Cuando sobrevino el estallido o revuelta popular que menciona el narrador de La casa vecina, escribí un breve texto llamado Nos deben una vida. Eran palabras rayadas con aerosol naranja en el muro exterior de una vivienda en los alrededores del Estadio Nacional. Estamos recuperando el lenguaje, me dije entonces, cuando parecía que por fin habíamos despertado de la anestesia. La frase reflejaba el núcleo de este sistema y la herida que inflige a diario, el daño irreparable sobre cada ser humano condenado al servicio de otra vida que se estima superior y lo transforma en un zombi que va por el mundo pidiendo permiso para vivir.