Retratos en Isla Dawson hechos por Miguel Lawner, prisionero de guerra
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6 años atrás 5 min lectura
31.01.2019
Ya a comienzos del siglo XX, el arquitecto estadounidense Louis Sullivan, autor del primer rascacielos levantado en Chicago, había hecho célebre la frase: “La forma sigue a la función”, afirmando que la arquitectura debía despojarse de toda decoración para ser simple y funcional.
Nuestro profesor de Taller en 1° y 2° año, el arquitecto húngaro Tibor Weiner, nos transfirió las experiencias recogidas a su paso por la mítica Bauhaus, impulsando ejercicios sobre las funciones humanas y su correspondiente respuesta espacial. Además, incorporamos la antropometría para el proyecto del mobiliario adecuado para las medidas promedio de un ser humano y dibujamos múltiples esquemas de relaciones funcionales, tal como se generan en la vida cotidiana de un hogar.
Estos principios fueron sostenidos también, por otro de nuestros maestros en el primer año de la escuela: el doctor José García Tello, quien impartía un curso llamado Bio-arquitectura. Sus clases eran apasionantes. Nos enseñó cómo nacen, cómo se desarrollan y cómo mueren el hombre y las ciudades. Cómo funciona la circulación sanguínea, así como la circulación urbana y rural. Nos explicó las formas de un pez o de un pájaro, funcionales al entorno donde viven. Nos hizo observar un caracol para descubrir las proporciones y la belleza de su forma, o advertir la lógica disposición de las venas en las hojas de un árbol, y conocer las causas por las cuales cambian de color, según las estaciones del año.
En definitiva, nos educó en el conocimiento y la relación del hombre con su medio ambiente, cuarenta años antes que se inventara la expresión ecología.
Sí. El concepto “la función crea el órgano”, quedó inconscientemente incorporado para siempre en la forma de enfrentar nuestro ejercicio profesional.
Ustedes se preguntarán: ¿a qué diablos viene todo esto?
Ocurre que la semana pasada, tuve un encuentro con una representante del Museo de Arte Moderno de Chicago, entidad interesada en exhibir la colección de los dibujos que realicé durante mi cautiverio en diversos centros de reclusión.
Al conversar con ella, le señalé que nunca antes de Isla Dawson, había hecho el retrato de una figura humana. Nunca antes, y escasamente después. Recuerdo claramente la primera tentativa de retratar a uno de mis compañeros de prisión: Daniel Vergara. Era un día domingo de febrero, de clima grato, a eso de las siete de la tarde, y permanecíamos en el patio frente a nuestra barraca, mientras Daniel leía un libro, sentado sobre una estructura de madera inconclusa. Al dibujo lo titulé Daniel lee (25 de febrero de 1974).
La verdad es que el retrato quedó bastante bien y entonces algunos de mis compañeros comenzaron a solicitarme: dibújame a mí y dibuja esto y aquello.
Yo mismo quedé sorprendido. Jamás antes había hecho algún retrato humano. Dominaba el dibujo propio de un arquitecto y habitualmente, cuando salíamos de vacaciones, me echaba una croquera para hacer apuntes de paisajes o construcciones de mi interés. Nunca sentí la motivación para dibujar a alguna persona.
Tras el retrato de Daniel Vergara en la Isla Dawson, sentí el impulso de dibujar a mis compañeros mientras practicaban alguna tarea o en nuestras horas de descanso. También me autorretraté. La verdad es que quedaron lo suficientemente bien, como para que, al verlos, nadie dudara de quién se trata. No son obras de arte, pero son retratos fidedignos de personas en horas dramáticas de su vida.
Mi autorretrato tiene su historia. Hice una primera versión, acostado en la noche en mi litera, alumbrado por un cabo de vela y con un pequeño trozo de espejo recogido de la restauración de la iglesia en Puerto Harris. Hernán Soto, que dormía en la litera vecina, lo vio y me dijo:
-Mejor hazte una versión más alegre, porque si algún día lo llega a ver Anita (esposa de Miguel Lawner, la arquitecta Ana María Barrenechea, quien falleció en marzo de 2017), se echará a llorar.
Efectivamente lo rompí, y realicé la versión que se conoce, no digamos que muy alegre. Dos días más tarde, retraté al propio Hernán Soto, leyendo un libro a la luz del mismo cabo de vela que iluminó mi retrato.
Fui expulsado de Chile, llegando a Dinamarca a fines de junio de 1975 y a comienzos de agosto me designaron representante de Chile Democrático, para asistir a los actos organizados en Japón, con motivo de conmemorarse el trigésimo aniversario del lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki. Allí, instalado en una reunión, comencé a dibujar a algunos de mis vecinos: un delegado vietnamita, un árabe, una gringa yanqui. Me quedaron más o menos y recuerdo haberme preguntado: y esto, ¿para qué?
Más tarde, en los viajes de estudio con nuestros alumnos del curso que impartíamos en Dinamarca, recuerdo haber hecho el apunte de un dirigente vecinal turco, mientras visitábamos urbanizaciones ilegales en Turquía y otro en circunstancias análogas en Grecia.
Nada más. Nunca más. Jamás hice un dibujo de Anita, de Alicia (su hija) o de nadie. Hasta ahora.
¿Qué impulso me llevó a retratar a mis compañeros en el cautiverio? ¿De dónde provino mi habilidad para materializar este impulso razonablemente bien, solo en esas circunstancias?
Recurro a nuestro ya legendario lema para responder a este enigma: La función crea el órgano. Deduzco que, impulsado por la necesidad de registrar la insólita condición de prisioneros de guerra recluidos en un campo de concentración – la función-, desarrollé una habilidad que desconocía hasta entonces: el órgano.
Puede que ustedes consideren algo esotérica esta reflexión, pero en circunstancias tan dramáticas de mi vida, creo que desarrollé un órgano: el dibujo, capaz de cumplir la función de dejar testimonio de nuestro cautiverio.
Vea el resto de los dibujos de Miguel Lawner durante su cautiverio en distintos centros de reclusión:
*Fuente: CiperChile
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