Habían transcurrido diez años de la salida forzosa de “mi país” cuando regreso a él en 1984. Con dieciocho años y la inquietud natural de una adolescente buscando sus raíces, logro aventurarme a conocer aquel lugar que mis padres habían dejado atrás con tanto dolor y sufrimiento. Ese sitio llamado Chile que para mí era reminiscente de infancia, olor a café con leche a la llegada de la Escuela y de las clases de ballet que tanto gozaba y nunca más pude continuar. Sí, porque el exilio significó ruptura, separaciones, distancias, idiomas y poblaciones nuevas que marcarían mi vida por siempre.