1 julio, 2020
En un régimen democrático es derecho de la ciudadanía saber si el Presidente de la República está enfermo, o no. Sobre todo en un sistema hiperpresidencialista como el chileno, en que casi todas las decisiones importantes pasan por quien es, al mismo tiempo, jefe de Estado, de Gobierno y de coalición de Gobierno. Se trata de un asunto del mayor interés nacional, con alta relevancia pública, política y noticiosa, y que bajo ninguna circunstancia debe ser ocultado o callado.
La opinión pública tiene derecho a saber si los tics, andar vacilante, rigidez del brazo izquierdo, espasmos incontrolables y descontrol físico en general que evidencia el Presidente Sebastián Piñera, apreciables a simple vista en transmisiones televisivas y en videos que circulan copiosamente por las redes sociales –por ejemplo, en el captado durante el funeral de su tío Bernardino Piñera–, son consecuencia de una enfermedad, física o mental, o no.
A lo anterior deben agregarse las conductas y decisiones erráticas, contradictorias e incoherentes, en lapsos cortos –como los llamados a la unidad nacional un día y, al siguiente, tocando tambores de guerra–, con tendencia a generar conflictos evitables y una total indiferencia frente al hecho de poner al Gobierno como una vitrina de privilegios por sobre las necesidades ciudadanas.
La continuidad y funcionamiento normal del régimen político, sobre todo en un sistema de verticalismo presidencial como el de Chile, indica que el bienestar de la Nación depende en gran medida de la salud física y mental del Primer Mandatario.
Los hechos han empezado a emerger de una manera casi subliminal en el país, se diría en el modo nacional más antiguo de hacer política, esto es, decir las cosas a medias o filtrarlas. Incluso la Constitución que nos rige trata los impedimentos para el ejercicio del cargo presidencial de una manera elíptica y sin mayores detalles constitucionales.
Esto es peligroso y favorece la posibilidad de las intrigas y acuerdos de dudosa legitimidad. Y que, contra toda responsabilidad pública, su entorno cercano trate de tapar información para “proteger” al Presidente de manera indebida, intentando –incluso– acciones u operaciones comunicacionales en pos de proyectar una imagen del Mandatario distorsionada, como si existiera normalidad donde no la hay. Eso, además de ilegal, lo único que hace es dañarlo y generar la sospecha de intereses aviesos detrás de lo actuado.
Contribuye a la preocupación y a la desconfianza el hecho de que frente a los episodios en que el Presidente dice o hace cosas en contrario a lo anunciado previamente o derechamente infringe protocolos y reglas que obligan a todos los ciudadanos, siempre hay funcionarios públicos, incluso ministros, que salen a desmentir o explicar cosas que toda la ciudadanía mayoritariamente sabe que están mal hechas.
Sin embargo, hoy las evidencias parecen demasiado fuertes. Incluso un senador de la República, Juan Ignacio Latorre, perteneciente al Frente Amplio, ya se refirió a ellas de manera directa, señalando a un medio de la Quinta Región que, en su condición de psicólogo, creía que el Presidente manifiesta claros síntomas de una dolencia mental y requiere de atención profesional.
Es real que no es fácil el ejercicio del poder político con templanza en medio de la enorme presión generada por el estallido de octubre y las pandemias posteriores, la sanitaria y la económica. Pero lo mencionado evidentemente va mucho más allá.
El tema de su salud y lo que hace o dice el Presidente de la República podría parecer anecdótico si no estuviera implicado el funcionamiento sano y responsable de nuestro régimen político. Y, también, la salud mental y política de la democracia y los ciudadanos.
*Fuente: El Mostrador
Más sobre el tema:
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