Hay que ser muy ingenuo o en extremo fanático para creer que la justicia para el pobre es igual que para el rico, o bien, que el voto de un cesante tiene el mismo valor político que el de un millonario. Creer que en Chile el pueblo  es soberano y que las instituciones funcionan, no es más una candidez, y que en los países democráticos funciona la separación de poderes, inventada por Montesquieu es, en la práctica, un absurdo.