Felipe Portales, Los mitos de la democracia chilena, Vol II, desde 1925 a 1938
por Rafael Luís Gumucio Rivas (Chile)
15 años atrás 7 min lectura
Este segundo volumen viene a complementar una trilogía crítica sobre la
seudo democracia chilena. Las dos obras anteriores se refieren al
período de la transición a la democracia – La democracia tutelada y, el
Volumen I, De los mitos de la democracia chilena, e la conquista, a 1925
– sólo faltaría, para construir una visión acabada de la historia de
Chile, que Felipe Portales publicara un tercer Volumen de Los mitos de
la democracia chilena que abarcara desde 1938 a 1873.
Felipe Portales es implacable cuando emprende la tarea de demoler los
mitos de nuestra seudo democracia; cada una de sus afirmaciones está
respaldada por una documentación muy rica, que corresponde a una
investigación seria, profunda y acuciosa – el Volumen que comentamos
tiene más de tres mil referencias –
En Chile siempre ha predominado un régimen político de castas: en el
siglo XIX la aristocracia, en su versión autoritaria y liberal; en el
siglo XX, la plutocracia parlamentaria y, posteriormente, la oligarquía
aliada a la mediocracia y, a finales de siglo, las castas
concertacionistas y aliancistas – el gobierno de los nuevos ricos, que
perdura hasta hoy-.
Un régimen democrático se define al menos, tres elementos básicos:
sistemas electorales que garanticen la participación de las mayorías;
vigencia del Estado de derecho y promoción y respeto a los derechos
humanos. Portales, en su obra, nos prueba cómo en la llamada democracia
chilena estos tres elementos, en la práctica, han sido vulnerados.
Durante el siglo XIX el presidente designaba a sus sucesores, a la
totalidad del senado y a la mayoría de la cámara de diputados en base a
un sistema electoral muy restringido. La intervención del Ejecutivo fue
reemplazada, después de la guerra civil de 1891, por el cohecho, que un
distinguido profesor de derecho definía como un “correctivo” del
sufragio universal. Como bien lo recalca el autor, la derecha en el
poder despreciaba el sufragio universal y era mas bien partidaria del
llamado “voto plural”, es decir, que aquellos sectores de mayor
educación tuvieran dos o tres votos más que los sectores populares.
El autor nos aporta, además, en ambos volúmenes de Los mitos de la
democracia chilena, dos antecedentes muy interesantes – ignorados por
otras obras historiográficas – en el Volumen I, citando a mi abuelo,
Manuel Rivas Vicuña, recuerda que en 1911 Alberto Edwads, un historiador
bastante autoritario, planteaba dividir el territorio en múltiples
distritos electorales y que en cada uno se eligieran dos diputados; esta
idea del último pelucón fue, posteriormente, aplicada en la legislación
de la dictadura de Augusto Pinochet y no ha sido reformada hasta hoy.
En el Volumen II Portales nos recuerda que la cédula única fue empleada
en la elección presidencial de 1925, donde Emiliano Figueroa, candidato
de todos los partidos políticos, obtuvo 185.000 votos y,
sorpresivamente, el doctor José Santos Salas, 700.000, sorprendiendo al
establecimiento que, de inmediato, decretó volver al sistema antiguo,
con votos impresos por los mismos candidatos, pero que permitían las
“encerronas” y el cohecho.
Solamente, en 1958, gracias a la formación del Bloque de Saneamiento
democrático, fue posible poner fin al cohecho por la implantación de la
cédula única, en base a un proyecto de reforma electoral, redactada por
el falangista Jorge Rogers.
Durante el período 1925 a 1938 el universo electoral era bastante
restringido, pues no llegaba ni siquiera al 10% de la población de
chilenos varones, mayores de 21 años – no podían sufragar las mujeres,
los analfabetos, ni aquellos ciudadanos condenados a penas aflictivas de
tres años y un día – por lo demás, durante el período se suceden
distintas dictaduras: la de Carlos Ibáñez (1927-1931) y la de Carlos
Dávila, en 1932; además, debemos agregar el famoso “parlamento termal”,
con diputados y senadores nominados por Ibáñez, en acuerdo con las
directivas de los partidos.
Los gobiernos elegidos, como el de Emiliano Figueroa Larraín, Juan
Esteban Montero y Arturo Alessandri Palma – los dos primeros
extremamente débiles y, el último, autoritario que, en la práctica,
aplicó una dictadura legal – estuvieron muy lejanos a la aplicación de
una democracia, y mas bien fueron juguete de los dos caudillos,
Alessandri e Ibáñez, que dominaban la escena política del período que
esta obra estudia.
Respecto al Estado de derecho, la Constitución de 1925 estaba muy lejana
de ser legítima y, mucho menos, democrática: fue impuesta por un golpe
en la mesa por el inspector del ejército, General Navarrete, contra la
opinión de la mayoría de los partidos políticos. En el plebiscito hubo
más abstenciones que votos a favor de la Constitución. Desde 1925 hasta
1938, los sucesivos gobiernos funcionaban en base a leyes represivas o a
la entrega, por parte del parlamento, de facultades extraordinarias que
permitían a los gobernantes limitar las libertades civiles.
El auto tiene mucha razón al describir, con pasión, el carácter
autoritario del segundo gobierno de don Arturo Alessandri, que aplicó la
censura a los medios de prensa que se atrevieron a condenar sus
atrabiliarias medidas – ordenó decomisar la revista Topaze, por el solo
hecho de publicar una caricatura burlona; otros Diarios de oposición
sufrieron el mismo destino -. El 21 de Mayo, el día de la Cuenta anual,
por parte del presidente de la república, dos diputados fueron
violentamente apaleados por la policía. Como Diego Portales, Alessandri
utilizó las famosas milicias republicanas para reprimir el creciente
inconformismo popular.
A partir de 1925 los presidentes de la república, convertidos en
monarcas electivos van, poco a poco, aumentando su poder sobre el
parlamento – aun cuando no es materia del libro que comento, Juan
Antonio Ríos, Jorge Alessandri Rodríguez y Eduardo Frei Montalva,
terminaron por despojar al parlamento de toda intervención en materias
económicas, que subsiste hasta ahora – quizás el único elemento de
balance que le resta a las dos cámaras lo constituye las acusaciones
constitucionales. En el período que estudia este Volumen dos presidentes
fueron acusados constitucionalmente: Carlos Ibáñez del Campo, cuyo
libelo fue aprobado por la cámara y por el senado y, en caso de
Alessandri fue rechazado por la mayoría derechista.
Respecto a los derechos humanos, que fueron vulnerados a destajo durante
este período, el autor relata, magistralmente, las brutales matanzas
contra los movimientos obrero y campesino, perpetradas por Arturo
Alessadri – San Gregorio, Ranquil, la Coruña y el Seguro Obrero – que,
en todas ellas, la responsabilidad del presidente era manifiesta, sin
embargo, una mayoría derechista hizo imposible que estos crímenes fueran
condenados.
En el capítulo VII la mentalidad autoritaria de la década de los 30
Portales analiza a los distintos partidos políticos: la mayoría de los
derechistas admiraron el fascismo, el nazismo hitlerista y,
posteriormente, el franquismo – el autor cita de las Memorias de mi
abuelo, Rafael Luís Gumucio, un texto donde el candidato Gustavo Ross
Santamaría sostiene que los senadores, salvo dos, son partidarios de una
dictadura; mi abuelo lo toma a la broma y le pide a Ross que lo envíe
relegado a Arica, pues padece de una enfermedad al corazón -. En el
libro de Portales existen abundantes testimonios del amor que la derecha
profesó a las dictaduras de Hitler y Mussolini.
El estudio sobre la Falange Nacional aporta elementos de análisis muy
valiosos: el autor logra demostrar que este partido nada tuvo que ver
con la Falange española, salvo el nombre, mas bien sus líderes admiraron
a José María Gil Robles y la CEDA, que presentaba a las derechas
españolas, en esos momentos muy distantes del franquismo; por lo demás,
Gil Robles no participó en la guerra civil. La Falange Nacional, como lo
demuestra el autor, muchas veces, aún separada del Partido Conservador,
votó junto a la derecha en acusaciones constitucionales tan importantes
como el libelo contra el ministro del Interior Salas Romo.
A mi modo de ver, este Volumen II constituye un valioso aporte al
análisis del desarrollo de la seudo democracia chilena y destruye la
mitología sobre el carácter republicano de nuestro sistema político; al
menos, el período que abarca el estudio el autoritarismo, la
intervención militar, la utilización de leyes liberticidas logran
configurar un sistema de prácticas dictatoriales, ora, en forma
evidente, como en el caso de Carlos Ibáñez y Carlos Dávila, ora, en
forma velada, como lo fue en los dos gobiernos de Alessandri.
07/09/10
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