1.
Uno escribe a partir de una necesidad de comunicación y de comunión con los demás, para denunciar lo que duele y compartir lo que da alegría. Uno escribe contra la propia soledad y la soledad de los otros. Uno supone que la literatura transmite conocimiento y actúa sobre el lenguaje y la conducta de quien la recibe; que nos ayuda a conocernos mejor para salvarnos juntos. Pero “los demás” y “los otros” son términos demasiado vagos; y en tiempos de crisis, tiempos de definición, la ambigüedad puede parecerse demasiado a la mentira. Uno escribe, en realidad, para la gente con cuya suerte, o mala suerte, uno se siente identificado, los malcomidos, los maldormidos, los rebeldes y los humillados de esta tierra, y la mayoría de ellos no sabe leer. Entre la minoría que sabe, ¿cuántos disponen de dinero para comprar libros? ¿Se resuelve esta contradicción proclamando que uno escribe para esa cómoda abstracción llamada “masa”?
2.
No hemos nacido en la luna, no habitamos el séptimo cielo. Tenemos la dicha y la desgracia de pertenecer a una región atormentada del mundo, América Latina, y de vivir un tiempo histórico que golpea duro. Las contradicciones de la sociedad de clases son, aquí, más feroces que en los países ricos. La miseria masiva es el precio que los países pobres pagan para que el seis por ciento de la población mundial pueda consumir impunemente la mitad de la riqueza que el mundo entero genera. Es mucho mayor la distancia, el abismo que en América Latina se abre entre el bienestar de pocos y la desgracia de muchos; y son más salvajes los métodos necesarios para salvaguardar esa distancia.
El desarrollo de una industria restrictiva y dependiente, que aterrizó sobre las viejas estructuras agrarias y mineras sin alterar sus deformaciones esenciales, ha agudizado las contradicciones sociales en lugar de aliviarlas. La habilidad de los políticos tradicionales, expertos en las artes de la seducción y la estafa, resulta hoy insuficiente, anticuada, inútil; el juego populista que permitía otorgar para manipular ya no es posible, o revela su peligroso doble filo. Las clases y los países dominantes recurren a la maquinaria represiva. ¿De qué otra manera podría sobrevivir sin cambios un sistema social cada vez más parecida a un campo de concentración? ¿Cómo mantener a raya, sin alambradas de púas, a la reciente legión de los malditos? En la medida en que el sistema se siente amenazado por el desarrollo sin tregua de la desocupación, la pobreza y las tensiones sociales y políticas derivadas, se abrevia el espacio disponible para la simulación y los buenos modales: en los suburbios del mundo el sistema revela su verdadero rostro.
¿Por qué no reconocer un cierto mérito de sinceridad en las dictaduras que oprimen, hoy por hoy, a la mayoría de nuestros países? La libertad de los negocios implica, en tiempos de crisis, la prisión de las personas.
Los científicos latinoamericanos emigran, los laboratorios y las universidades no tienen recursos, el “know how” industrial es siempre extranjero y se paga carísimo, pero ¿por qué no reconocer un cierto mérito de creatividad en el desarrollo de una tecnología del terror? América Latina está haciendo inspirados aportes universales en cuanto al desarrollo de métodos de torturas, técnicas del asesinato de personas e ideas, cultivo del silencio, multiplicación de la impotencia y siembra del miedo.
Quienes queremos trabajar por una literatura que ayude a revelar la voz de los que no tienen voz, ¿cómo podemos actuar en el marco de esta realidad? ¿Podemos hacernos oír en medio de una cultura sorda y muda? Las nuestras son repúblicas del silencio. La pequeña libertad del escritor, ¿no es a veces la prueba de su fracaso? ¿Hasta dónde y hasta quiénes podemos llegar?
Hermosa tarea la de anunciar el mundo de los justos y los libres; digna función la de negar el sistema del hambre y de las jaulas visibles o invisibles. Pero, ¿a cuántos metros tenemos la frontera? ¿Hasta dónde otorgan permiso los dueños del poder?
3.
Mucho se ha discutido en torno de las formas directas de censura bajo los diversos regímenes sociales y políticos que en el mundo son o han sido, la prohibición de libros y periódicos incómodos o peligrosos y el destino de destierro, cárcel o fosa de algunos escritores y periodistas. Pero la censura indirecta actúa de un modo más sutil. No por menos aparente es menos real. Poco se habla de ella; sin embargo, en América Latina es la que más profundamente define el carácter opresor y excluyente del sistema que la mayoría de nuestros países padece. ¿En qué consiste esta censura que nunca osa decir su nombre? Consiste en que no viaja el barco porque no hay agua en el mar: si un cinco por ciento de la población latinoamericana puede comprar refrigeradores, ¿qué porcentaje puede comprar libros? ¿Y qué porcentaje puede leerlos, sentir su necesidad, recibir su influencia?
Los escritores latinoamericanos, asalariados de una industria de la cultura que sirve al consumo de una elite ilustrada, provenimos de una minoría y escribimos para ella. Esta es la situación objetiva de los escritores cuya obra confirma la desigualdad social y la ideología dominante; y es también la situación objetiva de quienes pretendemos romper con ellas. Estamos bloqueados, en gran medida, por las reglas de juego de la realidad en la que actuamos.
El orden social vigente pervierte o aniquila la capacidad creadora de la inmensa mayoría de los hombres y reduce la posibilidad de la creación – antigua respuesta al dolor humano y a la certidumbre de la muerte – al ejercicio profesional de un puñado de especialistas. ¿Cuántos somos, en América Latina, esos “especialistas”? ¿Para quiénes escribimos, a quiénes llegamos? ¿Cuál es nuestro público real? Desconfiemos de los aplausos. A veces nos felicitan quienes nos consideran inocuos.
4.
Uno escribe para despistar a la muerte y estrangular los fantasmas que por dentro lo acosan; pero lo que uno escribe puede ser históricamente útil sólo cuando de alguna manera coincide con la necesidad colectiva de conquista de la identidad.
Esto, creo, quisiera uno: que al decir: “Así soy” y ofrecerse, el escritor pudiera ayudar a muchos a tomar conciencia de lo que son. Como medio de revelación de la identidad colectiva, el arte debería ser considerado un artículo de primera necesidad y no un lujo. Pero en América Latina el acceso a los productos de arte y cultura está vedado a la inmensa mayoría.
Para los pueblos cuya identidad ha sido rota por las sucesivas culturas de conquista, y cuya explotación despiadada sirve al funcionamiento de la maquinaria del capitalismo mundial, el sistema genera una “cultura de masas”. Cultura para masas, debería decirse, definición más adecuada de este arte degradado de circulación masiva que manipula las conciencias, oculta la realidad y aplasta la imaginación creadora. No sirve, por cierto, a la revelación de la identidad, sino que es un medio de borrarla o deformarla, para imponer modos de vida y pautas de consumo que se difunden masivamente a través de los medios de comunicación. Se llama “cultura nacional” a la cultura de la clase dominante, que vive una vida importada y se limita a copiar, con torpeza y mal gusto, a la llamada “cultura universal”, o lo que por ella entienden quienes la confunden con la cultura de los países dominantes. En nuestro tiempo, era de los mercados múltiples y las corporaciones multinacionales, se ha internacionalizado la economía y también la cultura, la “cultura de masas”, gracias al desarrollo acelerado y la difusión masiva de los medios. Los centros de poder nos exportan máquinas y patentes y también ideología. Si en América Latina está reservado a pocos el goce de los bienes terrenales, es preciso que la mayoría se resigne a consumir fantasías. Se vende ilusiones de riqueza a los pobres y de libertad a los oprimidos, sueños de triunfo para los vencidos y de poder para los débiles. No hace falta saber leer para consumir las apelaciones simbólicas que la televisión, la radio y el cine difunden para justificar la organización desigual del mundo. Para perpetuar el estado de cosas vigente en estas tierras donde cada minuto muere un niño de enfermedad o de hambre, es preciso que nos miremos a nosotros mismos con los ojos de quien nos oprime. Se domestica a la gente para que acepte “este” orden como el orden “natural” y por lo tanto eterno; y se identifica al sistema con la patria, de modo que el enemigo del régimen resulta ser un traidor o un agente foráneo. Se santifica la ley de la selva, que es la ley del sistema, para que los pueblos derrotados acepten su suerte como un destino; falsificando el pasado se escamotean las verdaderas causas del fracaso histórico de América Latina, cuya pobreza ha alimentado siempre la riqueza ajena: en la pantalla chica y en la pantalla grande gana el mejor, y el mejor es el más fuerte. El derroche, el exhibicionismo y la falta de escrúpulos no producen asco, sino admiración; todo puede ser comprado, vendido, alquilado, consumido, sin exceptuar el alma. Se atribuye a un cigarrillo, a un automóvil, a una botella de whisky o a un reloj, propiedades mágicas: otorgan personalidad, hacen triunfar en la vida, dan felicidad o éxito. A la proliferación de héroes y modelos extranjeros, corresponde el fetichismo de las marcas y las modas de los países ricos. Las fotonovelas y los teleteatros locales transcurren en un limbo de cursilería, al margen de los problemas sociales y políticos reales de cada país; y las series importadas venden democracia occidental y cristiana junto con violencia y salsa de tomates.
5.
En estas tierras de jóvenes, jóvenes que se multiplican sin cesar y que no encuentran empleo, el tic-tac de la bomba de tiempo obliga a los que mandan a dormir con un solo ojo. Los múltiples métodos de alienación cultural, máquinas de dopar y de castrar, cobran una importancia cada vez mayor. Las fórmulas de esterilización de las conciencias se ensayan con más éxito que los planes de control de la natalidad.
La mejor manera de colonizar una conciencia consiste en suprimirla. En este sentido también opera, deliberadamente o no, la importación de una falsa contracultura que encuentra eco creciente en las nuevas generaciones de algunos países latinoamericanos. Los países que no abren a los muchachos opciones de participación política – por la petrificación de sus estructuras o por sus asfixiantes mecanismos de represión – ofrecen los terrenos mejor abonados para la proliferación de una presunta “cultura de protesta”, venida de afuera, subproducto de la sociedad del ocio y el despilfarro, que se proyecta hacia todas las clases sociales a partir del anti-convencionalismo postizo de las clases parasitarias.
Los hábitos y símbolos de la revuelta juvenil de los años sesenta en Estados Unidos y en Europa, nacidos de una reacción contra la uniformidad del consumo, son ahora objeto de producción en serie. La ropa con diseños psicodélicos se vende al grito de “¡Libérate!”; la música, los posters, los peinados y los vestidos que reproducen los modelos estéticos de la alucinación por las drogas, son volcados en escala industrial sobre el Tercer Mundo. Junto con los símbolos, coloridos y simpáticos, se ofrece pasajes al limbo a los jóvenes que quieren huir del infierno. Se invita a las nuevas generaciones a abandonar la historia, que duele, para viajar al Nirvana. Al incorporarse a esta “cultura de la droga”, ciertos sectores juveniles latinoamericanos realizan la ilusión de reproducir el modo de vida de sus equivalentes metropolitanos.
Originada en el inconformismo de grupos marginales de la sociedad industrial alienada, esta falsa contra-cultura nada tiene que ver con nuestras necesidades reales de identidad y destino: brinda aventuras para paralíticos; genera resignación, egoísmo, incomunicación; deja intacta la realidad pero cambia su imagen; promete amor sin dolor y paz sin guerra. Además, al convertir a las sensaciones en artículos de consumo, encaja perfectamente con la “ideología de supermercado” que difunden los medios masivos de comunicación. Si el fetichismo de los autos y las heladeras no resulta suficiente para apagar la angustia y calmar la ansiedad, es posible comprar paz, intensidad y alegría en el supermercado clandestino.
6.
Encender conciencias, revelar la realidad: ¿Puede la literatura reivindicar mejor función en estos tiempos y estas tierras nuestras? La cultura del sistema, cultura de los sucedáneos de la vida, enmascara la realidad y anestesia la conciencia. Pero, ¿qué puede un escritor, por mucho que arda su fueguito, contra el engranaje ideológico de la mentira y el conformismo?
Si la sociedad tiende a organizarse de tal modo que nadie se encuentra con nadie, y a reducir las relaciones humanas al juego siniestro de la competencia y
el consumo – hombres solos usándose entre sí y aplastándose los unos a los otros -¿qué papel puede cumplir una literatura del vínculo fraternal y la participación solidaria? Hemos llegado a un punto en el que nombrar las cosas implica denunciarlas: ¿ante quiénes, para quiénes?
7.
Nuestro propio destino de escritores latinoamericanos está ligado a la necesidad de transformaciones sociales profundas. Narrar es darse: parece obvio que la literatura, como tentativa de comunicación plena, continuará bloqueada de antemano mientras existan la miseria y el analfabetismo y los dueños del poder sigan realizando impunemente su proyecto de imbecilización colectiva a través de los medios masivos de comunicación.
No comparto la actitud de quienes reivindican para los escritores un privilegio de libertad al margen de la libertad de los demás trabajadores. Grandes cambios, hondos cambios de estructura serán necesarios en nuestros países para que los escritores podamos llegar más allá de las ciudadelas cerradas de las élites y para que podamos expresarnos sin mordazas visibles o invisibles. Dentro de una sociedad presa, la literatura libre sólo puede existir como denuncia y esperanza.
En el mismo sentido, creo que sería un sueño de una noche de verano suponer que por vías exclusivamente culturales podría llegar a liberarse la potencia creadora del pueblo, desde temprano adormecida por las duras condiciones materiales y las exigencias de la vida. ¿Cuántos talentos se extinguen, en América Latina, antes de que puedan llegar a manifestarse? ¿Cuántos escritores y artistas no llegan ni siquiera a enterarse de que lo son?
8.
Por otra parte, ¿puede realizarse cabalmente una cultura nacional en países donde las bases materiales del poder no son nacionales, o dependen de centros extranjeros? Si esto no es posible, ¿qué sentido tiene escribir? No hay un “grado cero” de la cultura, así como no existe un “grado cero” de la historia.
Si reconocemos una inevitable continuidad entre la etapa del dominio y la etapa de la liberación en cualquier proceso de desarrollo social, ¿por qué negar la importancia de la literatura y su posible función revolucionaria en la exploración, revelación y difusión de nuestra verdadera identidad o de su proyecto? El opresor quiere que el espejo no devuelva al oprimido más que una mancha de azogue. ¿Qué proceso de cambio puede impulsar un pueblo que no sabe quién es, ni de dónde viene? Si no sabe quién es, ¿cómo puede saber lo que merece ser? ¿No puede la literatura ayudar, directa o indirectamente, a esa revelación? En gran medida, pienso, la posibilidad del aporte depende del grado de intensidad de la comunidad del escritor con las raíces, los andares y el destino de su pueblo. También de su sensibilidad para percibir el latido, el sonido y el ritmo de la auténtica contra-cultura en ascenso. Muchas veces lo que se considera “incultura” contiene semillas o frutos de “otra” cultura, que enfrenta a la cultura dominante y no tiene sus valores ni su retórica. Se la suele menospreciar, por error, como a una mera repetición degradada de los productos “cultos” de la élite o de los modelos culturales que el sistema fabrica en serie, pero a menudo es más reveladora y valiosa una crónica popular que una novela “profesional”, y el pulso de la vida real se siente con más fuerza en ciertas coplas anónimas del cancionero nacional que en muchos libros de poesía escritos en el código de los iniciados; los testimonios de la gente que de mil modos expresa sus lastimaduras y sus esperanzas frecuentemente resultan más elocuentes y bellos que las obras escritas “en nombre del pueblo”.
Nuestra auténtica identidad colectiva nace del pasado y se nutre de él – huellas sobre las que caminan nuestros pies, pasos que presienten nuestros andares de ahora – pero no se cristaliza en la nostalgia. No vamos a encontrar, por cierto, nuestro escondido rostro en la perpetuación artificial de trajes, costumbres y objetos típicos que los turistas exigen a los pueblos vencidos. Somos lo que hacemos, y sobre todo lo que hacemos para cambiar lo que somos: nuestra identidad reside en la acción y en la lucha. Por eso la revelación de lo que somos implica la denuncia de lo que nos impide ser lo que podemos ser. Nos definimos a partir del desafío y por oposición al obstáculo.
Una literatura nacida del proceso de crisis y de cambio y metida a fondo en el riesgo y la aventura de su tiempo, bien puede ayudar a crear los símbolos de la realidad nueva y quizás alumbre, si el talento no falta y el coraje tampoco, las señales del camino.
No es inútil cantar al dolor y la hermosura de haber nacido en América.
9.
No siempre los datos de tiraje o venta dan la medida de la resonancia de un libro. A veces la obra escrita irradia una influencia mucho mayor que su difusión aparente; a veces responde con años de anticipación a las preguntas y necesidades colectivas, si el creador ha sabido vivirlas previamente como dudas y desgarramientos dentro de sí. La obra brota de la conciencia herida del escritor y se proyecta al mundo: el acto de creación es un acto de solidaridad que no siempre cumple su destino en vida de quien lo realiza.
10.
No comparto la actitud de los escritores que se atribuyen privilegios divinos no otorgados al común de los mortales, ni la actitud de quienes se golpean el pecho y rasgan sus vestiduras clamando el perdón público por vivir al servicio de una vocación inútil. Ni tan dioses ni tan insectos. La conciencia de nuestras imitaciones no es una conciencia de impotencia: la literatura, una forma de la acción, no tiene poderes sobrenaturales, pero el escritor puede ser un poquito mago cuando consigue que sobrevivan, a través de su obra, personas y experiencias que valen la pena. Si lo que escribe no es leído impunemente y cambia o alimenta, en alguna medida, la conciencia de quien lee, bien puede un escritor reivindicar su parte en el proceso de cambio: sin soberbia ni falsa humildad, y sabiéndose padecido de algo mucho más vasto.
Me parece coherente que renieguen de la palabra quienes cultivan el monólogo con sus propias sombras y laberintos sin fin; pero la palabra tiene sentido para quienes queremos celebrar y compartir la certidumbre de que la condición humana no es una cloaca. Buscamos interlocutores, no admiradores; ofrecemos diálogo, no espectáculo. Escribimos a partir de una tentativa de encuentro, para que el lector comulgue con palabras que nos vienen de él y que vuelven a él como aliento y profecía.
11.
Sostener que la literatura va a cambiar, de por sí, la realidad, sería un acto de locura o soberbia. No me parece menos necio negar que en algo puede ayudar a que cambie.
La conciencia de nuestras limitaciones es, en definitiva, una conciencia de nuestra realidad. En medio de la niebla de la desesperanza y la duda, es posible enfrentar las cosas cara a cara y pelearlas cuerpo a cuerpo: a partir de nuestras limitaciones, pero contra ellas.
En este sentido, resulta tan desertora una literatura “revolucionaria” escrita para los convencidos, como una literatura conservadora consagrada al éxtasis en la contemplación del propio ombligo. Hay quienes cultivan una literatura “ultra” y de tono apocalíptico, dirigida a un público reducido y que está de antemano de acuerdo con lo que propone y trasmite: ¿cuál es el riesgo que asumen estos escritores, por más revolucionarios que digan ser, si escriben para la minoría que piensa y siente como ellos y le dan lo que espera recibir? No hay, entonces, posibilidad de fracaso; pero tampoco de éxito. ¿De qué sirve escribir si no es para desafiar el bloqueo que el sistema impone al mensaje disidente? Nuestra eficacia depende de nuestra capacidad de ser audaces y astutos, claros y atractivos. Ojalá podamos crear un lenguaje entrador y más hermoso que el que los escritores conformistas emplean para saludar al crepúsculo.
12.
Pero no es solamente un problema de lenguaje. También de medios. La cultura de la resistencia emplea todos los medios a su alcance y no se concede el lujo de desperdiciar ningún vehículo ni oportunidad de expresión. El tiempo es breve, ardiente el desafío, enorme la tarea: para un escritor latinoamericano enrolado en la causa del cambio social, la producción de libros forma parte de un frente de trabajo múltiple. No compartimos la sacralización de la literatura como institución congelada de la cultura burguesa. La crónica y el reportaje de tirajes masivos, los guiones para radio, cine y televisión y la canción popular no siempre son géneros “menores”, de categoría subalterna, como creen algunos marqueses del discurso literario especializado que los miran por encima del hombro. Las fisuras abiertas por el periodismo rebelde latinoamericano en el engranaje alienante de los medios masivos de comunicación, han sido a menudo el resultado de trabajos sacrificados y creadores que nada tienen que envidiar, por su nivel estético y su eficacia, a las buenas novelas y cuentos de ficción.
13.
Creo en mi oficio; creo en mi instrumento. Nunca pude entender por qué escriben los escritores que mientras tanto declaran, tan campantes, que escribir no tiene sentido en un mundo donde la gente muere de hambre. Tampoco pude nunca entender a los que convierten a la palabra en blanco de furias o en objeto de fetichismo. La palabra es un arma, y puede ser usada para bien o para mal: la culpa del crimen nunca es del cuchillo.
Creo que una función primordial de la literatura latinoamericana actual consiste en rescatar la palabra, usada y abusada con impunidad y frecuencia para impedir o traicionar la comunicación. “Libertad” es, en mi país, el nombre de una cárcel para presos políticos y “Democracia” se llaman varios regímenes de terror; la palabra “amor” define la relación del hombre con su automóvil y por “revolución” se entiende lo que un nuevo detergente puede hacer en su cocina; la “gloria” es algo que produce un jabón suave de determinada marca y la “felicidad” una sensación que da comer salchichas. “País en paz” significa, en muchos lugares de América Latina, “cementerio en orden”, y donde dice “hombre sano” habría que leer a veces “hombre impotente”.
Escribiendo es posible ofrecer, a pesar de la persecución y la censura, el testimonio de nuestro tiempo y nuestra gente – para ahora y después -. Se puede escribir como diciendo, en cierto modo: “Estamos aquí, aquí estuvimos; somos así, así fuimos”.
Lentamente va cobrando fuerza y forma, en América Latina, una literatura que no ayuda a los demás a dormir, sino que les quita el sueño; que no se propone enterrar a nuestros muertos, sino perpetuarlos; que se niega a barrer las cenizas y procura, en cambio, encender el fuego. Esa literatura continúa y enriquece una formidable tradición de palabras peleadoras. Si es mejor, como creemos, la esperanza que la nostalgia, quizás esa literatura naciente pueda llegar a merecer la belleza de las fuerzas sociales que tarde o temprano, por las buenas o por las malas, cambiarán radicalmente el curso de nuestra historia. Y quizás ayude a guardar para los jóvenes.
* Fuente: Contextos
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