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¿Prudencia Venezuela?

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»Calma y Tiza»
Esta es la frase que en Chile equivaldría a aquella que José Vicente Rangel cita de boca del general Eleazar López Contreras, “calma y cordura”, expresada por este militar luego del caos que se desatara tras la caída del dictador Gómez en Venezuela.

Rangel se la recuerda al chavismo y a su líder a propósito del momento álgido que está viviendo la patria de Bolívar en estas mismas horas, ante el inminente silencio definitivo de Radio Caracas Televisión.

Sin embargo, cabe considerar un poco, en medio de la vorágine de inquietantes rumores, si acaso la calma, y sobre todo la cordura, son de verdad resortes que dependen del criterio de un jefe de Estado sometido a un formidable vendaval de ataques que incluyen, por cierto, el peligro de su propia vida.

Agreguemos a esto una reflexión audaz, quizás si hasta provocadora: hay momentos en los que la calma y la cordura se convierten en el enemigo más peligroso para una revolución… si ésta es verdadera.


Conocí a José Vicente Rangel en Caracas a través de la amistad que mantuvo con mi padre, a la sazón exiliado en la nación venezolana. Más que un excelente periodista, Rangel simbolizó por largas décadas la esperanza progresista de un país destruido por la corrupción y el latrocinio de una cofradía de políticos que se repartían el concepto de pastel que tenían de Venezuela, cada cuatro años con derecho a repetirse el plato.

A Rangel se le llamó en su época, el Allende venezolano, lo que lo honorificaba grandemente según él mismo expresara. En efecto, postuló por la izquierda de su país a la presidencia de manera porfiada, a sabiendas que la muralla corrupta de adecos y copeianos difícilmente dejaría el paso a un concepto de gobierno diferente al que ellos siempre habían manejado. No fue extraño, entonces, que Rangel pusiera ahora todo su talento político y conductual al servicio de la revolución bolivariana ejerciendo hasta hace poco el cargo de vicepresidente del gobierno en la Casona de Miraflores.

Pero no es nuestro objetivo hacer un panegírico curricular de José Vicente Rangel, por más que se lo merezca, sino que hemos puesto este preámbulo sólo para refrendar la solidez y el valor de su reflexión acerca de la calma y la cordura que debe mantener el presidente Chávez en este difícil momento, uno más de los muchos por los que ha pasado el proceso socialista bolivariano, en que las tensiones llegan al máximo por el cierre de las trasmisiones de un canal cuya concesión caduca este domingo a las 11.59 minutos de la noche.

Una vez que nos hemos inclinado —noblesse oblige— ante este macizo personaje que es Rangel y su no menos maciza opinión, haremos algo irreverente y hasta presuntuoso: vamos a rebatirlo aun a riesgo de salir malparados de semejante osadía.

La experiencia, madre de toda ciencia
Resulta cansador, es cierto, el que los chilenos enarbolemos nuestra amarga lección aprendida de los últimos 40 años cada vez que se analiza un tema sociopolítico dentro y fuera de nuestras fronteras. Pero, ¡que diablos! para qué sirve la experiencia si no es para dar consejos. Si no pregunten ustedes a sus abuelos.

Empecemos diciendo que no se puede encontrar en la historia de nuestro país un gobierno más cuerdo, más prudente ni más calmado que el de la Unidad Popular en los años 70. Baste recordar que todavía, a pocos días del golpe de Estado que se gestaba a ojos vista de todo el planeta, uno de los principales partidos de la coalición gobernante desfilaba por las calles blandiendo la consigna más desmovilizadora que un partido revolucionario pudo acuñar jamás: “No a la guerra civil”. Calma y tiza era el fondo de la frase, o más claro aún, “no a las provocaciones”.

Esta consigna, que recomendaba “calma y cordura” a través de hacerlo todo para evitar la guerra civil, incluso poner la otra mejilla, no resultó, salvo para desmovilizar sicológicamente al pueblo allanando el camino de los golpistas que “cazaron” a los dirigentes y a las bases amontonados en fábricas y universidades, sin más armas que sus manos y una remota esperanza por un milagro. Finalmente en Chile hubo, en efecto, una guerra civil, pero muy “sui generis”: una parte puso las balas y la represión… y la otra los muertos.

La historia, no sólo la chilena, ha demostrado que las palabras “calma y cordura” no han existido jamás en el diccionario de los golpistas cuando el pueblo logra al menos una parte del poder para abrir una perspectiva revolucionaria, y la experiencia venezolana se encamina gradualmente a comprobar en carne viva este sombrío aserto.

Hay, sin embargo, como en todo devenir dialéctico que involucre a la historia, varios factores que hacen de la realidad que vive Venezuela un fenómeno con algunos ribetes diferentes, entre ellos el más importante: un líder audaz y sin complejos cuando llega la hora de los hornos.

Pararse frente a Goliat.
Chile contaba al momento de su experiencia socialista, con un movimiento revolucionario mundial fuerte, solidario y plenamente convencido de su papel en el futuro de la humanidad. Contaba, además, con un coloso a sus espaldas, la Unión Soviética y sus aliados, que amarraba las manos al imperialismo que debía pensarlo dos veces antes de intentar una aventura agresiva abierta como la que sufrió Iraq hace poco tiempo.

Ni siquiera Cuba, metida en el zapato del imperio como una piedra insoslayable, llegó jamás a padecer el zarpazo de una agresión armada directa de parte de su vecino prepotente gracias al poderío bélico del Pacto de Varsovia que actuaba en aquel entonces como alero protector.

Venezuela, en cambio, está hoy prácticamente sola en el concierto de las naciones del mundo. Junto a ella se encuentra una muy debilitada Cuba y los gobiernos bisoños de un par de naciones latinoamericanas que sólo recién comienzan a balbucear sus procesos revolucionarios.

Afortunadamente el líder del proceso bolivariano es un coloso que se las trae. Se le puede tildar de muchas maneras, pero jamás de cuerdo, en el sentido de la cordura que el imperialismo espera de los gobiernos latinoamericanos, y mucho menos de timorato. El “Loco” Chávez, como le gusta calificarlo de manera peyorativa la masa reaccionaria desde el norte del continente hasta esta republiqueta en la que se ha convertido el Chile neoliberal y globalizado, tiene efectivamente la demencia de los grandes genios. Carece también de la calma contemplativa de quienes se sientan cómodamente en la puerta de la claudicación a esperar que pase el cadáver del imperialismo.

El líder bolivariano lo demuestra en estas horas tensas que vive Venezuela a la espera de la noche del domingo en que deba silenciarse el canal golpista. Chávez contraataca minuto a minuto con su mejor arma: manteniendo a su pueblo movilizado, en estado de máxima alerta, sin complejos frente a la avalancha interna y externa que pretende utilizar esta coyuntura para intentar, una vez más, ahogar un proceso que está sacudiendo la modorra revolucionaria del continente.

La serena firmeza de un presidente
Salvador Allende, desde este punto de vista, fue la antípoda del mandatario venezolano. Reflexivo, mesurado, sereno hasta el último minuto de su vida, lo que se manifiesta en las palabras finales dirigidas al país momentos antes de su muerte en La Moneda. Pero para conocerlo mejor veamos un hecho muy significativo en la historia del Gobierno Popular chileno que pone en el tapete de la discusión el papel que juega la cordura y la calma, recomendada por Rangel a Chávez, en los momentos cruciales de la vida de un país cuando la audacia y el riesgo pueden y deben jugarse a una sola carta.

El doctor Juan Téllez, médico chileno de quién desconozco su posterior destino, pertenecía, en los meses antes del golpe de septiembre de 1973, al Comité Central de la USOPO, Unión Socialista Popular, fracción escindida del Partido Socialista y que dirigía Raúl Ampuero. Le tocó vivir, como a todos nosotros, la zozobra del 29 de junio de ese año cuando el Regimiento Blindado Nº 2 se alzó contra Allende en el llamado “tancazo”, que fracasó a manos de los militares leales dirigidos por el general Carlos Prats, a la sazón comandante en jefe del ejército.

Este dirigente socialista, en una conversación íntima sostenida con mi padre y en la cual este articulista estuvo presente, relató una supuesta reunión –digo “supuesta” porque la historia oficial no recoge el hecho– habida en La Moneda pocas horas después del fracasado intento golpista, entre Allende, acompañado de altos dirigentes de la Unidad Popular y los generales leales al Presidente, todavía vestidos en traje de combate luego de la reyerta de la mañana.

Entre estos militares estaban el general Pickering, el general Sepúlveda Squella, el general Sepúlveda Galindo de Carabineros, el general Bachelet, y otros altos jefes de las Fuerzas Armadas, además de su comandante en jefe el general Carlos Prats González. Hay que recordar que en ese instante, aproximadamente las cuatro de la tarde de ese 29 de junio, se había producido una desbandada general de los sediciosos que corrían a refugiarse a las embajadas o a las sombras de la clandestinidad, en tanto que la fuerzas políticas opositoras, cómplices de ese intento y del que vendría más tarde el 11 de septiembre, guardaban un silencio sepulcral a la espera de la contraofensiva que se esperaba como reacción obligada del gobierno que había salido triunfante de esa asonada golpista.

La propuesta de los militares leales, siempre según el relato de Juan Téllez presente en la reunión junto con Raúl Ampuero, fue solicitar del presidente que declarara el estado de sitio en ese instante suspendiendo las garantías constitucionales, disolviera el Parlamento que participaba activamente en los preparativos del complot, como se demostró dos meses después en el golpe que derrocó a la Unidad Popular, fijando de inmediato una fecha prudente para llamar a elecciones de una Asamblea Constituyente garantizada por unas Fuerzas Armadas previamente depuradas de los elementos sediciosos que se habían instalado en sus mandos superiores.

Todas estas medidas, según el planteamiento de los uniformados participantes en la reunión, estaban plenamente justificadas ante el levantamiento que ya había costado varios muertos, en tanto que ellos, los militares leales, se encargarían de desarticular el peligro golpista deteniendo esa misma noche a oficiales y civiles, perfectamente identificados como sediciosos, sometiéndolos a juicios militares sumarios por alta traición.

Se trataba, según la jerga militar, de aprovechar la paralogización de los complotadores para lanzar una contraofensiva fulminante y definitoria. Le solicitaban al presidente, y a los dirigentes de los partidos populares, solamente una medida de fuerza que para la acción que ellos desarrollarían era fundamental: que mantuviera al pueblo en las calles incluso después de la manifestación masiva que se preparaba para esa tarde frente a La Moneda donde Allende debería anunciar esas medidas excepcionales ante los dramáticos momentos que acababa de vivir el país.

Pero entonces prevaleció esa cordura y esa calma, característica del presidente Allende y que no tiene, según algunos, el presidente Hugo Chávez. Se optó por descomprimir el ambiente haciendo la vista gorda ante la intentona golpista de la derecha, mostrando la cara civilizada de un gobierno, respetuoso de las normas constitucionales y guardián de las tradiciones democráticas de la nación desechando así la audaz proposición de los militares. Quizás si Juan Téllez exageró cuando dijo que uno de los generales, ante la respuesta mesurada y cuerda del Gobierno, abandonó la reunión diciendo: “¡No; con estos huevones no se llega a ninguna parte!”. Yo al menos no lo creo.

Dos meses después, el país se llenaba de muertos que no cayeron combatiendo en la guerra civil, sino que fueron asesinados de manera artera, como lo fueran el propio general Bachelet y el general Prats en las calles de Buenos Aires. El país se llenaba también de torturados y desaparecidos, se llenaba de cárceles y campos de concentración, además de llenarse de miseria y de dolor.

Lo importante, sin embargo, y usted a lo mejor estará de acuerdo con esta conclusión, es que aquel 29 de junio prevaleció la sensatez y la serenidad, es decir la calma y la cordura que todo gobierno democrático y todo presidente que quiera pasar a la historia como un mandatario civilizado y constitucionalista, debe mantener incluso en los momentos más álgidos de su mandato.

La historia avanza en espiral

Afortunadamente la vuelta que tiene este espiral de la historia latinoamericana se hace sobre lecciones aprendidas y parece hacer caso omiso a los cantos de sirena del pacifismo desmovilizador. Si usted leyó el artículo de José Vicente Rangel en este mismo sitio (aqui) seguramente estará de acuerdo con él en su concepto del verdadero significado de la cordura y la calma. No se preocupe: nosotros también. Sabemos que el llamado de este valioso dirigente de la revolución bolivariana es a hacer prevalecer la serenidad para tener claro el camino que deberá recorrerse para detener al enemigo.
Hemos utilizado ambos conceptos de manera deliberadamente mañosa, sólo para recalcar la importancia de la contraofensiva que a estas horas desarrolla el gobierno popular del presidente Chávez. Sabemos que, a diferencia de nuestra propia experiencia, el pueblo venezolano se prepara febrilmente para ganar la guerra civil si ésta se desata en cualquier terreno donde quiera plantearla la reacción.

En este momento, a horas de producirse el cierre del canal golpista de Marcel Granier, la marea de noticias que llegan a cada instante desde la patria de Bolívar muestra a un pueblo movilizado y en la calle que hace más vigente que nunca las estrofas de su himno patrio: gloria al bravo pueblo que está lanzando, por fin, el yugo de la opresión y la miseria.

 * El autor es escritor.

*Fuente: Piel de Leopardo 
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