Ustedes jueces de la suprema vergüenza, no tienen idea lo que es ser torturado. O a lo mejor sí lo saben y les da lo mismo, por eso dejan libres a 7 asesinos en nombre de una supuesta reconciliación nacional, como señaló Hugo Dolmestch. Pero, su señoría, lo que sucede es que yo no quiero reconciliarme con mi torturador ni con ningún asesino, pues –les reitero– ustedes no saben o no quieren saber lo que es ser torturado. Yo se los voy a decir.
Desnudo, encapuchado, amarrado, te enfrentas ante la más terrible de las soledades. Sí porque no es una, son varias al mismo tiempo: la soledad de la incertidumbre, de la oscuridad, del silencio, de los gritos, de la vida y la muerte. Nunca sabes de donde vendrá el primer golpe, y el torturador –al que tú otorgaste el beneficio de la libertad– gozaba con tu miedo. Disfrutaba cada minuto, mientras uno, enclaustrado en las fronteras de su capucha, intentaba adivinar entre los gritos propios y de ellos, por dónde vendrían los puñetazos o patadas en un vano esfuerzo por aminorar el dolor. Era imposible. Así sobrevenía la avalancha de golpes, y luego, el silencio que asomaba como un oasis de tranquilidad en medio de la tormenta, mas era tan solo un espejismo. Estaba todo calculado; ahí estaban los militares, civiles y médicos vigilando cada uno de tus movimientos para continuar la tortura.