Recurro a la famosa frase de Federico Nietzsche para recordar los cuarenta años del suicidio de Joaquín Edwards Bello, el 14 de enero de 1968. Thomas Mann caracterizaba al burgués como un hombre que vive en permanente equilibrio entre el afán de enriquecerse ilimitadamente y el terror a la pobreza. Edwards Bello eligió el camino contrario: el de vivir en permanente peligro; en el fondo, el vicio del tapete verde consiste en arriesgar constantemente el peculio y Edwards Bello perdió, en su juventud, varias herencias, en los casinos de Europa y de Santiago.
El escritor Joaquín Edwards Bello no era sólo el autor de novelas naturalistas y de denuncia social – como El roto, El inútil, Chilenos en Madrid, El bolchevique y La chica del Crillón– sino que, fundamentalmente, un cronista de su época; tenía su público propio, lectores devotos, que seguían jueves a jueves su columnas en La Nación. Cuentan que Edwards se oponía a publicar una antología de estos escritos, pues consideraba que su valor consistía en la lectura semanal y no la perennidad. Escribía neuróticamente y las palabras le fluían con facilidad y hacía uso de un rico archivo de recortes de prensa; lo que le interesaba era la actualidad, lo efímero y, a la vez, su proyección histórica. Edwards Bello hizo del periodismo un oficio literario. Roberto Merino y Cecilia García Huidobro se han propuesto la tarea de reunir en 15 tomos 12.000 artículos firmados por Edwards Bello, desde 1921 hasta 1963.
Edwards Bello fue un réprobo entre su familia de banqueros, mineros y multimillonarios. Jamás quiso escribir en el diario El Mercurio, propiedad de sus parientes ricos. Nació tres años antes de la guerra civil de 1891; en su juventud se definía como “un volteriano, un poco tonto, un loco lindo”, como dirían los argentinos. Durante esta etapa se dedicó al juego y a la vida disipada y fue uno de los tantos rastacueros de ese período; jamás entendió eso del ahorro, tan admirado por los antiguos aristócratas: le interesaba gozar la vida y no estaba dispuesto a que lo “estrujaran como limón”, en un trabajo burocrático.
En 1910 publicó su novela El inútil, que la plutocracia y su familia consideraron que contenía claves relacionadas con la realidad, que significaban una burla para familiares, amigos y, sobretodo, de plutócratas habitantes de las dos ciudades que contaban en el Chile de la época: el británico puerto de Valparaíso y la colonial Santiago. El campo y los fundos sólo le servían para largos veraneos, que se prolongaban desde diciembre a marzo y, a veces, se constituía en el lugar conventual de exilio, destinado a aristócratas empobrecidos, que no podían seguir el tren de gastos que suponía la lujosa vida en Santiago.
Desde el escándalo de El inútil, Edwards Bello se sintió constante perseguido: era un maldito para su clase; afortunadamente para él, el resto del mundo estaba abierto: se autoexilió en Brasil donde ejerció toda suerte de oficios y, según su confesión, fue muy feliz. París era el paraíso terrenal para todos los aristócratas de comienzos del siglo XX: se vestían a la francesa, tomaban champagne como agua y los menús eran escritos en idioma galo. Los más ricos encargaban a Francia los materiales para construir sus palacios.
Cono “a los chilenos les encanta inventar leyendas y eran mentirosos consuetudinarios” según Ewards Bello, personajes como Federico Santamaría – que era tan avaro que escribía encima de los sobres de las cartas que le enviaban –utilizándolas como blocs – se hizo famoso por la especulación en la Bolsa de París, con títulos azucareros, atentando contra el chocolate del desayuno; incluso, se cuenta que el gobierno francés lo quiso expulsar, pues ponía en peligro su economía; otro mito se refiere a Arturo López quien, desde los cerros de Valparaíso, pasó a especular en la Bolsa de Santiago; Cuevas, Cuevitas, Dueñitas, Sotito, diferentes apelativos para referirse a Jorge Cuevas que, en su tiempo tuvo la habilidad de agradarle a las viejas con temas que despertaban mayor interés y era capaz de zurcir y coser en el Chile machista de comienzos del siglo XX; afortunadamente, emigró a París y se hizo amigo de la aristocracia rusa en el exilio; se casó con la hija de Rockefeller y fundó un ballet llamado El marqués de Cuevas – en ese tiempo, los títulos nobiliarios se vendían con facilidad-. Los plutócratas chilenos consideraban una diputación o una senaduría como un título nobiliario que se compraba y se vendía en el “mercado electoral” – como tal vez ocurra hoy, pero con más hipocresía -.
Edwars Bello era brillante en el retrato de situaciones, lugares y personajes y un irónico humorista. El garito de 1910, presidido por un retrato del presidente Balmaceda y regentado por militantes del Partido Demócrata, era la hipocresía hecha carne: el homenaje que el vicio hace a la virtud. Los predilectos de esta casa de juego eran los aristócratas, entre los cuales, uno de ellos eran nada menos que descendiente de José Santos Ossa, descubridor del salar del Carmen y, además, fundador de Antofagasta. Los crupiers, bastante estrictos para la época con los tramposos de siempre, eran españoles y franceses; también concurrían a ese recinto diputados, como don Pantaleón quien vivía, fundamentalmente, de la obstrucción parlamentaria y del reparto de empleos fiscales. En ese tiempo, las comidas de la Cámara y del Senado eran famosas por su calidad y cantidad; algunos parlamentarios inescrupulosos llevaban a sus casas pavos, vinos, licores finos, y otros – actualmente, en el parlamento de “la ópera Aída”, en Valparaíso, esto es imposible, pues sirven pésimos chacareros que se pueden conseguir en cualquier restaurante de mala muerte, lo que equivale a constatar que, ni siquiera el Congreso, tiene hoy los ricos tés que lo hicieran famoso en el período republicano-.
Edwars va recordando en sus distintos artículos, los barrios antiguos de Santiago: la Plaza Brasil, que comenzaba a decaer con el crecimiento del barrio alto en esa época y que hoy se encuentra casi en “la frontera con Argentina”: ya han muerto edificios como el hotel Oddó, donde el senador Guillermo Rivera tenía su propia pieza, en la cual pasaba noches de amor, según las malas lenguas, con la primera dama Sarita del Campo, una mujer tan mandona casi como la Martita de Eduardo Frei Ruiz-Tagle. La calle San Diego era una especie de conjunto de tiendas turcas, ricamente decoradas por sus dueños; (aún recuerdo el famoso, “Donde golpea el monito”, cerca del teatro Caupolicán, lugar de concentraciones políticas de ese tiempo). En la actualidad sólo queda la cafetería Torres, en la Alameda entre San Ignacio y Dieciocho, al parecer, lugar de conspiración de algunos demócrata cristianos de hoy.
Edwards trata distintos tipos de personajes: sus amigos Vicho Balmaceda Zañartu, – sobrino del presidente de la república, “gran señor y rajadiablos de las tierras de Rancagua”, que se gastó toda su fortuna en farras con sus amigotes y que murió de sífilis-; Jorge Cuevas, (de quien hablamos antes); Teresa Wilms Montt, una bella rebelde y que terminó muriendo en París por sobredosis de drogas, entre otros.
Retrata, además, a presidentes de comienzos del siglo XX como Germán Riesco, una especie de kaiser chileno, un hombre honrado y sano, pero que su debilidad política le hizo permitir todo tipo de robos y estafas al fisco, perpetrados por una corrupta plutocracia y, como decía un personaje de La casa grande, de Luis Orrego Luco, se había acostumbrado a vivir a costa del país, (como se puede ver, en historia todo se repite, aun cuando cambie el escenario y los personajes). Pedro Montt es el presidente de la mala suerte: le tocó el terremoto de Valparaíso, el fusilamiento de Dubois, la Matanza de Santa María de Iquique, el escándalo de la Casa Granja, además de la muerte de su secretario, aplastado por un ascensor, en 1910, en Buenos Aires, y su propia muerte, en Alemania. La figura de Balmaceda ocupa muchas de sus crónicas: lo impresionan los rápidos cambios en los sentimientos de las masas – el presidente pasa de odiado a adorado -. También escribe sobre los famosos saqueos, en Santiago, de agosto de 1891, dirigidos por damas de sociedad. Sus artículos dan cuenta de las anécdotas del rey holgazán de la República Parlamentaria, Ramón Barros Luco quien, según Edwards, sólo logró con humor y simpatía amortiguar el golpe que se veía venir.
Edwards fue, hacia los años 20, partidario de don Arturo Alessandri, pero siempre prefirió mirar la política desde la barrera; también fue amigo de Eliodoro Yánez, dueño del diario La Nación, donde escribía cada semana. Condenó, en todos los tonos, el robo de este Diario, realizado por Ibáñez cuando era dictador.
1910 para Edwards es el tiempo del “gordiflón”: los aristócratas se esmeraban en cultivar la panza, incluso una señora llegó a decir que en su mesa reunía a más de cien millones de pesos de esa época, – sería como juntar actualmente a los Matte, los Edwards, los Piñera y los Claro; las damas cultivan el coto que “era una especie como de pelícanos sagrados”. De los personajes extranjeros, escribió un artículo muy interesante sobre Manuel Azaña, en 1936; según el autor, es muy superior a Gil Robles, jefe de la derecha española, y a Largo Caballero, líder de los socialistas.
El ateísmo español no corresponde a un verdadero ateísmo: “un ateo verdadero no se ocupa de quemar iglesias, le interesa mucho más asaltar palacios, como en Rusia; la herejía es un verdadero acto de fe: el que prende fuego a un templo es un creyente indignado”. La quema de la catedral de Málaga “es porque no vive Cristo, sino el demonio”
El 13 de febrero de 1968 hacía la típica canícula sahariana de Santiago veraniego: ningún aire por ningún lado. Edwards Bello había logrado evitar los rateros haciendo uso de su famosa máscara de goma: cada vez que alguien tocaba a su puerta, él mismo decía que estaba veraneando en Zapallar. Ante el miedo a la vejez, la soledad y la enfermedad, hace uso del revólver, regalo de su padre para que se defendiera, y pone fin a sus días. Y así termina la vida peligrosa de nuestro gran cronista.
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