¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! – mandaba el señor al cansado hombrecito. – Siéntate en dos patas; empalma las manos.
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.