Digámoslo con todas las palabras: el sistema mundial imperante no ama a las personas. Ama los bienes materiales, ama la fuerza de trabajo del trabajador, sus músculos, su saber, su producción artística y su capacidad de consumo. Pero no ama gratuitamente a las personas como personas. Predicar el amor y gritar: “amémonos los unos a los otros como nosotros mismos nos amamos” es ser revolucionario. Es ser absolutamente anticultura dominante.