1.
Para mí que Vicente nació después de la autopista; para mí, digo, que el arco de hormigón elevado hasta su ventana forma parte del paisaje natural como el sistema de concesiones viales o la población que crece hacia las montañas del otro lado de la vía en una arpillera de callejones y techos bajos que hace por lo menos medio siglo comenzó como una toma de terreno y hoy, podría afirmar alguno, se trata de un sector de viviendas consolidado, lo mismo que el sistema de concesiones viales.
Ese participio con valor adjetivo adquirió entre nosotros alguna clase de prestigio áureo para establecer los límites entre lo informe y gelatinoso y aquello que se yergue con derecho propio, consolidado. Más allá de la población la mirada choca contra el macizo de Los Andes visible desde cualquier punto de Santiago desde septiembre hasta marzo, cuando los vientos de primavera disipan la polución. El resto del año sigue siendo sin duda un macizo, consolidado tras el aire sucio.
Y así, hasta el cansancio, podría seguir describiendo los elementos puestos ahí por el hombre y los que son obra de la naturaleza, pero sé que el ejercicio es vano, una distinción superflua a ojos de Vicente; él habita en un medio donde los objetos existen desde el origen de los tiempos, no importa qué o quién los haya creado, para él los teléfonos móviles se desprenden de las ramas y las sandías se fabrican en serie al interior de una maquila. Él goza o sufre, nada más, o ni siquiera percibe la distancia entre disfrutar y padecer; su aturullamiento lo mantiene blindado más acá de las emociones, no sé hasta cuándo. Hasta perder los élitros de la infancia, quizás.
Asomado junto a él por una ventana del tercer piso su padre suele comentar: cuando construyan la autopista subterránea levantarán un parque frente al edificio. Para hablar con propiedad, lo que intenta decir Germán, el padre de Vicente, es que demolerán pieza por pieza la autopista en altura y a lo largo de toda su extensión levantarán un parque con césped recortado, árboles y senderos, juegos infantiles, luminarias nuevas, macizos de flores, máquinas de ejercicios, una ciclovía, fuentes y surtidores, lagunas con pasarelas y aves acuáticas, piscinas públicas, esculturas de seres mitológicos y quizás cuántas otras maravillas.
Por debajo de la avenida que circunda esta ciudad de barrios limpios y barrios sucios, al decir del Payo Grondona, existe el proyecto de construir una autopista subterránea y, de hecho, han comenzado los trabajos a algunos kilómetros de ahí, en los barrios limpios. Uno puede observar las mallas verdes que encierran la obra, uno divisa la maquinaria pesada y entrevé los montones de tierra removida, pero el proyecto tal cual lo sueña el padre de Vicente no tiene para cuándo. Es la quimera que describe al niño sin considerar que los barrios limpios defienden con ferocidad su limpieza o, dicho de otro modo, tienen un poder de negociación relevante, mientras los barrios sucios van acostumbrándose a la suciedad como su segunda piel y terminan resignados ante las monstruosidades que se consolidan y que algún día, dicen, harán brotar manantiales de trabajo.
*
Que frente a su ventana exista un parque o una autopista es algo que a Vicente no lo desvela. Él habita en la naturaleza, su propia naturaleza, diría yo. Su mundo es el videojuego Minecraft, un espacio virtual ilimitado hecho de bloques o ladrillos de diferentes elementos —tierra, agua, piedra, diamantes, madera— con los cuales fabrica edificios, casas, mansiones, castillos, pirámides truncadas y otros ingenios. El mundo es suyo, no lo habita nadie más que su avatar, uno que otro animal de granja, uno que otro lobo solitario y en algunas modalidades del juego, hasta donde he podido averiguar, unos zombis lentos y torpes, predecibles y fáciles de liquidar. En ese espacio se extravía a vuelta de clases, hasta la noche. Su voz nunca se oye en el tercer piso de este edificio. La abuela le lleva un tazón de leche chocolatada que sorbe con una bombilla mientras mastica una marraqueta con mortadela y mayonesa sin apartar la vista del televisor. La pantalla se refleja en los cristales de sus gafas de armazón roto, reparado con huincha aisladora. No abre un solo libro de estudio. Anda a los tumbos con las calificaciones, y eso que la profesora le aplica una evaluación diferenciada pues el neurólogo le diagnosticó déficit atencional. Cuesta aceptar aquel diagnóstico al verlo pegado durante horas a la consola. Cuando hay dinero, le compran píldoras para la concentración.
2.
Si uno mira por las ventanas del tercer piso el mundo no se parece mucho a Minecraft. Ni falta hace decirlo. Para el padre de Vicente la mejor receta contra el insomnio es tomarse dos o tres vasos de piscola hasta caer nocáut. Lo declara ante cualquiera, sin pudor. Podría patentar la receta, pero su fórmula es demasiado elemental. Así y todo, no falta la moto de velocidad, el tubo de escape acondicionado o el motor de no sé cuántos caballos de fuerza que a las tres de la mañana, a unos quince metros de su almohada, desgarra el aire por el amplio arco de la autopista que en ese tramo no cuenta con una barrera acústica de polietileno para mitigar el ruido por difracción, como sí puede observarse quinientos metros hacia el sur. Da para pensar que la barrera fue puesta al tuntún y al edificio de Germán no le tocó el premiado.
Hace unos años estuvo despachando cartas al municipio y a la empresa concesionaria responsable de este tramo de la circunvalación. Nunca recibió una respuesta, y cuando intentó organizar a los vecinos se dio cuenta de que era una batalla perdida pues la mayoría estaba feliz con la obra y su ponderable altura, que había levantado otra clase de barrera para segregar a los habitantes de la antigua toma de terreno. Qué era el ruido de los motores en comparación con la amenaza del narcotráfico. Desde entonces a Germán se le hizo más complejo llegar al taller mecánico y desabolladuría del Chico Raúl metido en un recoveco de la población. Había que avanzar un kilómetro hacia el sur por la calle lateral paralela a la autopista, tomar la rotonda y regresar por la calle lateral opuesta o caletera, como la llaman. Seguro que al primer intento la mayoría de los vehículos caía en las garras de un portal de telepeaje. Germán les había declarado la guerra. Se negaba a conocer el monto de su deuda con las autopistas y esperaba la hora de una “amnistía” –léase condonación– para todos los morosos del planeta.
*
Por lo tanto, podría uno estimar que de los cerca de trece millones de cobros registrados en los portales de telepeaje que reporta la última Memoria Anual de la concesionaria, con un directorio bien poblado de nombres italianos, una cantidad significativa aserrucha los oídos de Germán durante las noches, lo que de forma gráfica podría expresarse en la empinada curva de recaudación dada por el aumento vertiginoso del parque automotriz, o también en los millones de ¡bip!, sonido que emite el aparato adherido al parabrisas cada vez que un vehículo atraviesa un portal de cobro. Todo lo cual debe ser muy pertinente, si uno considera que según la Memoria Anual la autopista cuenta con altos estándares de infraestructura. A ese lenguaje no puedes oponerte, lo siento. Ese lenguaje te somete, te deja cabizbajo, te humilla. Debe ser el mismo lenguaje tentacular que alentó durante años la concesión de obras viales a un ritmo frenético para enseñarnos la importancia de tener de un lado autopistas con altos estándares y del otro escuelas, hospitales, viviendas y pensiones de vejez con estándares por el suelo, pues lo prioritario, nos inculcó ese idioma pontificio, era el libre tránsito del capital, que necesita fluir como la sangre y demanda un vasto sistema circulatorio con arterias, venas y vasos capilares para conquistar los mercados, el cuerpo y, en última instancia, la mente y el espíritu. Primero que todo el capital, sentenció aquel lenguaje. Sin él no habría riqueza ni bienestar ni vida posible; uno lo escucha y baja la cabeza, ya se dijo.
3.
Pero bueno. La mirada introspectiva de Germán dividía su vida en un antes y un después: un AC y un DC íntimos. Un cataclismo declarado con intenciones de inspirar lástima o ampararse en el fracaso; de verdad no lo sé. Pues en el comercio uno gana o pierde, la sangre fluye o se coagula. Su Año Cero partía con la quiebra de un negocio relacionado con los puertos que Germán no podía describir en palabras simples; daba por sentado que cualquiera entendía de importaciones, cadenas de distribución, aranceles de aduana y todos los papeleos del proceso. Culpaba del desastre a los chinos, un poder omnímodo guiado por designios misteriosos. Lo había devorado la marea china. Eso venía repitiendo desde el Año Cero.
Su empresa llegó a facturar millones de dólares al año. El verbo facturar y el sustantivo dólares florecieron y también se consolidaron para describir la tesitura de su época AC y, por contraste, la de su vida posterior. Uno hasta podría imaginar su tarjeta de presentación: Yo facturaba en dólares. El fracaso de la distribuidora lo arrastró al fracaso de su vida. Pormenorizaba el desastre con una aplicación patológica. Su mujer lo enrocó por un vecino. Mientras él se deslomaba para mantener a flote la empresa ella se frotaba la concha con otro hombre, y esto sucedía en su propia cama. Los detalles impúdicos rebullían en su fantasía. El barrio entero lo supo antes que él; era un vecino a quien saludaba hasta el día anterior.
El hijo único del matrimonio optó por vivir con la madre. Los tribunales de familia ratificaron la custodia de la adúltera. El mundo no es justo, quién te dijo que tenía que ser así. Uno no sabe qué paga, ni por qué. Se perdía por las calles haciéndose esas preguntas, a punto de atajar a los transeúntes y exigirles una respuesta. Perdió dos casas, enfrentó una demanda colectiva de sus empleados, las deudas lo perseguían obligándolo a trabajar en negro a la espera de una amnistía o la absolución de un soberano. ¿Quién te dijo que el mundo es justo? Se lo gritó en la cara a un mendigo demasiado cargante. Pero luego se arrepintió, es verdad.
4.
Digo que su pasado era remoto, legendario y hasta cierto punto dolarizado. Después del Año Cero se casó con Paulina y tuvo dos hijos más. Su nueva mujer llevaba la contabilidad de una clínica veterinaria y Germán no la imaginaba frotándose la concha con ningún vecino de esos bloques venidos a menos tras la construcción de la autopista. La había elegido por esa misma razón, lo más probable. ¿Cuál de entre todas las mujeres del Universo jamás me será infiel? En algún momento tienes que tomar una decisión, decía. Y decidió unilateralmente que Paulina nunca lo iba a traicionar.
Aprendió a quererla como quien se ejercita en la costumbre, confiando en que la intimidad con una piel más joven y tersa lo convencería de que el esfuerzo valía la pena. Más complejo fue encariñarse con los niños. Sucede, es lógico, sobre todo si no te avisan cuando vienen en camino. Un primer hijo es distinto, un niño nacido AC. Tú me entiendes, decía Germán como si estuviera explicando una bancarrota existencial.
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No me atrevo a decir quién era el propietario de ese tercer piso. En lo legal, todo en regla: pertenecía a la hermana de Paulina con mejor situación económica. Mientras se hicieran cargo de los padres ella se los arrendaba a precio de familia. Las dudas surgían en la convivencia. Quiénes vivían de allegados, quiénes por derecho propio. Germán y su mujer no estaban en posición de exigir preeminencia; se habían mudado un poco antes que los viejos. El único sin carta de ciudadanía era el hermano menor de Paulina, que una madrugada apareció en el umbral en calzoncillos, con los brazos tajeados, chorreando sangre y balbuceando incoherencias. Su última crisis depresiva. “El show”, decía Germán. Sin embargo consiguió una pieza para él solo porque su hermana jamás lo pondría a dormir con los niños. Vicente compartía dormitorio con los abuelos y su hermanita se acostaba entre los padres.
5.
Entonces, digo yo, uno está tentado de imaginar una tarde cualquiera en el tercer piso de aquel edificio. El momento en que Germán vuelve al hogar, por ejemplo. El eco de sus pisadas en la escalera de tres tramos con dos rellanos intermedios donde se cruza con vecinos, sin saludarlos. El sonido de las llaves en la cerradura, la puerta que se abre sin hacer ruido. O dicho de otro modo: su ingreso no altera ni suspende el curso de la rutina. ¿Y por qué habría de suspenderla?, se pregunta él, de vez en cuando. ¿No vivo acaso en el período DC de mi historia? Ya no facturo en dólares. Esa sentencia podría ser el precipitado de todas las respuestas posibles para su vida.
Su suegra prepara la cena y los platos para el día siguiente. El aire huele a fritangas. En la sala de estar, frente al televisor, el viejo dormita en la silla de ruedas. Germán debería alegrarse de su pasmo; no sufre dolores ni aflicciones que lo obliguen a ir puerta por puerta pidiendo auxilio para bajarlo tres pisos por las escaleras, visto que no hay ascensor en el edificio. En la pieza principal, su hija está mirando el dibujo animado de la cerdita. Si no es el cable, es un DVD o el celular. Todos los capítulos se encuentran en YouTube. Ella aprendió a buscarlos. La cerdita pertenece a una familia de cerdos rosados. Los cumpleaños de su hija se decoran con motivos del personaje y los de sus compañeras también. En el dormitorio cada día hay más pósters y peluches, de los está prohibido deshacerse; Paulina los trata como si fueran objetos sagrados.
Y su mujer todavía no vuelve, mientras yo imagino esta vida. Como si no tuviera suficientes responsabilidades en la clínica veterinaria y en el hogar, se junta con sus amigas a jugar vóleibol. Tendrá quince años menos que él, pero ya no es joven. Después se queja de dolores lumbares y es él quien debe partir a la farmacia a cualquier hora. Del vóleibol se pasan a un pub, Germán lo cuenta a quien desee oírlo. La llama por teléfono y le pregunta con voz firme dónde está, aunque ya lo sepa. Vinimos a tomarnos algo, responde Paulina sin asomo de culpa y como si no supiera que él la está esperando para salir a trabajar de nuevo.
*
Nada de esto debería llamar la atención, pues así vivimos. La mayoría de las relaciones, por no hablar de vidas enteras, están mediadas por los teléfonos celulares que imponen, con un simulacro de contacto, una postergación infinita y exasperante del encuentro real. Según dicta ese lenguaje de autopistas y tratados de libre comercio, es una torpeza detener el curso de un relato para meter la cuchara como narrador. Uno debería crear una atmósfera verosímil para atrapar el interés del lector. Pero un lector no es un cliente ni un consumidor de historias, y no estaría mal de vez en cuando olvidarse de los clientes y consumidores. Así, digo que los teléfonos móviles son a su modo los protagonistas de esta historia, por no decir que el actor principal es el vacío que media entre los personajes y su narrador, de ahí la imposibilidad de sostener un diálogo con ellos. Y añado, además, que esos teléfonos portátiles pueden costar un dineral y esta familia, deslumbrada por la tecnología, se ha endeudado en más de un millón de pesos para conseguir dos de esos aparatos, uno para Paulina y otro para Germán. Los celulares en desuso cayeron en manos de la niña que adora a la cerdita y el niño que juega Minecraft.
Cierre paréntesis.
Así es, digo yo. Vicente no se levanta de la silla desde su vuelta de clases, en esta tarde imaginada. Su padre entra en la pieza y encuentra a la niña con la cerdita y al niño ante el videojuego. El niño insiste en enseñarle los avances de su obra virtual, lo retiene a su lado para darle un paseo por habitaciones y terrazas, jardines en altura, piscinas de dimensiones olímpicas. El padre mira la pantalla pensando en sus propios problemas sin solución y en el primer vaso de piscola. De todo aquel mundo ficticio sólo lo intriga el modo en que copulan los animales. Cómo se refriegan por cualquier parte del cuerpo hasta que brotan corazones como pompas de jabón: ha nacido un nuevo ser. Los personajes humanos no pueden procrear; el hombre está muy solo en Minecraft. También lo inquietan los confines del videojuego, esos bordes donde la realidad virtual sucumbe ante el abismo. Germán se dice que allí está la prueba de su fracaso. El mundo real es infinito y su fin inconcebible, siempre debe existir algo más. Pero ¿de qué está hecha la nada en Minecraft? ¿Te podrías suicidar arrojándote al vacío?, se pregunta.
6.
Es casi un vicio, un defecto de fábrica, que estos personajes se ganen la vida como choferes de Uber, la competencia ilícita –de momento– de los taxis. La propia necesidad ha creado un verbo: uberear. Nada que hacer. Germán uberea. En el episodio imaginado esperaba el regreso de Paulina para comenzar la ronda nocturna que puede extenderse hasta las dos o tres de la mañana si engancha un viaje al aeropuerto. Circula por el barrio alto, donde hay más clientes pero también más competencia. Antes ubereaba de día, pero ahora está apostando por un negocio diurno con mejores perspectivas y la promesa de una nueva vida AC.
Por lo tanto: de día Germán se baja del auto. Después de dejar a los niños a las puertas del colegio y confiscarles los celulares vuelve a estacionarlo frente al edificio, en ese tierral enrejado por los vecinos con ayuda del municipio para protegerse de los robos. Un alivio encerrarlo en esa jaula donde no consume bencina ni acumula deudas por peajes o multas de tránsito. Cada tanto lo asolea para una mantención en el taller del Chico Raúl o en busca de un repuesto de los que el Chico le consigue a buen precio. Nunca pregunta si son originales, imitaciones o robados. Descansa, amigo mío, le susurra Germán al vehículo por las mañanas, y algunas veces hasta le tira un beso.
*
Podría uno decir que su nuevo trabajo califica en un rubro con historia: agente de señoritas. De ser así, ya serían dos las tarjetas de presentación de Germán: Yo facturaba en dólares, y esta otra. O quizás una sola, anverso y reverso para la misma tarjeta que abarca ambas épocas de su vida.
Como sea, hay que explicarse un poco. Años atrás –período AC– Germán conoció a Gustavo en Valparaíso. Los unió el desprecio por los chinos y un nacionalismo tensionado por la fe en el libre comercio y el deseo de abolir las barreras arancelarias y los impuestos en general. La historia de su amigo Gustavo no se dividía en dos sino que formaba un continuo más o menos homogéneo en el rubro de los negocios turbios. Se había instalado con un café en el centro de Santiago, el Calígula. Un vistazo al cartel y te hacías una idea del lugar. Vidrios polarizados, música fuerte, neones ardiendo en la fachada, acaso por Nerón y el incendio de Roma. Pues hasta donde es sabido Calígula jamás incineró nada; el cine, la televisión y la ópera han divulgado su perversidad sexual, su demencia, sus crímenes y el gusto por vestirse de Venus en los banquetes imperiales; de piromanía, nada…
El local era un café. No un topless, viejo, no un puterío. Su amigo porteño lo puntualizó desde la primera reunión. El empleo de Germán, como cualquier otro que aporte valor agregado al Producto Interno Bruto, según ese lenguaje devenido en lengua materna, sería un trabajo a comisión. Rondar por cafés de la misma laya en busca de mujeres dispuestas a mudarse al Calígula. Tómatelo como un casting, una selección de personal, le sugirió Gustavo. Se lo figuraba como una mixtura, aunque a veces decía mistura. No se sabe cuál de las dos palabras sonaba más fruncida en su boca. Quería decir una mistura de chiquillas en minifalda que te atiendan bien, que conversen contigo, escuchen tus problemas, te consuelen con un beso en la mejilla, te suban el ánimo… Y también la otra clase de chiquillas. Pues uno entiende que el café expreso, el cortado, el capuchino, las medialunas y las delicias dan para comer; pero lo otro daba para crecer, y Gustavo apuntaba hacia lo alto.
Germán pudo haber dicho que se conformaba con mantenerse a flote a la espera de una amnistía o un edicto palaciego que levantara su condena; pero se mantuvo en calma, en estado zen, digamos. Los hombres de negocios huelen la desesperación, cualquiera que haya facturado en dólares lo sabe. Un desesperado es material para la extorsión, esa curva que acecha en las sombras de cualquier ley de oferta y demanda.
*
Durante la mañana Germán recorría los cafés del centro en busca de la mixtura o mistura de señoritas con que soñaba Gustavo. Eran reuniones de trabajo. Yo podría contar unas veinte o treinta conversaciones en la esquina de una barra, en una mesita de rincón o de pie ante esos espejos que multiplican los cuerpos presentándolos desde ángulos insólitos. Pero están hechas de la misma argamasa. Si uno aparta la anécdota biográfica, se parecen demasiado y acaban por hundirnos en los pantanos de la reiteración.
Se trataba de un tanteo, lo mismo de siempre. Buscar el filón de oro sin apurar el interrogatorio. Saber hasta dónde las empujaba la necesidad. Lo primero, le recomendó Gustavo, abre tu corazón, cuéntales tu propia historia. Y Germán lo entendió así: mi vida AC, mi vida DC. Así, hasta atrapar a mujeres condenadas a esa segunda vida y empalmar con sus desgracias. Ponderar sus virtudes, su simpatía, su exuberancia, su potencial como chiquilla. Levantar su autoestima, despertar su ambición. Construir una esperanza desde las cenizas. Con más de una terminó encamado en un motel del tipo DC. Pero hasta donde me alcanza la vista nunca ganó dinero como agente de señoritas. Nunca pudo volver a dolarizarse. De vez en cuando, en su oficina, Gustavo le ponía unos billetes sobre la mesa y Germán los tomaba en silencio aceptando la oscuridad del trato.
*
Una de las señoritas se llamaba Hortensia. Es el nombre de una flor, por si no lo sabes, le dijo ella. Una flor lila o rosada con pétalos que forman un globo. Si enterraba monedas entre sus raíces los pétalos tomaban un color azulino, por el hierro. Un día se la iba a enseñar. Ok, dijo Germán. Su pubis era selvático y sus caderas anchas, al contrario de Paulina. Te subes a un bote y empiezas a menearte, decía Germán a quien tuviera por delante. La resaca del sexo los arrojaba a una soledad de horizontes ciegos. Se quedaban mirando las moscas posadas en el techo blanco del motel. Revoloteaban un rato y a posarse donde mismo. Ellos y las moscas se parecían. Hortensia venía del sur, era madre soltera. Seguro que en su calendario había un Año Cero. Germán lo repetía a quien quisiera oírlo. Pero no sentía deseos de ayudarla ni darle consejos, como que subiera sus fotos a Instagram u otra red social para promocionarse. Menos de soñar en pareja una vida post DC como la síntesis superior de épocas pasadas. Se despedían y la olvidaba; estaba con ella y no existía Paulina. En cualquier momento podría irse con Hortensia como quien dobla por la esquina en vez de seguir de largo. Contingencia de lo real: todo se sostiene en una voluntad veleidosa. Afuera del motel, solo, el aire espeso y turbador del verano volvía a revivir la fragilidad de su destino.
7.
Una de esas tardes de textura más virtual que real a Germán se le ocurrió ir desde la puerta del motel hasta la estación del metro y comprar un pasaje a Valparaíso. Le dijo a Paulina que iba a reunirse con su socio. Que te vaya bien, le dijo ella sin prestarle ninguna atención. Había dejado de interrogarlo por su vida y sus horarios. Lo cierto es que Germán había decidido visitar a Jefferson, el hijo único de su vida anterior. En este momento de la historia podría uno decir: sólo un hijo AC está autorizado a portar ese nombre. Puedes trasvasijar nombres a una vida DC si te animas, quién te lo impide, pero no puedes engañar a tu propia conciencia. Nunca será lo mismo, se decía Germán. Y por supuesto que lo repetía a sus oyentes ocasionales. Pues iba viviendo en el modo de la reiteración automática.
*
En esta tarde de aires virtuales no se esperaba que en Valparaíso lo recibieran con fuegos de artificio o alfombra roja. Pues si vives preso de una vida DC, con la ilusión puesta en amnistías u otros milagros, las posibilidades de involucrarte material y afectivamente con un hijo se han reducido al mínimo, claro está, y juegas tus cartas, todas ellas, en esas escuetas pero significativas acciones conocidas como gestos. Un telefonazo para el cumpleaños o el Año Nuevo, un mensaje de felicitaciones por sus logros académicos. Para esos pequeños gestos plenos de sentido se inventaron los celulares de quinientos mil pesos y más: para el simulacro de relaciones, para convencernos de que hay una relación en el lugar donde suena hueco.
Y aquí estamos. Según Minecraft, preparados para un encuentro cara a cara acordado con la diplomacia de los gestos. Una invitación al patio de comidas de un mall debe ser lo más apropiado para un joven, juzga el padre, aunque desconoce totalmente los gustos de su hijo Jefferson. Y aquí estamos, último piso de un centro comercial con vista a una calle donde microbuses de color verde desfilan en procesión de nunca acabar. Persiguiendo la mirada esquiva de Jefferson el padre puede comprobar con satisfacción que se enfrenta a un hombre hecho y derecho, consolidado, y concluye que una vida DC, para mayor castigo, te aparta hasta de la evolución física y biológica de tu propio hijo. Se siente tentado de preguntarle por qué eligió vivir con una maraca como su madre, pregunta que jamás haría pues por sobre todo intenta cuidar el espejismo de una buena relación con Jefferson.
8.
Si te reúnes con tu hijo, pienso yo, te dispones a escucharlo. Es una ley escrita en libros sagrados y profanos. La vida en evolución, vacilante, abierta a nuevas perspectivas, que se interroga, retrocede y progresa, y madura en su formación: ésa voz merecería ser escuchada, digo. Sin embargo a Germán le pena otro desperfecto de fábrica o un virus inoculado en el camino, tal vez en algún tramo de la ruta Santiago- Valparaíso. Esa debilidad suya lo impele a vocear sus desgracias y calamidades, sordo al mundo y sus rumores, sordo a la vida y sus mensajes, ciego a libros sagrados y profanos. Martillea el aire con la letanía de su historia sin hacer distingos entre una mujer con nombre de flor, el dueño de un café con piernas o un hijo llamado Jefferson.
Germán quisiera decirle que viajó en bus porque hace unos días le confiscaron el auto. No te imaginas el problema, hijo, le encantaría decir; el auto es mi herramienta de trabajo. Ahora dependo de la voluntad de Paulina para usar la camioneta, de sus partidos de vóleibol y sus happy hour. ¿Sabes lo que sentí?, quisiera preguntarle Germán en la fila hacia la caja del local de comidas donde el consumo se cancela por anticipado. ¿Sabes? Una mañana te despides de tu auto con un beso y por la tarde no lo encuentras en su sitio. Se parece a la muerte de un ser querido; de un momento a otro ya no está, nunca más. Y nadie te ofrece una explicación convincente. Sólo por tus propios medios vas deduciendo los hechos.
Esta tarde improbable Germán quisiera decirle a su hijo: el auto estaba a nombre del hermano de Paulina, recuerda que trabajo en negro desde el Año Cero. Manejo efectivo, no puedo pisar un banco. Y Paulina reventó las tarjetas, una por una, con premeditación y alevosía. Por eso le pedimos a su hermano que lo comprara a crédito, lo hicimos firmar papeles; y con la misma docilidad el idiota se lo entregó al receptor judicial. Sí, Jefferson, es verdad, sufre una depresión crónica, una noche se apareció en calzoncillos por el edificio, completamente desquiciado. Una enfermedad maldita, hijo. Nunca nos habló de las notificaciones de cobranzas, nunca nos dijo si atendía las llamadas telefónicas. Nos hubiese dicho y yo vuelo a esconder el auto. No es lo ideal, pero en una situación así qué más puedes hacer. ¡Zas!, lo fondeas de un solo pase. Un rato en el taller del Chico Raúl y listo. Pero cuando estás deprimido todo te importa una mierda. Encontré las notificaciones en unos sobres cerrados. ¡No había abierto ninguno! Y pasó lo que tenía que pasar. Llegó el receptor judicial acompañado de un carabinero. Cuando se presenta esa parejita ya no hay nada que hacer, jodiste. No se le ocurrió esconder las llaves del auto o decir que no sabía dónde las guardaban. Bajó al estacionamiento, abrió la reja, no retiró las cosas de adentro. Cosas mías, por supuesto. Perdí unos anteojos muy caros. ¿Y qué iba a reprocharle, si yo mismo lo convencí de comprar el auto? La deuda es suya. Súmale los gastos por la confiscación, también te los cargan. Podrían embargarle el sueldo pero está cesante, y te aviso que nunca más encontrará trabajo. Paulina le está tramitando una pensión de invalidez mental. Podrían perseguir a los padres de Paulina, tú sabes que las deudas se heredan. Así es, hijo mío. Bienvenido a Dicom, podrías decirle cuando lo veas, si lo ves algún día. Bienvenido, hermano. Así es la cosa, hijo. Así transcurre una vida DC.
9.
Pero lo cierto, lo que se hace realidad en este patio de comidas, es que Germán todavía no atina a hablar. Su hijo lo acompaña en la fila hacia la caja cuando se oye decir en un tono magnánimo: Pide lo que quieras… Y entonces uno podría preguntarse, con pleno derecho: ¿de dónde? o ¿cómo?, si ya no hay auto para uberear ni comisiones por las niñas del Calígula. Y para mí que a veces no es justo seguir jugando a los misterios u ocultando las cartas. Para qué, digo yo. Desde hace cinco meses Germán está vendiendo papelillos de cocaína.
Así es. Uno ata cabos, esboza hipótesis, extrae conclusiones. Uno, digo. Cualquiera. Usted, yo mismo, Germán. Tú te preguntas, por ejemplo, qué hacen un Audi o un BWM del año en el taller del Chico Raúl. O aquellos Lexus de sesenta millones de pesos, más de noventa mil dólares, calcula Germán con su afición a convertirlo todo a la moneda del norte. Y esos tipos que bajan de los autos: raros, sospechosos. El hombre del Camaro negro que luego se mató en una cuesta de la ruta 68. Pista tras pista uno deduce que el Chico Raúl lo fue tanteando como hacía Germán con las postulantes al Calígula. Uno supone que confianza y lealtad son todo en el negocio, la argamasa de una relación comercial que se va consolidando.
*
Por lo tanto, digamos que en el segundo acto del patio de comidas, con las bandejas sobre la mesa, Germán podría confesar en voz baja a su hijo: Mira, Jefferson, estoy metido en el narcotráfico. Cocaína. Algo reciente, mucho más rentable que Uber, por supuesto, y muchísimo más que cualquier empleo de mierda al que podrías optar en una vida DC, en negro. Toda mi clientela es del barrio alto, gente respetable que no te da problemas. Gente que se cuida montones. ¿Me entiendes, hijito lindo? Estoy ahorrando para salir de una sola vez de todas las deudas. Una vida como ésta no puede durar para siempre. No puedes morirte sin haber dejado atrás tu época DC. No imagino nada más parecido al purgatorio. El problema es zafar de esto otro, lo sé, hijo mío. Me preocupa, pero te prometo que me las puedo arreglar. No te pases películas, no me mires así. Estoy limpio. Si no voy a una entrega siempre ando limpio. La camioneta de Paulina está limpia, el departamento también. No te podrías imaginar dónde guardo la merca. Hice un corte muy fino en la silla de ruedas del viejo, en el forro del asiento. Con una hoja de afeitar, un corte a lo largo. Apenas se nota. Esperé a que se durmieran los viejos. Uno, dos, tres, todos los papelillos adentro, no tan adentro para que el viejo no los aplaste con el culo y se pongan hediondos. En eso despertó mi hija. Me miraba como si viese una aparición. ¿Qué estás haciendo, papi? Nada, mi amor, arreglando la silla del tata. ¿Y estas cositas, papi? Tenía un papelillo en la mano. Nada, mi amor, polvitos mágicos. Son para la felicidad, ¿me los pasas? Los guardo en la silla del tata para que no se echen a perder. No le cuentes a nadie porque pierden su efecto. ¿Me lo prometes? Ella asintió con su cabecita linda. La vida no es fácil, Jefferson. ¿Quién dijo que era fácil? Ningún polvito mágico corre así como así por las venas, tienes que inyectártelos, tragártelos, aspirarlos, hacerlos circular por el torrente sanguíneo. Deberían venir en nuestro material genético; lamentablemente, no es así… Pero basta, suficiente. Necesito saber de ti, es hora de rendirse a la ley de la vida. ¿Cómo estás? Cuéntame, por favor, te lo ruego.
10.
Para mí que la inmensa mayoría de los discursos mentales como ése del patio de comidas jamás tiene lugar. Se forman y deshacen solos. Su naturaleza es virtual, su destino desechable. Nadie los almacena en un puerto, no cuentan con servicio de bodegaje. Por el contrario, la angostura y rigidez del mundo real determina el curso de diálogos como el que sí ocurrió en el centro comercial una vez que Germán acabó su hamburguesa con tocino y queso cheddar.
Entonces, tal vez, la pregunta sea: ¿qué puede decir el hijo de una época en veremos a un padre con una vida muy DC? Ese hijo, acostumbrado a batirse por su cuenta en ausencia del padre, creció en una época cuyo aspecto se parece a las fauces de un carnívoro mayor. De ahí que su hechura corporal, sus ademanes y pensamientos se hayan adaptado al paisaje de una sola nota, un espejismo al final del túnel: la carrera profesional y el ascenso por las jerarquías terrenales. En este escenario un hijo AC, sin deberle nada a Germán, se muestra circunspecto y como si estuviera obligado a exhibir la madurez y seriedad prescritas en algún acápite de la Ley del Padre.
Madurez y Seriedad que en este caso equivalen a declarar: Pasé a tercer año en la Escuela de Negocios. Se refiere, creo yo, a una de esas universidades privadas que para muchos representan la cima del prestigio. Entonces se inicia un diálogo bastante limitado, sin embargo el único posible en un mundo real, no virtual. El hijo dice una cosa, pero yo escucho otra. Y para las necesidades de esta historia uno debe prestar atención al ventrílocuo, no al muñeco. Por lo tanto, querámoslo o no, en esta tarde porteña podemos oír claramente su voz en el nivel superior del mall: Papá, hago lo imposible por ganarme mi pedazo de mundo a cualquier precio. Curso Depredación Dos, nivel avanzado. Sin mi pedazo de mundo no sería nadie, como los espectros que pululan por la vida DC, miserables como tú. Pero no te preocupes, no me sucederá lo mismo. Te lo prometo. Esa porción vibrante de mundo pronto será mía, conquistada por mi propio esfuerzo y mis méritos, y consagraré mi vida a incrementarla; utilizaré a los demás, de ser necesario me aprovecharé de ellos, les pondré el pie encima y al final del día recitaré mis alabanzas; te lo juro, es mi credo. Nadie dijo que la vida sería fácil, tú lo dijiste o lo pensaste –entre nosotros opera la telepatía, te lo advierto–… Así y todo, requiero de tu aprobación. Ignoro el motivo –me enrabia, siento impotencia–, pero me rindo ante la necesidad de demostrarte que soy capaz; al final, debe ser lo único que me has enseñado en ausencia, con tus gestos remotos…
Vaya, tienes toda la razón, hijo mío –habría replicado el Ventrílocuo Universal por la boca del padre–, me causa gran satisfacción y alivio saberte así de consolidado. Te castré como ser humano, anulé tu potencial; estás a salvo. Agacha siempre la cabeza, Jefferson. Pórtate bien, los rebeldes acaban muy mal. Con un poco de astucia y otro poco de suerte te harás un lugar en la vida AC. La libertad no es una ilusión, pero nunca ha sido para todos. Eres un perro formidable. Viaja, conoce el mundo, todo te resultará indiferente; ésa es la idea. Circula, circula, circula. Jamás te estanques, te pudrirías…
11.
Pero bueno. Es hora de despedir al Ventrílocuo Universal. Hora de que los vientos barran estos diálogos que nos ensucian el panorama. Hora, digo, de arrojar la vista al horizonte sin nostalgia por lo que no fue ni será jamás. La reunión en el patio de comidas ha sido breve, la verdad sea dicha. El cuervo de la responsabilidad sobrevuela a Jefferson. Su corazón es un reloj de arena, y el reverso de sus palabras un escupitajo a los pies de Germán. Deja plantado al padre ante un cerro de desperdicios sobre la mesa. En el mismo acto reflejo de levantarse para besarlo en la mejilla y fallar en el intento Germán se acuerda de su propio padre, otro habitante perpetuo del limbo DC. Quizás aún viva en la casa del cerro Polanco, no lejos de ahí. Podría visitarlo, entrar por el túnel hasta el ascensor, revivir la aventura hacia las calles empinadas de su infancia.
Lo piensa, es cierto. Pero no lo hace, es más cierto todavía. Quince o veinte años sin verlo ni oír su voz rasposa a través del teléfono. Hay demasiadas cuentas pendientes; acaso el Dicom afectivo sea más riguroso que el financiero. Seguro que no ha muerto, alguien le habría avisado. Nunca faltan los expertos en el obituario. Estará viviendo con esa vieja agria que no es su madre. Ella, su madre, murió hace tantos años que su recuerdo ya parece otra ficción más.
*
Y ahora que es de noche el final se acerca. Debo aguzar la vista para distinguir sus contornos. El destino es contingente, ya se dijo. Un concurso televisivo con puertas que esconden fortunas desiguales. Así y todo, podría soltar unas palabras de yapa sobre esta historia. Decir en primer lugar que Germán salió del centro comercial y al contemplar las luces del puerto –puerta uno– se le cruzó la idea de embarcarse como polizonte en un buque y desaparecer en la aventura del mundo. No lo hizo. Al observar el enjambre de luces en los cerros –puerta dos– pensó en irse de farra con sus viejos conocidos. Tercera puerta: apurar el tranco hacia la terminal para alcanzar el último bus y encontrarse con Paulina y los niños. O echar monedas a Hortensia a ver si su piel toma por fin un color azulino. O quizás repartir la merca a domicilio.
*
La noche ofusca los sentidos, pero doy fe de que Germán viaja en un bus rumbo a Santiago. Viaja en el asiento número 36, ventana, la cortina descorrida, y por efecto de las distancias los objetos más lejanos e inaprehensibles como las estrellas y la Luna permanecen fijos, tachonados en el cielo oscuro, fieles compañeros de ruta, a diferencia de los más cercanos: vallados, postes, letreros publicitarios al borde del camino, que huyen raudos en sentido contrario como su propia vida y sus afectos. En las distancias intermedias se distribuye la variedad completa de desplazamientos mientras el bus avanza.
Sumado al agotamiento de un día excesivo, el panorama le provoca mucho sueño. La realidad se arruga, se filtra hacia otra dimensión donde vuelve a recomponerse bajo leyes muy distintas. No conozco la textura de aquellas regiones pero puedo decir que Germán sueña, arriba del bus, con descifrar la clave de una vida AC.
Dentro del sueño va tocando puertas, toc-toc. Los personajes que salen a su encuentro son esos clientes de bien que se espolvorean las narices a diario. Son ellos, pero transfigurados por las leyes oníricas. Comprenden en el acto lo que Germán anda buscando. En sus barrios limpios y protegidos, dentro de sus casas cómodas, ellos lo saben. Le responden brutalidades simplemente para provocarlo o despistarlo, o tal vez por el gusto de sonar irreverentes. No me mientan más, por favor, ruega Germán en su sueño, arrodillado ante sus clientes cocainómanos. Todos ellos conocen la clave de una vida AC y para hacerlo sufrir más le dicen que él también la conoce, que cómo no la recuerda, que hasta cuándo sigue engañándose.
*
Pero bueno. Una vez más su llegada sigilosa no altera ni interrumpe la rutina del tercer piso. Todos duermen a pesar del ruido de la autopista. Todos menos el hermano de Paulina, que vive una vida al revés. Pero Germán no se detiene a saludarlo. Está preparándose una piscola en la cocina cuando sucede lo que jamás sucede a esta hora de la noche: golpean a la puerta.
¿Se imaginan lo que sucede? Es la policía de Investigaciones con una orden de allanamiento a la vista, y esto ya parece bastante más serio que la visita de un receptor judicial. Entre dos funcionarios registran cada pieza, cada mueble, cada cajón; dan vuelta objetos, todo lo desordenan. Un tercero se queda con Germán. Traen perros que olisquean los rincones. Este alboroto sí trastorna la rutina. Los niños son los primeros en asomarse, sin entender qué está ocurriendo. La presencia de la policía les parece una invasión alienígena o tal vez un episodio de las series de televisión. Pero allí donde las series comienzan esta historia se termina, qué le vamos a hacer. Los perros ladran, pegan sus hocicos a la silla de ruedas. Alguien lamenta la perversidad. Una voz infantil retruca: ¡Son polvos mágicos! Qué maldad, dice alguien. ¿Se le habrán caído en el auto? ¿Abrió el tarro el Chico Raúl? ¿O alguno de sus clientes? La cabeza de Germán es una batidora. Hay hipótesis sobre las cuales no estoy autorizado a pronunciarme, pues aún son materia de la investigación. ¿Por qué se llevan al papá?, pregunta Vicente. ¿Hizo algo malo? Interroga a su madre a través de los gruesos cristales que deforman sus ojos y que, de momento, también conceden al mundo un aspecto distorsionado como si fomentaran el vicio de imaginar la vida de una forma diferente. Pero para mí que todo es cuestión de tiempo.
*Fuente: Politika
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