Los jesuitas Ellacuría y Estrada, en cambio, con un largo historial de irreverencia y de confrontación con el poder militar, opinaron que el arzobispo debía incluso endurecer más su mensaje. Le pidieron que incluyera, entre sus denuncias, el allanamiento militar al campus de la jesuita Universidad Centroamericana la tarde de ese mismo sábado, durante el cual un estudiante fue muerto y varios más continuaban desaparecidos. Sobre estas dos posiciones discurrió un largo debate hasta que el abogado Cuéllar intervino para anotar que llamar a los soldados a desobedecer las órdenes de sus superiores podía constituir un delito. Era una invitación a la insubordinación militar. Allí terminó la discusión, sin conclusiones, a las ocho de la noche. Romero le pidió al abogado Cuéllar que lo acompañara a cenar. Atravesaron la calle y caminaron apenas unos cuantos metros hasta la cafetería del Hospitalito. Entonces dijo algo que, treinta y cinco años después, Cuéllar recordaba así: “Beto, prepárese para una batalla legal. Es un llamamiento moral y ético contra una ley injusta e inmoral. Se están matando entre propios hermanos, entre pobres”. El arzobispo estaba decidido.