Las manos blancas e impolutas de nuestros jóvenes frente al palacio presidencial fueron un llamado a nuestra conciencia. A la conciencia de un país dominado por quienes tienen las manos teñidas de sangre o de corrupción, y que se niegan a mostrarlas, que las esconden, las disfrazan. Manos pertenecientes a una clase política y empresarial, eclesiástica y jurídica, en su mayoría cómplice cuando no culpable, de una forma de contagio que ha hecho de Chile un país enfermo.