliación y al pedir sin justicia verdadera. El segundo nos interpela, nos provoca, nos desafía y mantiene inagotable la decisión de no rendirse, de no transar en lo fundamental, que es, finalmente, ese sueño de un nuevo Chile, el independiente, el justo”.
Qué incomprensión y distorsión más crazas de los verdaderos términos de la situación, moral y política, que enfrentara Allende aquel día, se contienen en este desafortunado párrafo. En primer lugar, Allende no se quitó la vida para evitar que el pueblo chileno saliera a la calle a defender su gobierno, como aquí se afirma, sino que la autoinmolación no fue para el Presidente otra cosa que la culminación de su actitud combatiente. De su decisión voluntaria y conscientemente asumida de morir antes que entregar el poder a los golpistas.
Es manifiesto que él venía preparado aquel día para el combate, pero también había considerado con mucha anticipación la posibilidad de que si sobreviviera a aquella desigual batalla, no le quedaba otra opción digna que la de quitarse la vida. El propio doctor Bartulín, miembro del GAP, declaró hace ya varios años que Allende le pidió en un momento álgido de la resistencia en La Moneda, que si él quedaba herido, y por lo tanto imposibilitado de quitarse la vida, le pegara un tiro. Muchos años después, cuando en el 2012 ya se había iniciado la investigación judicial de la muerte de Allende, a cargo del Juez Mario Carroza, estas declaraciones de Bartulín  serían torcidamente interpretadas por el periodista Camilo Taufic, quien inventó a partir de aquella reveladora declaración la falsa explicación del “suicidio asistido”, sosteniendo que Allende no se habría dado muerte por su propia mano, sino que habría sido muerto por Danilo Bartulín. Lo que dio a los derechistas la ocasión para declarar entonces que Allende había sido tan cobarde que ni siquiera tuvo el valor de autoinmolarse.
Lo que Ravanal y Marín no consiguen comprender, por partir de aquella falsa dicotomía entre combate y suicidio, es algo que no puede ser más evidente: que Allende es precisamente aquel “héroe que defiende el honor de su investidura y las esperanzas colectivas de un Chile nuevo”. Y cuya conducta se encuentra en las antípodas del matirologio cristiano, en el que Cristo es, primero, torturado y luego crucificado y muerto por sus enemigos romanos. Curiosamente, la misma visión que subyace a la interpretación de los autores que criticamos.
De allí, entonces, que muchos de los partidarios, así como de los detractores y enemigos del Presidente, sigan repitiendo, casi 40 años después del Golpe, que una muerte “verdaderamente heroica” habría exigido que Allende muriera en combate, es decir, que hubiera sido asesinado por alguno de los soldados golpistas que penetraron al segundo piso de La Moneda. Por cierto que en el origen de esta falsa opinión deben haber influido, por un lado, la visión cristiana del suicidio como un acto moralmente negativo, un verdadero pecado en contra de dios; y por el otro, el hecho de que en la mente de quienes subscriben aquella difundida representación del suicidio pareciera haber tenido lugar una especie de inconsciente identificación del sacrificio de Allende con el mito del martirologio de Cristo. En cuanto a la visión cristiana del suicidio, como un acto moralmente negativo, no debemos olvidar que Allende no era un cristiano, ni un creyente, sino un marxista y un libre pensador, de modo que su conducta no debe ser medida con los parámetros de la moralidad cristiana, sino con la vara de sus propios valores racionalistas y ateos.
Pero, a nuestro juicio, la razón principal del rechazo del suicidio por parte de muchos de nuestros compatriotas  se encuentra en una inadecuada estimación del sustrato moral de la decisión del presidente de morir en La Moneda, enfrentado a una situación límite. En primer lugar porque quienes así piensan no comprenden el carácter libre que la conducta humana puede tener frente a una situación aparentemente sin salida. Como lo señala el famoso psiquiatra autríaco Víctor Frankl:
“… incluso la víctima de una situación sin esperanza, enfrentado al destino que no puede cambiar, puede alzarse por sobre sí mismo, puede crecer más allá de sí mismo y al hacerlo cambiarse a sí mismo. Puede transformar una tragedia personal en un triunfo”. (3)
Esto es, precisamente, lo que hace Allende aquel día 11 de septiembre de 1973, según  lo escribimos hace ya varios años:
“… lo que Allende no podía cambiar en su situación… era la voluntad golpista de derrocar su gobierno, pero lo que sí estaba en su poder era rendirse o combatir hasta el final a sus enemigos. Allende eligió el combate y cuando comprendió que ya era inútil toda resistencia, conminó a sus compañeros a deponer las armas ya casi sin munición, y luego de encerrarse solo en su oficina se quita la vida, privando a los golpistas del placer sádico de humillarlo y vejarlo. Pocos actos hay de mayor dignidad y valor. (4)
Es decir, Allende se comportó aquella tarde como el héroe trágico por antonomasia, pero no en el sentido en que vulgarmente se entiende aquella conducta, es decir, como la de seres marcados por la fatalidad, de la cual son víctimas casi enteramente impotentes, sino como nos lo explica con gran claridad el profesor Edward Ballard: “El espíritu trágico aparece en la lucha [de los héroes] por seguir siendo fieles a sí mismos y retener su dignidad humana, a pesar de su malhadado destino. De este modo ellos consiguen transformar su derrota y subyugamiento en una especie de victoria pírrica”.(5)  Esta es la “victoria en la derrota”, distintiva de los héroes trágicos de todos los tiempos. O como escribiera el escritor y político Volodia Teilteboim: “En este orden [Allende] pertenece a la estirpe de los derrotados triunfantes que han embellecido nuestra historia con su ejemplo y legado: Bolivar, O’Higgins, Martí y el Che”. (6)
El siguiente breve relato de Eduardo Galeano nos ayudará a ilustrar y comprender mejor el significado moral del suicidio de Allende, enfrentado a una situación límite:
“El día 26 de marzo de 1978, María Victoria Walsh, hija del periodista, escritor, dramaturgo y revolucionario argentino Rodolfo Walsh, le gritó a los esbirros de la dictadura, que la acosaban  en su casa en la calle Corro, de Buenos Aires: ‘Ustedes no me matan, yo elijo morir, carajos’, y entonces ella y otro combatiente llamado Alberto Molina, se suicidaron allí mismo con sus propias armas, frente a sus enemigos, para no darles el placer sádico de que los torturaran y mataran”.
No cabe duda que hay pocas conductas humanas más valerosas y heroicas que las de estos jóvenes, y cualquiera que tenga un verdadero sentido del honor y la moralidad comprenderá el valor supremo de aquel terrible sacrificio. Significativamente, más allá de sus respectivas circunstancia y diferencias de tiempo y lugar, la conducta de Allende en La Moneda aquella tarde trágica es, desde un punto de vista ético, esencialmente idéntica a la elegida por Victoria Walsh y Alberto Molina en 1978. En ambos casos se trató de decisiones adoptadas en el contexto de una situación de vida o muerte, y quizás la única diferencia entre uno y otro sacrificio se encuentre en el hecho de que Allende eligió con mucha anticipación el lugar donde enfrentaría a sus enemigos, como lo mostraremos a continuación, mientras que Victoria y Alberto debieron haber sido sorprendidos en aquella casa por agentes de las fuerzas represivas de la dictadura argentina. Pero en ambos casos los héroes trágicos eligen la muerte por mano propia antes que ser asesinados por sus enemigos.
II.
Entre los centenares de libros que se han escrito, en las lenguas más importantes y desde diversas posiciones ideológicas y políticas, acerca de Allende, su vida, su pensamiento, su ejecutoria política, su gobierno, legado y muerte, llama la atención el poco espacio que se le ha concedido al examen de la dimensión moral de la personalidad y conducta del Presidente. Más allá de algunas referencias generales, o al pasar, y con la excepción de solo una de sus biógrafas, son muy pocos entre los que han escrito sobre Allende que han sabido aquilatar adecuadamente, por ejemplo, la importancia de la profunda motivación moral que subyace a la conducta del Presidente en La Moneda en aquellas horas trágicas del  11 de Septiembre de  1973.
En cuanto a esto, en su biografía del Presidente observa la historiadora Diana Veneros, lo siguiente: “Allende no cortejó la muerte. Amaba extraordinariamente la vida. Pero cuando fue obligado a elegir entre sus principios y un trato [con sus enemigos], “subirse a un avión e irse” [del país], no vaciló. La huida “no tenía cabida en el concepto del honor que tenía ni en su concepto de las dignidad, o en sus ideas de cómo debe actuar un personaje histórico” Y su código del honor, profundamente arraigado, incluía un concepto un tanto anticuado y aristocrático de su defensa. Una actitud heroica –según los aceptados cánones caballerescos- con su manifiesto sentido del honor, del deber, del orgullo y la dignidad… “. (7)
Por su parte, Joan Garcés, el asesor presidencial, ha comprendido que en el gesto final de Allende se expresa una componente central de su carácter, que correspondería a un profundo sentimiento de obligación moral: “la voluntad de asumir plenamente la responsabilidad que le incumbía en su calidad de principal portavoz de los trabajadores y de máxima autoridad del estado. Desde un punto de vista ético, le resultaba inaceptable que un dirigente gobernante desconociera sus deberes y compromisos, abandonado a sus seguidores a la persecución y al país a la violencia desenfrenada a cambio de garantizar su seguridad personal.
[Para él] era un problema de consecuencia consigo mismo, con sus convicciones íntimas y con sus planteamientos públicos”(8).
Indudablemente estas observaciones de Diana Veneros y Joan Garcés son certeras y correctas pero, por desgracia, se limitan a explicitar lo que se encuentra como en la superficie de la conducta de Allende, de allí la necesidad de ir más allá, y de sacar a la luz lo que constituye su fundamento más profundo.
En cuanto a lo que afirmamos más arriba en el sentido de que la decisión de resistir un eventual alzamiento militar en La Moneda, fue adoptada por Allende con más de un año de anticipación, es confirmada, entre otros, por el siguiente testimonio, reproducido por Patricio Quiroga, en su libro COMPAÑEROS. El GAP: la escolta de Allende:
“Hurgando en sus recuerdos, Renato Moreau, uno de los responsables del Aparato Militar [del Partido Socialista] señala: A comienzos de 1972, cuando se detectó el intento de Golpe de Estado del general [Alfredo] Canales, la Comisión de Defensa se vio obligada a rexaminar la planificación, ante lo cual surgió el [así] denominado Plan Santiago. Fue una determinación clave, pues se constató que la posibilidad del Golpe de Estado era ya una realidad que se debía enfrentar junto con la decisión de Allende de permanecer en La Moneda. El Presidente había rechazado la posibilidad de salir de la sede de gobierno para trasladarse a un Barretín VIP, desde donde se podría conducir, con posibilidades de éxito, una defensa del gobierno, Allende desechó una y otra vez las sugerencias de abandonar lo que consideraba el bastión democrático por excelencia. No hubo más alternativa que pensar en la defensa del gobierno desde la Moneda, y se consideró que el contingente debía defenderla mínimo un par de días”. (9)
Por cierto que Allende sabía que parapetarse en La Moneda en caso de un golpe no era, militarmente hablando, una buena elección, pero así lo decidió porque consideraba que aquel viejo edificio era el único lugar a la altura de su dignidad presidencial. “Su puesto de mando, el centro del poder del Estado, y el símbolo histórico del régimen institucional”, como lo define certeramente Joan Garcés. Es decir, para Allende La Moneda constituía una suerte de materialización del poder legítimo del Presidente, de tal suerte que la defensa del antiguo palacio frente a un alzamiento militar aparecería a sus ojos, y ante los ojos de Chile y del mundo, como un gran símbolo de la defensa de la legalidad presidencial frente a la ilegitimidad golpista.
Pero la decisión de Allende de resistir hasta el final en el viejo edificio de Toesca, era más compleja de lo que hasta ahora se ha creído, porque fue contemplada por el Presidente como la alternativa final entre dos escenarios golpistas posibles, según lo revelara Gloria Gaitán, la hija del asesinado político liberal colombiano, en su libro sobre el líder popular chileno, publicado en Colombia en el mismo año 1973, donde se reproducen las siguientes palabras, que sin duda debieron haber sido pronunciadas por Allende:
Cuando llegue el momento escogido por los golpistas para acabar con este gobierno, tendré dos alternativas: si para entonces, parte de las fuerzas armadas y carabineros están decididos a defender el gobierno, por ser el único constitucional, yo me iré a resistir a San Miguel, junto al pueblo. De lo contrario, si el golpe proviene unánimemente de todos los cuerpos armados, le pediré a las masas que no se movilicen para que no se inmolen inútilmente y yo combatiré hasta el final. De la presidencia de Chile no saldré sino muerto, o al final de período por el cual he sido elegido”(10).
Como efectivamente ocurrió el 11 de septiembre, Allende, que desconfiaba –con mucha razón- de la capacidad militar de la izquierda  para hacer frente a un golpe unificado de las FF. AA. 1. No llamó al pueblo en defensa de su gobierno, porque anticipaba que aquello terminaría en una masacre; 2. Combatió por más de 4 horas y media, junto a un puñado de sus más cercanos colaboradores, algunos detectives y parte del GAP, su fiel escolta armada, hasta que se terminó la munición, momento en que  el Presidente conminó a sus partidarios a deponer sus armas, con el fin de evitar una matanza inútil. 3. Eligió la muerte por propia mano, antes de entregar el poder que recibiera por la voluntad popular y dejarse vejar por sus enemigos.
Desde esta perspectiva, se hace manifiesto que lo central de aquellas tres cruciales decisiones del presidente Allende, no se encuentra en su posible efecto político, o militar, sino en su moralidad. Es decir, en el respeto por la vida de sus partidarios; en la defensa irrestricta de su dignidad de hombre, líder de la Izquierda y de Presidente; y en el suicidio como la única salida moral posible de Allende enfrentado a una situación límite. Curiosamente, al parecer habría sido el brillo y la lucidez política e histórica del discurso final, la razón de que muchos de los que lo han escuchado, leído o comentado, tanto dentro como fuera de Chile, hayan prestado relativamente poca atención a la base moral de la conducta de Allende aquel día.
III.
En el epílogo de su libro titulado El día en que murió Allende, el periodista Ignacio González Camus, reproduce unas palabras de Allende, durante una comida en la casa presidencial de Tomás Moro 200, ocurrida casi un mes antes del Golpe, y a la que asistieron el sociólogo Claudio Jimeno, el médico Jorge Klein y Arsenio Poupin, todos los cuales serían asesinados el día 11 luego de ser tomados prisioneros y conducidos por los milicos golpistas al regimiento Tacna.
González Camus relata así aquella conversación:
“[Durante la comida] Allende y sus acompañantes analizaban las últimas evaluaciones del CENOP (Centro de Estudios de Opinión Pública, un organismo dependiente de la Secretaria General de Gobierno, creado por Claudio Jimeno). Y también las declaraciones del general César Ruiz Danyau, recién renunciado a su cargo de comandante en jefe de la FACH, en el programa de televisión “A esta hora se improvisa”.
Cayeron en el tema permanente de la posibilidad de un golpe de Estado.
Allende cambió ligeramente de aspecto. Se distendió, pareció estirar sus piernas para estar más cómodo.
“Ustedes saben lo que yo he planteado, dijo. Estoy dispuesto a morir en el desempeño de mi cargo.
Quiero que me entiendan: no es, como lo he dicho otras veces, que yo tenga vocación de mártir o pasta de apóstol, sino que entiendo perfectamente cuál es mi obligación con el movimiento popular, y además con el cargo que desempeño.
“Yo tengo mucho respeto por el cargo de Presidente. Por respeto a mi propia dignidad de Presidente, no me veo en el exilio golpeando puertas, pidiendo ayuda por algo que no supe defender o que no estuve dispuesto a defender hasta las últimas consecuencias.
No es que yo no ame la vida. La vida me ha dado muchas satisfacciones. Soy un hombre que ha sabido disfrutar de ella (e hizo un gesto con la copa de licor que tenía en la mano, como si la saborease con el movimiento).
Pero también entiendo que hay cosas superiores a esto.” (11).
¿Qué fue exactamente lo que Allende quiso decir con estas palabras? Luego de las consideraciones que hicimos más arriba no será difícil a los lectores comprender a qué se refiere Allende cuando habla de la dignidad del cargo de Presidente y de la suya propia como hombre de principios. Es manifiesto, también, que al hablar de su amor por la vida Allende no solo refuta de antemano la falsa creencia, hasta hoy ampliamente difundida, de que lo hubiera impulsado una tendencia suicida, pero lo más importante, es que él saca a la luz su propio dilema moral y la solución a la que ya hace mucho tiempo ha llegado. Pero ¿qué sería aquello superior a la vida a lo que finalmente se refiere el Presidente?
Tratemos de responder a esta pregunta con la ayuda del pensador alemán Manuel Kant (1724-1804), uno de los más grandes filósofos morales de todos los tiempos, quien en sus Lecciones de ética, de 1780-1781, explica con gran claridad y simpleza, la valoración subyacente al dilema moral que Allende sabía debería enfrentar el día del Golpe.
Escribe Kant: “Porque la vida por sí misma no debe ser considerada como lo más alto. Yo debo aspirar a preservar mi vida solo mientras  sea digno de vivirla. (…) hay en el mundo mucho que es más importante que la [propia] vida. Atenerse a la moralidad es mucho más importante. Es mejor sacrificar la vida que la moralidad de uno. Vivir no es una necesidad; pero vivir honorablemente mientras dura la vida [eso sí que] es una necesidad.
En una obra posterior, y en un contexto diferente, Kant presenta aquella misma disyuntiva moral de una manera mucho más expresiva:
Cada cual tiene la libertad de elegir entre la vida y los trabajos forzados; yo digo que el hombre de honor elige la muerte, mientras el bellaco elije los trabajos forzados. (…) Porque el primero conoce algo que aprecia incluso más que la vida misma, esto es, el honor; mientras que el segundo prefiere una vida ignominiosa a no existir”. (12)
No cabe duda, y Allende lo demostró a lo largo de su agitada y productiva vida, no solo con palabras, sino con hechos, que él suscribía la misma posición moral en favor de la cual argumenta Kant en los pasajes recién citados. Es decir, el Presidente visualizaba su situación, en la eventualidad de un alzamiento militar en contra de su gobierno, no desde un punto de vista centralmente político, como se ha creído siempre, sino desde uno fundamentalmente ético, o moral. En otras palabras, él entendía su predicamento ante un golpe como la elección entre vida y honor, o entre vida y dignidad. Es claro que Allende, supo desde siempre que en aquellas circunstancias su elección no podía ser otra que su honor y su dignidad de hombre y de Presidente. Lección de conducta política y moralidad que 34 años antes Allende había aprendido del presidente Pedro Aguirre Cerda, cuando el 25 de agosto de 1939, enfrentó valientemente en La Moneda el alzamiento militar en contra de su gobierno, conocido como el Ariostazo, por el nombre del general Ariosto Herrera, que lo encabezara.
Conclusión.
Con su heroica resistencia y muerte en el palacio de La Moneda el Presidente Allende transformó su derrota  político-militar en una gran victoria moral sobre sus enemigos golpistas, convirtiéndose en el acto en una figura mítica que pareció levantarse desde su tumba secreta para denunciar ante su pueblo y  los pueblos del mundo, los crímenes de la dictadura cívico-militar. La decisión valiente, digna y viril de Allende de no rendirse, ni entregarse vivo a sus enemigos, demostró al mismo tiempo la bancarrota moral de aquellos que, con apoyo extranjero, se revelaron en contra de su gobierno legítimo y constitucional. Al mismo tiempo, la altura ética de la conducta del Presidente puso de manifiesto la bajeza de los motivos y de la acción de los golpistas, a los que deslegitimó para siempre, política y moralmente, ante Chile y la historia.
Pero aunque no fueran suficientes ni la valentía, ni la dignidad del Presidente para detener o derrotar el golpe de 1973, por obra de la fuerza de estos valores que él supo defender con su propia vida, al combatir y morir en La Moneda, con el paso del tiempo, su figura de hombre y de político llegaría a potenciarse hasta alcanzar la estatura de una especie de nuevo padre de la patria, que junto con convertirse en el primer acusador de los crímenes de la dictadura, llegó a constituirse en la encarnación y símbolo de las luchas populares tanto de hoy como del futuro de Chile.
Notas
(*) Hermes H. Benítez es autor, entre otros libros, de: Las muertes de Salvador Allende, Santiago, Ril editores, 2006 y 2009 y de: Pensando a Allende. Escritos interpretativos y de investigación, recientemente publicado, también, por la editorial Ril, en el 2013.
1. Fragmento del discurso de Fidel Castro del día 29 de septiembre de 1973, en la Plaza de la Revolución, La Habana. Reproducido de Hermes H. Benítez, Las muertes de Salvador Allende, págs. 80-81.
2. Ariel Dorfman, Rumbo al Sur, deseando el Norte, Buenos Aires, Editorial Planeta, 1988, págs. 75-76.
3. Víctor Frankl, El hombre en busca de sentido. Una introducción a la Logoterapia, Barcelona, Editorial Herder, 2009.
4. Hermes H. Benítez, Las muertes de Salvador Allende, Santiago, RIL editores, 2006, pág. 187.
5. Edward G. Ballard, Véase: Nota No. 176 a Las muertes de Salvador Allende.
6. Volodia Teitelboim, “Salvador Allende. Presencia en la ausencia”, Revista Araucaria de Chile, No. 23, 1983.
7. Diana Veneros, Allende. Un ensayo psicobiográfico, Santiago, Editorial Sudamericana, págs. 396-397. Las comillas internas corresponden a las palabras de Carlos Altamirano, en una entrevista que le hiciera  la autora el 15 de noviembre de 1995.
8. Joan E. Garcés, Allende y la experiencia chilena. Las armas de la política, Santiago ediciones BAT, 1990, pág. 400.
9. COMPAÑEROS. El GAP: la escolta de Allende, Patricio Quiroga Z., Santiago, Aguilar Chilena de Ediciones, 2001, pág. 82.
10. Citado por Eduardo Labarca del libro de Gloria Gaitán, titulado: Compañero presidente, Bogotá Editorial Colombia Nueva, 1973, en su: Salvador Allende. Biografia sentimental, Santiago, Catalonia, 2010, pág. 319.
11. Ignacio González Camus, El día en que murió Allende, Santiago, CESOC, Ediciones Chile y América, 1988 (Primera Edición, págs. 403-404.
12. Emmanuel Kant, Lectures on Ethics, 1780-1781, New York, Harper & Row, 1963, págs 150 y 152; La Metafísica de las costumbres, (1797), Barcelona, Ediciones Altaya, 1996, pág. 169.

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