El inquisidor desafía al Cristo: “Júzganos, si puedes y te atreves”. Y va a ser él quien juzgue y quien condene: “Mañana, al amanecer, te condeno a morir en la hoguera por haber regresado a estorbarnos. Ese pueblo que hoy te besaba los pies se lanzará mañana, a una señal mía, a atizar el fuego de tu hoguera”. No replicó una palabra el Cristo a esta requisitoria; antes bien, en silencio le besó la mejilla al anciano inquisidor, que, estremecido en sus entrañas por la cálida memoria de una adoración antigua, cambió de parecer súbitamente, abrió la puerta de la cárcel y conminó: “Vete, vete y no vengas de nuevo, no vuelvas por aquí nunca jamás”.