“[…] Al nacer el niño, el padre, y a la niña la madre, solían dar un animal, una yegua, una vaca, ovejas; estos bienes le pertenecían, se aumentaban al crecer el niño, pero de los frutos participaba toda la familia. Al casarse la niña llevaba estos bienes a su nuevo hogar, pero estos no pasaban al poder del marido, sino que quedaban propiedad de la mujer, como una garantía de su independencia y, al mismo tiempo, del interés que toda la familia debía tener en conservarlos, porque participaba de los frutos.[…]
Fray Jerónimo de Amberga, misionero Capuchino, 1913