La mayor parte de la literatura que se autodefine revolucionaria es una literatura escrita para convencidos, con un lenguaje aburridísimo, en un código incomprensible para quienes no están en la iglesia, para los que no son de la parroquia […] tengo la impresión de que son especialistas en restar y no en sumar, que es cada vez menos atractivo lo que se dice, que están cada vez menos claros, más borrachos de slogans, de consignas, de frases muertas, de citas hechas, que tiene cada vez menos contacto con la gracia y la hermosura de la realidad, de la vida, de la necesaria vitalidad del acto revolucionario, que es el más transformador de todos.