«La única vez en mi vida en que vi a mi padre llorar, fue el 10 de octubre de 1967: la radio acababa de anunciar la muerte del Che », me contó un día un hombre de teatro del Kurdistán de Irán, que conocí en un café parisino. El montañés kurdo no fue el único que lloró. Pero no todos lloraron. Para los maoístas que éramos, la muerte del Che significaba la derrota – quizá definitiva – de la teoría del foco (foco de guerrilla rural creado por un pequeño grupo de combatientes), popularizada entonces en Europa por Régis Debray.